Una gran roca en medio del impactante y frondoso valle del río Magro. Desde ella baja una fuerte pendiente hasta el meandro que rodea sus faldas. Subirla destroza las piernas del caminante más avezado.
Ulti Tar, Bedu Sosin y Biter Icean preparan a sus respectivas gentilitates para un importante acontecimiento. Un gran guerrero ha muerto en combate, Celti Beles, héroe de la batalla de Turda.
Celti Beles y la batalla de Turda
Transcurre el año 195 a.C. Los Estados hispanos sufrieron un gran trauma durante la 2ª Guerra Púnica, en la que el territorio de Turda apoyó al ejército de Hannibal, lo que le hizo sufrir extremas represalias de Roma y sus aliados, los saguntinos. Los turdetanos vieron arrasado su principal oppidum, expropiadas sus riquezas, castigados sus pobladores e incluso esclavizados los culpables. Aquel que fue un gran Estado hispano se vio relegado al sufrimiento, la angustia, la vergüenza y el desamparo.
Celti Beles era un niño de 12 años en 205 a.C. cuando Roma acabó con la presencia del ejército cartaginense en Hispania. Unos meses antes, los malditos saguntinos habían llegado a su poblado y tuvieron que ofrecerles a la fuerza devotio y vasallaje. Celti Beles era hijo de uno de los señores del Estado de Turda, señores guerreros cuyas familias o gentilitates habían prometido fidelidad al dux que regía los destinos del ancestral Estado.
Roma exigió que fuesen concedidas en propiedad las tierras turdetanas a sus vecinos y siempre enemigos, los saguntinos, y que todos sus pobladores se pusiesen bajo su potestad. El orgullo del linaje milenario de los Beles nunca había caído tan bajo.
En el año 197 a.C., ocho años después de la expulsión del ejército cartaginense, Roma decidió dividir la franja de Hispania conquistada en Citerior (más cerca de Roma) y Ulterior (más lejos), y los turdetanos quedaron incluidos en la Citerior. Celti Beles tenía 20 años, y a pesar de haber vivido subyugado a sus odiados vecinos de Saguntum, y sufrir la opresión de los soldados romanos que guarnecían estas tierras, a pesar de ello se había forjado como un imponente guerrero, había superado con facilidad el habitual ritual de paso de niño a guerrero. Había aprendido el modo de lucha cuerpo a cuerpo heredado de sus ancestros, había practicado el arte de las armas hispanas y las tácticas de guerra, y había ejercitado las escaramuzas entre sus vecinos, necesarias para demostrar la virilidad de un turdetano. Sufrieron subyugación física ante Roma, pero no subyugación moral.
A una década de haber sido aplastado el orgullo de su ancestral linaje, de haber sido avergonzados ante las almas de sus antepasados, se sumó, hasta el año 195 a.C., la aplastante ambición económica romana. Roma y los saguntinos querían cada vez más. Todos los Estados hispanos, tanto iberos como celtíberos (en caso de querer separar a los hispanos de este modo), explotaron de rabia. Desde tiempo antes se habían preparado para una rebelión común. A esta rebelión le llamarían los historiadores romanos las “Guerras Celtíberas”.
En 196 a.C. Celti Beles tenía 21 años, y ya era el líder de su señorío, bajo la tutela de su padre Ando Beles, pero bajo la subyugación del obligado amo saguntino Manlio Basilius. Mensajes entre los señoríos de todos los estados hispanos rebeldes vecinos circularon hasta llegar al oppidum que regían los Beles, al sureste del Estado, sobre una un altísimo cerro de la sierra montañosa que les separaba del Estado hispano de Aras. Se estaba preparando una rebelión, el espíritu libre y orgulloso hispano no podía soportar la injusticia y la humillación. El turdetano siempre ha sido un gran pueblo, un pueblo milenario cuyos ancestros esparcen sus restos bajo esta tierra, y sus almas vigilan desde este cielo.
En 195 a.C. Celti Beles y otros cientos de jóvenes hispanos acaudillaban tropas que reunían a unos 12000 soldados, y todos serían dirigidos por dos veteranos generales hispanos, Búdar y Besadin.
La batalla llegó ese mismo año. Roma estaba asustada porque la rebelión había hecho retroceder a sus legiones hasta la costa pocos años antes. Ese año había sido designado como pretor de la Citerior el noble romano Quinto Minucio, y todos los ojos de la República estaban pendientes de su actuación, podríamos decir que Roma tenía miedo.
Los dos ejércitos, como bien nombra Tito Livio (Ab Urbe Cóndita), se enfrentaron cerca de Turdam oppidam. Las legiones de Minucio se desplazaron desde el noreste, desde el Ebro, pasando por Saguntum y Edeta, y cruzaron las estribaciones de los Mons Idúbeda (Sistema Ibérico) bordeando el río Tyris (Turia). Los de Búdar y Besadín reunieron a los guerreros de todos los Estados hispanos que vinieron a ayudar en las afueras de su capital, Turda. Vinieron guerreros de Lobetum, de Xelin, de Icalos, de Pucialia, de Aras, de Orces, de Condabora, de Laxta, de Secobirices, de Bursada, de Attaca, de Bilbis y hasta de Caesada, entre otros. Una amplia llanura dividía la distancia entre los dos ejércitos, y los dos confiaban en su potencial y en la estrategia que les haría vencer.
Las atalayas y puestos de vigilancia turdetanos avisaron del avance de las legiones, y los hispanos dieron la orden de ponerse en marcha hacia la batalla. Al anochecer ambos ejércitos estaban a la vista, cada uno de ellos sobre una de las suaves colinas que destacan sobre las llanuras de cereales, encinas y alcornoques que llenan el interior del Estado turdetano.
Celti Beles tenía bajo su mando 91 guerreros, 8 honderos, 73 infantes y 10 jinetes. Otros 16 señores guerreros turdetanos le acompañaban bajo las órdenes del dux de Turda, Bobaintinba. Los guerreros aportados por los turdetanos ascendían a un total de 1850, cerca del 15 por ciento del total de los hispanos.
Celti Beles vestía la ropa militar que le distinguía como guerrero y señor de los suyos. Llevaba un casco tipo montefortino de bronce, con un largo plumaje que brotaba de lo alto del pitón; una túnica blanca decorada con cenefas de colores; una greba circular al pecho; un escudo redondo con umbo de bronce del que emergía una cabeza de jabalí; una falcata damasquinada de hierro; un cuchillo afalcatado, y una lanza larga. Se erguía sobre un musculoso corcel castaño, cuya monta era la envidia de otros jinetes guerreros turdetanos.
Aquella noche Celti Beles durmió profundamente, pues la ilusión y el orgullo de demostrar su valía como guerrero en la batalla le hizo relajarse. Sus ancestros estuvieron orgullosos de él.
Al alba los generales habían distribuido los cuerpos de ejército hispanos, en honderos, lanceros y arqueros, cubriendo al cuerpo de infantería. Los jinetes se dispusieron en los laterales para poder realizar un movimiento envolvente hacia el oponente. No era la primera vez que los veteranos hispanos luchaban contra legiones, ni estos legionarios la primera que lo hacían contra hispanos. Ya se conocían.
Celti Beles visualizaba las largas hiladas de guerreros que se perdían en la lejanía, al frente los guerreros que disponían de escudos, algunos de ellos ovalados y otros circulares. Él esperaba las órdenes de sus generales para realizar su ataque junto con el resto de la caballería.
Ambos ejércitos recibieron la orden de avanzar, y se cruzaron por el aire flechas, ondas y lanzas, hasta que las infanterías llegaron al choque frontal. Era el turno de la caballería, Celti Beles espoleó fuertemente a su caballo, y todos juntos al galope arribaron al centro de la batalla. Enarbolaron sus lanzas, Celti Beles derribó a varios enemigos hasta que su caballo quedó paralizado, momento de la lucha en el que un jinete hispano debe bajar de su montura y blandir su falcata de doble filo. Desde su perspectiva no podía conocer el balance de la contienda, tan sólo defendía su posición junto a sus compañeros guerreros, mientras la sangre y los miembros sesgados le envolvían. Para esto había sido preparado desde su niñez, sus ancestros estuvieron orgullosos de él.
Sin darse cuenta, el litigio se fue decantando hacia el lado de los de Quinto Minucio, alrededor de él cada vez había más infantes romanos, y sus compañeros iban cayendo heridos. Con su caetra y su falcata, Celti Beles terminó rodeado de enemigos, y ya no pudo evitar que una lanza atravesara su espalda. Cayó al suelo, y desde allí, languideciente, observó cómo huían despavoridos miles de soldados hispanos, y como otros tantos yacían muertos, mientras uno de sus generales, Búdar, había sido capturado. Habían perdido la batalla, lo que implicaba que su gente tendría que sucumbir al vasallaje y a la explotación de Roma, razón por la que todos ellos estaban ofreciendo sus vidas.
Sobre la llanura turdetana quedaron miles de cadáveres de jóvenes hispanos, y entre ellos, el de Celti Beles, con su casco de penacho, su escudo con el dibujo de su gentilitate, su túnica blanca enrojecida de sangre y la falcata agarrada a su mano.
Las postrimerías de toda batalla, llevan a los vencedores a recoger a sus heridos y a rematar a los del enemigo. Después, se permite a las familias buscar a sus caídos y trasladarlos para darles sepultura, mezclando la generosidad con la prevención de plagas. Quizás sea por eso que apenas guardarán restos humanos los lugares de aquellas batallas.
Los Beles buscaron a los suyos ente los cadáveres, hasta que los encontraron, de aquellos 91 que salieron del oppidum turdetano, no regresaron 42, que quedaron inertes en el campo de batalla junto a su señor guerrero Celti Beles.
Sabemos que en la batalla de Turda venció Quinto Minucio, porque así lo aseguró en una carta que mandó a Roma, donde produjo un gran alivio. Murieron miles de hispanos, y uno de sus generales, Búdar fue capturado. Así lo atestigua Tito Livio en su obra Ab Urbe Cóndita.
Celti Beles. El cortejo fúnebre.
La costumbre del S II a.C. era que los fallecidos fueran incinerados en una pira, y sus cenizas recogidas en urnas cinerarias junto a sus ajuares. Así lo hicieron los turdetanos con sus guerreros, salvo con su señor, Celti Beles.
Celti Beles era un equus, un señor guerrero jinete de la nobleza turdetana, y había muerto combatiendo como un héroe. Las viejas costumbres hispanas le reservaban un lugar especial en lo más alto del cielo, entre los dioses y sus ancestros.
El cadáver de Celti Beles fue conducido hasta el santuario de los dioses del río Madre. Un cortejo ataviado para la ocasión custodiaba el viaje del carro que le portaba por entre los montes. Plañideras y flautas llenaban de sonido los barrancos solitarios recorridos. La comitiva llegó hasta el montículo que descendía hasta el santuario, una pendiente de 300 metros conducía hasta él. La visión del lugar conmovía, un imponente peñasco parecía haber surgido del fondo del valle empujado por los dioses, que estaba protegido por unas fuertes murallas de mampostería y adobe, vigiladas por una gran torre. Para pasar a él unas estrechas escaleras rodeaban la torre, y tras los muros se escondían las casas de las sacerdotisas y los sacerdotes, donde ejercían sus dotes mágicas a cambio de ofrendas y dádivas. Por una fuerte pendiente y un muy estrecho camino se subía hasta una balsa labrada en la roca donde se hacían las ofrendas, en un entorno de agua y a veces sangre. Desde lo más alto de la roca sagrada la naturaleza ofrecía el fértil valle del río Madre en su sentido más espiritual. Era necesario realizar continuas ofrendas a la diosa de la naturaleza para poder obtener provechosas cosechas, lo cual recordaban con buena fe los sacerdotes del Castillejo, lugar del que hablamos.
La comitiva fúnebre llegó a la base de la roca santuario, donde le esperaban sacerdotes y sacerdotisas. En la cima de la roca el sacerdote principal y sus ayudantes sacrificaron un cabrito, cuya sangre regó la balsa dedicada a la diosa. Relató desde allí en voz alta y profunda unas oraciones dedicadas a los ancestros de los Beles, a los que enumeró con sus nombres y apellidos, y a los que encomendó el alma del guerrero muerto.
A continuación el cuerpo de Celti Beles fue conducido a la piedra ritual. Bajo la roca sagrada, a unas decenas de metros, una losa de piedra con forma de mesa se ofrecía recayente hacia la madre naturaleza, hacia la diosa que la domina. La mesa de piedra está en medio de un conjunto de imponentes cortados sobre el fértil río Madre, y esos cortados crían bandadas de buitres, animal sagrado de los cielos que une la corporalidad de la tierra con la espiritualidad del aire. Transporta la carne material y la transforma en alma, pero sólo la de los elegidos.
El cuerpo de Celti Beles, el guerrero, fue depositado encima de la gran losa, y despojado de toda vestidura. El cortejo abandonó lentamente el santuario, dejando ante la toda poderosa naturaleza, bajo la potestad de la diosa, el cuerpo y el alma de un héroe.
Buitres negros volaban a gran altura sobre los profundos cortados…
Unos días después la familia volvió a la piedra sagrada. Alegres observaron que el alma de su guerrero había ascendido a los cielos mediante su carne. Recogieron sus huesos desnudos, los llevaron a la tierra sacra de sus antepasados, y allí enterraron sus restos según la costumbre. Incineraron los restos, los metieron en una lujosa urna decorada y adjuntaron su ajuar de guerrero tras haberlo inutilizado doblando su falcata, aplastando su casco y rompiendo su escudo.
Allí yace Celti Beles, hijo de Balcenius, nieto de Daudin, héroe guerrero del pueblo turdetano, muerto en combate por defender el honor de sus ancestros. En una suave colina, bajo una capa de fina de tierra arcillosa, comparte la eternidad con las almas de los nunca olvidados.
Autor: Javier Jordá Sánchez
Aclaración:
«Este es un relato novelado sobre la base de hechos reales, sobre la de restos arqueológicos, con topónimos y antropónimos contrastados históricamente, pero adaptados a unos sucesos personales que podrían haber ocurrido así, pero que son imaginados»
Bibliografía:
«Ab urbe cóndita». Tito Livius.
«Geographia». Claudio Ptolomeo.
“Ir al Castillejo numerosas veces, observar lo que ven mis ojos, y pensar qué hubo allí”. Yo mismo
“Artículos en general de los que he escrito yo mismo”