En la segunda mitad del siglo XVII, los ejércitos europeos aumentaron su tamaño y la Francia del Rey Sol fue capaz de poner en el campo de batalla cerca de 300.000 soldados, con los que acometió a una buena parte de los Estados de la Europa Occidental, como los de la angustiada Monarquía hispánica. Poner en pie semejante fuerza distó de ser una labor sencilla y al excesivo dispendio de dinero se unió la enorme movilización de personas, pues las unidades de mercenarios distaron de completar huestes tan numerosas. A Luis XIV, según Pierre Goubert, no le correspondió el histórico honor de alinear por vez primera juntos a soldados profesionales y milicianos en el campo de batalla al modo de la Revolución, pero sus ministros sí terminaron desplegando fuerzas milicianas, especialmente durante la guerra de Sucesión Española, que tantos recursos devoró. Los jóvenes solteros menores de treinta años fueron requeridos en términos enérgicos para formar parte de tales unidades, que suscitaron verdaderas epidemias matrimoniales para evadir tal servicio. Muchos se fugaban de camino y las tropas regulares debieron emplearse en perseguir a tales insumisos por los parajes de Francia. Sus efectivos se completaron a la fuerza con levas de vagabundos y vagos. Las milicias dieron pie igualmente a pagos monetarios para compensar malos resultados en la recluta y allegar oportunos fondos. Con todo, los milicianos que entraron en combate se comportaron con distinción a las órdenes de oficiales diestros. A su disciplina, se añadió el uso de los nuevos fusiles y de las bayonetas que hacían innecesarias las vetustas picas, tan presentes en formaciones militares anteriores.
Los problemas de la Francia del Rey Sol ya fueron vividos por la España de los Austrias Menores, acuciada por la merma de población y los compromisos militares. Desde finales del siglo XVI, se había intentado poner en pie una milicia en el reino de Valencia. Tras los sinsabores de la Unión de Armas, los ministros de Felipe IV quisieron fomentar los tercios provinciales castellanos, que dieron los mismos quebraderos de cabeza que los apuntados para Francia, por lo que se prefirió cobrar el servicio de milicias incluso a las viudas. Hacia 1693, con una profesión militar devaluada socialmente, los gabinetes del endeble Carlos II pretendieron insuflar nuevos bríos a las fuerzas milicianas de la Corona de Castilla, prometiendo honores y consideraciones a los hidalgos que sirvieran como sus capitanes. La necesidad de reformar el ejército español durante la guerra de Sucesión resultó acuciante y las fórmulas puestas en práctica en Francia encontraron terreno de sobra abonado en España. Muchos castellanos lucharon voluntariamente con bravura por Felipe V contra las fuerzas de Carlos de Austria. Se estableció el ejército de quinta y los regimientos provinciales castellanos llenaron así sus distintas plazas. El absolutismo francés no dejó de llevar a puerto el español.
Requena, como otras plazas castellanas fronterizas con la Corona de Aragón, tomó claro partido por Felipe V y su milicia o hueste municipal luchó en tierras valencianas y en defensa de la misma plaza. Su esfuerzo no evitó su conquista por los de Carlos de Austria, por lo que el empleo de fuerzas más regladas por los borbónicos se hizo necesaria. Pasada la contienda, la reforma militar prosiguió en el sentido antes apuntado.
En las instrucciones de 1718 para la leva de cinco soldados, cada compañía de los cincuenta y cinco batallones de las tropas reales se aumentó con diez hombres más, entre los dieciocho y los cuarenta y cuatro años. No pocos se evadieron, como ya era habitual, y se recurrió una vez más al expediente de los presos. En 1720, con las ambiciones mediterráneas de la España borbónica por medio, se dieron instrucciones más precisas para el sorteo de soldado. A nuestro partido correspondieron dos soldados quintados, pues tal era la forma de dispensar a la generalidad de los vasallos del rey la paz que compensara de los trabajos de la guerra, según la propaganda oficial. Se exoneró a los pastores de ganado lanar, a los carreteros de la Cabaña Real, a los bataneros o a los fabricantes de lana y seda. También se dijo que no se admitirían a vagabundos y desertores, pero sí en cambio a robustos varones de dieciocho a cuarenta y cuatro años de una altura de al menos siete palmos y medio (un poco más de un metro y medio), duchos en el manejo de las armas y sin cargas familiares como estar al cuidado de progenitores ancianos. En Requena, como en otros puntos, los curas párrocos ayudaron a las autoridades municipales en las labores de reclutamiento.
Los Borbones españoles lograron disponer de un ejército renovado, con los mismos vicios y virtudes que otros del resto de Europa, pero su aceptación social fue variable. En la década de 1730, varios prohombres requenenses se quejaron que las quintas mermaban la labranza, pues muchos mozos preferían convertirse en tejedores de seda para rehuir los sorteos. Lo cierto es que el impulso local de la sedería ofreció otros alicientes más a aquéllos. En 1769, once mozos fueron declarados exentos en la parroquia de San Nicolás y treinta y uno en la de Santa María; por cargas familiares, trece y veinticuatro respectivamente; y por falta de talla, cincuenta y dos y setenta. Conseguir soldados según los estándares exigidos resultó ciertamente penoso.
Requena contribuía con treinta y tres soldados al regimiento provincial de Chinchilla. Al morir en 1793 uno de ellos, parroquiano del Salvador, en el hospital de Cartagena, se tuvo que sortear otro para sustituirle. Mozos y viudos sin hijos de dieciséis a cuarenta años entraron en el sorteo. Se apercibió a los esquivos moradores de los caseríos y se fijó bien el aviso en las ermitas. En la sala capitular municipal, el procurador síndico supervisaría la medición de los candidatos. De una lista de doscientos cuarenta y un individuos, ochenta y tres no alcanzarían la talla exigida. Como luego vinieron las alegaciones de estar a cargo de padres sexagenarios, el sorteo tuvo que repetirse varias veces.
En los sorteos de los atribulados años sucesivos, se adujeron nuevos motivos de exención. En 1797 se afirmó con rotundidad la de tonsurados y menores dada en 1767. En el belicoso 1803, el inspector de milicias sostuvo que los guardias de montes adscritos a la dotación de marina no la gozaban. Durante la guerra de la Independencia se hicieron triquiñuelas para burlar el servicio, aunque luego algunos se acogieran a las más libérrimas guerrillas, y el descontento popular por las quintas pasó al final al resto de nuestra Historia Contemporánea.
Fuentes.
ARCHIVO HISTÓRICO MUNICIPAL DE REQUENA.