Sentado en las bancadas de fría madera junto a la capilla de la Soterraña, tantas veces lo he hecho en mi vida.
Cada vez que escucho el silencio del viejo templo carmelita arrabalero, cuando percibo el susurro silbante de la homilía del cura del Carmen, me concedo unos momentos para que mi cabeza piense. No puedo evitar pensar.
La levedad del entorno me invita a observar los nervios de la bóveda cruzando las alturas, las imponentes pinturas de San Elías que guardan el altar, los dibujos de la azulejería barroca colocados de manera tan disforme que embellecen, los ornamentos góticos escondidos bajo el prepotente barroco y el comedido neoclásico.
Pienso en todos aquellos que han pisado durante ochocientos años el lugar desde el que observo. Gentes antiguas, con vestimentas de lana, de lino, de terciopelo, de algodón, de poliéster. Gentes muy creyentes y gentes que nada creen. Gentes de altos vuelos o de baja ralea. Gentes.
Hoy acompaño a mis amigos en momentos tristes, momentos que todos hemos vivido, tantas veces en nuestro templo arrabalero del Carmen. Ellos siempre nos acompañan, y nosotros a ellos. El Carmen tiene algo especial, los espíritus de todos los nuestros han partido hacia el Cielo desde aquí, tantos de los ancestros de mis amigos lo han hecho, tantos de los míos han separado su alma de su cuerpo desde el altar de San Elías y la Virgen de los Dolores.
Hoy hemos visto partir un alma bondadosa tras un impasible haz de luz penetrante, que nos deslumbra, que nos impide percibirlo. Cambiamos los requenenses, pero el haz de luz es y será siempre el mismo.