En 1859, con posterioridad a sus Antigüedades de Requena, el prolífico José Antonio Díaz de Martínez puso su atención en los vestigios arqueológicos de la casa de don Leonardo o Calderón en el eremitorio de San Juan, lindante con la jara, y escribió una breve y sustanciosa Memoria descriptiva de una ruina romana. Sus ideas sobre la Antigüedad reflejan como no podía ser de otra manera las de su tiempo, aunque también avanza algunas de nuestro tiempo. Dedicamos, pues, este breve artículo a la perspicacia de Díaz de Martínez, cuya semblanza biográfica ha sido acometida con maestría por Marcial García Ballesteros en estas Crónicas históricas de Requena.
El gusto por las antigüedades.
Entre los europeos cultos hubo una gran afición desde el Renacimiento a coleccionar los objetos de la civilización clásica. En el siglo XVIII las colecciones de antigüedades ganaron todavía más prestigio a raíz de las excavaciones en Pompeya y Herculano, promovidas por nuestro Carlos III cuando era rey de Nápoles. El neoclasicismo se difundió en este ambiente de respeto y admiración por los griegos y los romanos.
Díaz de Martínez no fue un arqueólogo en el sentido que le damos ahora; es decir, una persona que realiza una pesquisa para descubrir los vestigios total o parcialmente sepultados del pasado. Como él mismo reconoce, su descubrimiento se debía a los avances de la labranza.
Con la mente puesta en constituir una galería de antigüedades o la sección arqueológico-paleográfica del museo conciliar del obispado de Cuenca, puso su atención en especial en piezas como los recipientes funerarios o las medallas, atendiendo a su relación con las lápidas de Campo Arcís. La epigrafía se encontraba en pleno auge, lo que a la larga proporcionaría grandes conocimientos de la civilización romana.
Nos encontramos todavía lejos de los planteamientos de la llamada arqueología espacial, aunque nuestro autor apuntó con su gran curiosidad algunos de sus elementos. Su criterio también le llevó a tener una idea clara de la civilización romana en nuestras tierras.
Tiempos de pasada grandeza.
Don José Antonio tomó de los ilustrados la idea de la merma de la población hispánica desde el fin del imperio romano. Mientras autores como Cadalso hicieron mayor hincapié en la extenuante historia de invasiones y guerras de la Península, otros como Townsend se mostraron más implacables con los obstáculos sociales y políticos a la hora de explicarla.
Hoy en día consideramos erróneo tal planteamiento, aunque nuestro autor lo dio por válido. A partir de los caseríos de la vega y del resto del término requenense creyó ver los vestigios de la grandeza de la antigua población, pese a que gran parte de aquéllos dataran del siglo XVIII. Tras el nombre de Oleana creyó descubrir un antiguo mar de olivares.
&Sin descartar guerras como la sertoriana, la de Julio César contra Pompeyo o la invasión musulmana, dentro de esquemas habituales de explicación, atribuyó particularmente a la indolencia de las generaciones coetáneas tal decadencia de la población y de la labranza, emparejamiento muy del gusto de la fisiocracia. Su optimismo cristiano fiel al creced y multiplicaos le alejó de Malthus, y su prudente conservadurismo a no entrar en controversias sobre la influencia de la estructura social y de las transformaciones liberales en el crecimiento demográfico.
El paraíso perdido.
Lo que en 1859 era territorio de secano, en tiempos romanos gozaron de los beneficios del regadío, según nuestro autor, gracias a las acequias que transportaban las aguas sobrantes de riego o los azarbes. Su interés por los sistemas hidráulicos se enmarcó en un tiempo histórico en el que en Requena se introdujeron cambios en la forma de riego, se deslindó la propiedad del agua de la del terrazgo y se puso en pie una junta de regadío.
Sus observaciones geológicas le llevaron a mantener que el ahora modesto río Oleana conformó un verdadero lago. Una atractiva naturaleza se abrió en el pasado a la iniciativa de la laboriosidad romana.
Los activos romanos.
Díaz de Martínez tuvo la doble condición de erudito de la historia del arte y de veterano eclesiástico avezado en las complejidades reflejadas, dentro de unos límites, en los libros de obra y fábrica, donde se anotaban los dispendios e incidencias de construcción, mantenimiento, ampliación o rehabilitación de un edificio religioso.
Comparó la trabazón de la argamasa de los vestigios localizados en Calderón con los del teatro pompeyano. Sostuvo que la cantería moderna nada tenía que envidiar a la moderna, empleándose sus piezas posteriormente en otras construcciones.
La finura de los mármoles empleados le hizo postular que serían transportados desde lejos y la perfección de la cantería le indujo a postular un sistema que caracterizó de fabril. Desde este punto, Díaz de Martínez sería un avanzado. En el 2014 Simon Elliott ha defendido que en la Britania romana se produjo una auténtica revolución industrial impulsada por el comercio fluvial y marítimo y la construcción de embarcaciones, vitales para una sociedad más urbana que la precedente. La construcción de muelles incrementó la talla de mármoles y la de anclas favoreció la metalurgia.
A Díaz de Martínez no se le escapó que la opulenta sofisticación de los romanos se sustentó a espaldas del trabajo esclavo, que ahorraba muchos jornales, lo que pone en cuestión algunos de los planteamientos enunciados por Simon, dicho sea de paso. De todos modos, don José Antonio interpretó nuestra ruina romana como una almazara, ejemplo de vida industriosa a la sombra de los olivos.
El genio español.
La romanidad del hallazgo arqueológico no hizo renunciar a Díaz de Martínez de su españolidad, en un tiempo en el que el nacionalismo ganaba adeptos y prestigio. Entre 1850 y 1867 Modesto Lafuente publicó su voluminosa Historia General de España, ejemplo de tal tendencia. Precisamente en diciembre de 1859, meses después de la aparición de la Memoria, el ejército español comenzaría el ataque contra el sultanato de Marruecos en un clima de exaltación patriótica considerable.
Según el nacionalismo decimonónico, la nación se forjaba de la reunión de territorio, etnia, idioma, costumbres e Historia, pero era algo más que una simple amalgama, ya que disponía de un genio muy propio, motivo particularmente desarrollado por el idealismo germánico. El genio español, por ejemplo, sería capaz de conquistar a los conquistadores y de transformar a los romanos en hispano-romanos.
La gloria de Dios y la Iglesia.
José Álvarez Junco nos ha advertido en su espléndida Mater dolorosa que al principio los conservadores católicos no se sintieron seducidos por el nacionalismo, al considerarlo una manifestación del liberalismo que ensalzaba la soberanía nacional. Sin embargo, el eclecticismo de mediados del siglo XIX favorece el acercamiento de la Iglesia al nacionalismo. Desde esta óptica, el genio español realizaría una nueva ofrenda a Dios, cuya grandeza se manifestaría en el paisaje descubierto.
No se le escapó a Díaz de Martínez la importancia de las ermitas en el territorio, lo que le llevó a reclamar una nueva iglesia parroquial en San Juan apelando a la laboriosidad de la que hicieron gala los romanos. No es nada casual que el opúsculo estuviera dedicado al obispo de Cuenca Miguel Payá y Rico, preocupado también por el mundo histórico y que con el tiempo reanimaría el Camino de Santiago.
Una propuesta social.
En el fondo nuestro autor bosqueja una verdadera propuesta de sociedad, muy acorde con el moderantismo liberal, la del ruralismo. Su supuesta granja romana combinaba agricultura y actividad fabril, muy del gusto del Campomanes del fomento de la industria popular, alejada de las grandes concentraciones industriales saturadas de problemas sociales. Este ilustrado tardío plació de la expansión de la viticultura en nuestra comarca, lo que no dejó de expresar en su visión de nuestro pasado romano.