El medio rural español, como bien es sabido por todos, ha ido vaciándose desde hace décadas, como consecuencia de la mecanización de las actividades agrarias y el avance de la industrialización en los núcleos urbanos, base del conocido éxodo rural.
La Meseta de Requena-Utiel no escapa a esta realidad, un dramático fenómeno el de la despoblación del que estamos siendo testigos aún hoy día y cuyo futuro se presenta trágico, pues ya no solo caseríos o aldeas se ven desprovistas de vecinos, sino que las dos cabeceras comarcales empiezan a ver peligrar su contingente demográfico en los últimos años. A pesar de ello, son los primeros los que más riesgos tienen de quedar como meros recuerdos del pasado, de un modo de vida abocado a su total desaparición, precisamente porque parten de una población sustancialmente menor.
Por su parte, no ha de considerarse que estos núcleos menores se encuentren todos ellos en la misma situación. Casas de labor y pequeños caseríos, buena parte de ellos situados en fincas particulares, han corrido una peor suerte, con un avanzado estado de ruina en multitud de ocasiones, cuando no la desaparición total de poblamiento. Uno de los últimos ejemplos ha sido el derribo de la Casa de Los Pozos, en las proximidades de la aldea requenense de campo Arcís, este pasado 2018. La Casa del Vaquero, la Casilla Herrera o la Casa de la Mislatilla son algunos de los casos más extremados, en los que apenas se reconocen restos de la edificación. Los grandes caseríos tampoco han corrido una mejor suerte en su mayoría, encontrando entre ellos a Hórtola o Los Sardineros, en la vertiente del Cabriel y que llegaron a contar con decenas de habitantes en su máximo apogeo, con buena parte de las edificaciones deterioradas y arruinadas, si bien es cierto que algunos de los cuales todavía albergan población de forma permanente.
Las aldeas, tan numerosas en la comarca y que dan fe de nuestro característico poblamiento disperso, no han dejado de perder población desde los años 50, alcanzando en algunas cifras dramáticas como en el caso de los 13 habitantes de Casas de Cuadra y de Villar de Olmos o el último censado en Fuen Vich (2018). Buena parte de estos núcleos apenas ha quedado como lugar de segunda residencia, especialmente para la época estival o las festividades locales, razón por la que todavía se conservan gran parte de las viviendas en buen estado e, incluso, en algunas de ellas se han realizado importantes obras de rehabilitación. El mantenimiento de la exigua población existente pasa sin duda por la conservación de ciertos servicios básicos como pequeñas escuelas o consultorios médicos en las mayores pedanías y la existencia de bares, hogares de jubilados y centros culturales, como espacios de ocio y reunión entre los vecinos.
No obstante, el futuro de estos espacios no puede pasar únicamente por la cuestión anterior, pues el conjunto poblacional está ciertamente envejecido, incrementándose la edad media en las aldeas de menor población, con escaso dinamismo económico.
Una de las soluciones que se plantean ante esta problemática es el desarrollo de actividades no agrarias, si bien se complementan con las del sector primario, como el turismo rural, que apuesta por explotar de forma sostenible los recursos que nos ofrece el capital territorial natural, como alternativa al clásico turismo de sol y playa de carácter estacional.
El reconocimiento de la zona como espacio turístico de interior es posible gracias al rico patrimonio cultural que encierra la comarca; desde los cascos históricos de Requena y Utiel hasta la llamada arquitectura del agua (azudes, acueductos, norias, balsas) en buena parte olvidada; pasando por las casillas y casas de campo, que nos recuerdan una arquitectura vernácula en gran medida desaparecida o enormemente transformada.
Asimismo, las veredas, cordeles y cañadas, deslindadas y señalizadas, que constituyen la verdadera “infraestructura verde” del interior desde hace siglos; los árboles monumentales, de los cuales contamos con decenas de ejemplares centenarios acompañando las casas de más solera; los antiguos viñedos en vaso de la variedad bobal, de los que todavía puede verse algún superviviente de los sucesivos arranques y hasta el Parque Natural de las Hoces del Cabriel, con sus vallejos y ramblas, o el río Magro, en un relativo buen estado tras décadas de intensa contaminación, suponen los principales atractivos naturales de la comarca.
No hemos de olvidar, por tanto, el legado de nuestros antepasados, que fueron capaces de roturar miles de hectáreas de tierras no cultivadas dedicadas a dehesas y montes blancos para pasto de ganados, en grandes labores destinadas a la producción cerealista y vitivinícola, surgiendo así gran parte de las aldeas y caseríos a los que se hace referencia.
Tampoco, pues, el modo de vida que mantenían, basado en la autosuficiencia gracias al cultivo de huertas, siembras y viñedos y la explotación de los cercanos montes (fornilla, leña, madera, carbón), formando un paisaje mosaico típicamente mediterráneo, que combinaba secanos, regadíos y forestas, atesorando una gran biodiversidad en cuanto a comunidades vegetales y animales. Soberanía alimentaria, consumo de proximidad o producción agroecológica, conceptos que se presentan como de nueva creación por diversos colectivos, estuvieron muy vigentes hasta hace pocas décadas en estos espacios, en buena parte por la necesidad y los escasos recursos económicos de la mayor parte de la población.
El abandono de pequeñas fincas antes cultivadas por su escasa rentabilidad, con la colonización descontrolada de un monte dominado por el pino carrasco, especie pirófita, siendo el fuego su más eficiente mecanismo de dispersión, es una de las principales causas de los incendios forestales de gran parte del área mediterránea.
A esto, ha de sumarse la concentración parcelaria, con la eliminación de ribazos y hormas, en ciertas zonas; o la llegada de algunas enfermedades, como la grafiosis de los olmos, que ha cambiado por completo los ecosistemas fluviales, como los factores de degradación ambiental de la zona, visibilizada en un aumento de la erosión en espacios como las laderas aterrazadas o los cauces de los ríos por la desaparición de las olmedas y otras especies riparias.
Por estas y otras cuestiones, ha de defenderse, conservarse y promocionarse el rico patrimonio natural que todavía mantenemos, en ocasiones olvidado, como motor de desarrollo de nuestras aldeas y caseríos que conforman, como se ha comentado, un característico poblamiento disperso, en riesgo de desaparición en el transcurso de pocas décadas si se mantienen las previsiones de la caída continuada de población.