Las comunidades del Paleolítico fueron recolectoras y cazadoras. La investigación ha reconocido desde hace décadas su capacidad para adaptarse a las condiciones de un medio ambiente cambiante. Sabrían evitar la aniquilación de ciertas especies respetando los períodos de cría, y según los más optimistas gozarían de bastante tiempo libre, que dedicarían en parte al ocio creativo plasmado en el arte rupestre. A la humanidad cazadora tomaría el relevo la agricultora y ganadera, en una verdadera revolución económica. Con todo, los seres humanos prosiguieron cazando por motivos muy diversos, más allá de los meramente alimenticios. En los poblados de la Edad del Bronce del continente europeo, sus agricultores también fueron consumados cazadores para proteger sus plantíos y sus ganados. Por encima de tales circunstancias, la actividad cinegética emergió como la demostración del poder aristocrático, desde Asiria a la Europa medieval, demostración de la heroicidad del protector de la comunidad, bien capaz de abatir a la temida bestia.
La caza fue de utilidad también para los humildes, que así podían complementar en la medida de lo posible su dieta. Los señores de la Europa feudal intentaron por todos los medios quedarse con tan preciado recurso, reservárselo. Robín Hood, cuyas primeras composiciones datan del siglo XV, ejemplificaría a nivel popular este tira y afloja. Los municipios de la Castilla medieval fueron agraciados por sus reyes con los montes y tierras de sus términos, con importantes recursos cinegéticos. Su aprovechamiento fue regulado por sus ordenanzas municipales. En las Cortes de 1252, por encima de tales normas particulares, se optó por establecer la veda de caza desde Carnestolendas a San Miguel, con la intención también de evitar daños en los cultivos por parte de los cazadores y de sus expeditivos auxiliares caninos. La real pragmática del 5 de agosto de 1552 la acortó del 1 de marzo a fines del mes de junio.
En la España del siglo XVIII se quiso regular la actividad cinegética, en línea con las ordenanzas emanadas por la autoridad central de la monarquía. Desde comienzos de aquella centuria, habían servido para dar la pauta los Reales Sitios, donde la familia real podía disfrutar de su pasión por la caza, ya ensalzada por Alfonso X como medio adecuado para serenarse mentalmente y ganar agilidad corporal los gobernantes. La ordenanza del bosque de El Pardo del 14 de septiembre de 1752, con ciertas modificaciones del 26 de febrero de 1753, sirvió al respecto. Fue difundida a los intendentes con fecha del 7 de marzo de 1754.
En Requena fue dada a conocer el 6 de marzo de 1756, el 18 del mismo mes en Fuenterrobles, el 19 en Venta del Moro, el 24 en Camporrobles o el 25 en Caudete.
Se vedaba la caza desde el 1 de marzo hasta finalizar julio, además de los días fortuna y nieves de los meses restantes. Se protegía en teoría a las crías de toda especie. En todo momento se encarecía que no se empleara escopeta, disparando desde un muro contra las aves. Tal arma solo podría ser empleada en defensa particular en camino. También se prohibía de la misma forma el empleo de canes como lebreles, galgos, dogos o alanos; aves de reclamo como orzuelos, perdices o perdigones; venenos como la jara blanca y el torvisco; y elementos como lazos o redes.
En consecuencia, la caza se pretendía reservar a una minoría, pues solo los nobles y las personas honradas podían disponer de escopeta y trampas más allá del período de la veda. Los hacendados y los arrendadores de las tercias reales gozarían del derecho a contar con dos podencos y a poder acabar con las molestas aves de rapiña u otras nocivas para los cultivos.
A partir de ese momento, individuos como el presbítero requenense Bartolomé López manifestaron ante la autoridad un perro y sus redes de caza. La reglamentación del bosque de El Pardo también se preocupó de preservar otra especie, la del aristócrata cazador. Otra cosa es que evitara la caza de los humildes.
Fuentes.
ARCHIVO HISTÓRICO MUNICIPAL DE REQUENA.
Órdenes y circulares. Expediente sobre la caza, nº 10142.