A Fernando Serrano Toledo “el Cuco”,
tan bueno amigo como pescador.

(Todas las fotografías en el artículo: Marcial García Cañabate)
Si alguna ventaja puede haber surgido de este confinamiento obligatorio, una de ellas sería la de volver a apreciar los placeres sencillos, como releer viejos libros, visionar antiguas películas o repasar ajados álbumes de fotografías familiares. Esto último, cuando se es hijo de fotógrafo, tiene el peligro de que afloren los recuerdos de la niñez y uno confunda historia con nostalgia. Algo que el investigador no se debe permitir, pero el ser humano no puede evitar.

De entre los recuerdos de infancia, uno de los que con más fuerza se ha quedado en mi memoria es el de las salidas de pesca. Antes de que la palabra “ecología” cobrara fuerza, antes de que encontrar un río limpio fuera tarea detectivesca, antes de que se acotaran los ríos trucheros y existieran las sociedades de pescadores, nuestros padres cogían la caña, metían a la familia en el coche y se iban a pescar.

A veces, lo de llevar de pesca a la familia era por cumplir. Lo que verdaderamente gustaba a nuestros padres (tal vez no a nuestras madres) era levantarse a las cuatro de la mañana, reunirse con los amigos y conducir cien o doscientos kilómetros, en busca de percas, carpas y del por entonces rey de ríos y pantanos españoles: el lucio.

Ya no puedo preguntarle a mi padre cómo empezó su afición a la pesca pero, por fortuna, quedan sus fotografías, mi corta memoria y, sobre todo, los cariñosos recuerdos de alguno de sus amigos pescadores con los que todavía y con orgullo, mantengo buena amistad. Tal es el caso de un “jovencito”, el chiquillo del grupo: Fernando Serrano, “el Cuco” para los amigos.

Por él sé de un grupo de aficionados a la pesca que, a finales de los cincuenta y durante los sesenta, eran conocidos como “La Crisanta”, denominación cuyo origen se me escapa. En este grupo estaban personajes como Paco Bolós (el de los ultramarinos), Pepe Roda (el barbero), Antonio Carrión (padre e hijo, este último dependiente de la farmacia Leal), Pepe Blanco, Poli (de la tienda de La Portera), Eulalio (del horno del Portalejo) y otros.
A tiempos humildes, aficiones sencillas… o casi sencillas. Mi padre, que sepamos, no había pescado nunca de joven. Desde que cogió la cámara de fotos y la bicicleta, primero, pasando después a la motocicleta, sus andanzas dominicales eran la visita a las aldeas, en particular al caserío de Sisternas, donde vivía la novia, para hacer fotografías en las fiestas patronales o en las labores del campo.

improvisado por la O.J.E. en Tabarla (febrero 1964).
Fue a raíz de su amistad con Andrés Zahonero Pardo, ebanista de Manolo “Chanfolín” y retocador de placas fotográficas en su tiempo libre (hoy sería experto en Photoshop), y con su hermano Joaquín (carpintero y músico de la Banda Municipal), cuando Marcial García Cañabate (1930) se aficionó a la pesca. A ellos se unió pronto Fernando “el Cuco” (1942), pintor de brocha gorda, doce años menor que Marcial, que alternaba la pesca con uno y otro grupo.

Pronto el cuarteto fue la envidia entre los pescadores. Mi padre, ahorrador de puño prieto, pasó de la moto con sidecar al coche en 1962, cuando adquirió un Renault 4/4 de segunda mano (V-30653), matriculado en 1956, con el que los amigos pudieron ampliar considerablemente su radio de acción, pasando del Magro y el pantano de Benageber (por entonces “del Generalísimo”), a los de Forata, Contreras, Alarcón o Buendía, entre Cuenca y Guadalajara, donde los lucios eran de órdago.
En una época en que las posibilidades de ocio de la ciudad se limitaban al baile dominical o festivo (para los de edad casadera) y el cine (para todos los públicos, aunque subiera de rombos), el campo, en sus diferentes versiones, era la salida lógica del fin de semana. Es por eso que los de nuestra generación y otras anteriores, conservamos tan gratos recuerdos de Pascuas, caza y otras salidas campestres como, en este caso, la pesca. Hablamos de unas décadas en que la palabra “contaminación” era desconocida en los pueblos. Para pescar solo hacía falta una licencia y una caña y si se salía para todo el día, hacer fuego y asar unas chuletas no estaba prohibido, solo era cuestión de conocimiento y sentido común. Las limitaciones políticas no trascendían casi nunca a la vida cotidiana.
La pesca de río, en su sentido más amplio, era todo un rito.

La impedimenta de un pescador era de lo más variopinta: la experiencia se medía por el número de cañas, al menos dos grandes para la pesca de pantanos y ríos trucheros y otra o varias pequeñas para la captura de peces vivos con los que atraer a los carnívoros. Varios carretes, también diferentes según la finalidad e hilo para los mismos, de tensiones diversas. Anzuelos, corchos, alicates de corte y de presión, tijeras, navajas, botas altas para meterse en el agua. Barzas adecuadas para el tamaño de los peces a capturar (mi abuelo materno las hacía de esparto), redecilla con mástil para coger los peces grandes, un botiquín básico (por si algún anzuelo se clavaba donde no debía), recipiente con tierra para llevar las lombrices y otros utensilios. Todo un conjunto de cachivaches que, por supuesto, había que guardar y que a nuestras madres les costaba más de un quebradero de cabeza porque, en casa, el espacio para aficiones era muy limitado.

¿Qué pasaba con los peces capturados? Pocas veces se devolvían al río. Había que mostrar el éxito a los amigos y por ello, en nuestro caso, las fotografías eran la prueba del logro conseguido. Mi madre no era especialmente aficionada a cocinar la pesca, sobre todo cuando, con el paso de los años, ya habíamos probado todos los tipos de peces: barbos, tencas, percas, carpas, truchas, lucios… Así que, si en la familia o entre los conocidos había quien gustaba de ellos, tras un buen día de pesca tocaba repartir el botín.

Si la salida de pesca era sólo de hombres y se iba lejos, lo habitual era emprender la marcha muy temprano. A veces sobre las cuatro de la madrugada ya estaban en el coche camino de Alarcón o Buendía. Si la pesca era en familia, se madrugaba menos, pero no crean que tanto. Cuantas veces salíamos a las seis de la mañana el matrimonio, los dos hijos y mi abuelo paterno, ciego de bastón, camino de Forata o de Benageber (por entonces Pantano del Generalísimo).
Si se iba al pez grande, carpa o lucio, unos días antes se hacía redada de peces vivos, barbos sobre todo, en el Magro, a la altura de Tabarla, aprovechando la vuelta para parar a descansar en la fuente de la Canaleja y llenar algunas garrafas con su excelente agua.
Y para pescar esos peces pequeños, mi padre y yo salíamos, provistos de azadas, a dar una vuelta por el estanque de Rozaleme o por las cercanías de la Fuente de Bernate, en busca de buenas lombrices de tierra, manjar para los peces. Recuerdo bien cómo mi padre intentaba enseñarme, con no mucha paciencia, a insertar el anzuelo en la pobre lombriz, de forma que esta cubriera todo el metal para poder engañar a los peces que, algunos días, se mostraban más listos que nosotros.
Para aquellos hombres, pescar una carpa de cinco o seis kilos o un lucio de diez o doce, era tener un día magnífico, sobre todo si sacarlo del agua había sido laborioso. En ocasiones, una vez enganchado tan magnífico ejemplar, su resistencia era encomiable y se tardaba un buen rato en cansarlo y sacarlo, algo que, a veces, necesitaba la ayuda de un segundo pescador que estuviera atento para cogerlo con el salabre[1]. Ese día se recordaba durante años y, con el tiempo, la historia contada de una buena captura difería bastante de los hechos reales. La exageración era parte consustancial de la pesca.

El 4/4 usado fue sustituido a principios de 1966 por un flamante Renault Gordini (V-154205), recién salido de fábrica. Mi padre fue toda su vida fiel a la misma marca. Fernando Serrano me ha contado en diversas ocasiones lo especial, por no decir puñetero, que era con sus coches, cosa que puedo corroborar de primera mano. Los cuidaba hasta el mínimo detalle. Una pequeña raya era motivo de disgusto y menos mal que los amigos ya lo tenían calado y sabían lo pejiguero que era con sus vehículos y con todo lo que le importaba. Prueba de ello es que, con el tiempo, perdió alguna de aquellas amistades de pesca, aunque no las mejores, que lo fueron para toda la vida, no solo por el buen carácter de Fernando y Andrés, sino porque las mujeres de todos, y mi madre entre las que más, forjaron amistades de las que no se rompen nunca, de las que se cuentan las intimidades y se recuerdan con el máximo cariño.

Esto me lleva a la pesca en su faceta de salida familiar. Conforme llegaron los hijos a aquellas parejas y las economías fueron mejorando, llegaron también otros coches y las salidas en grupo fueron más habituales.

Mi padre, siempre pionero, compró una tienda de campaña con la que dotar de sombra cualquier lugar cercano al agua, aunque estuviera alejado de los árboles. Si han visto ustedes alguna de esas películas de los años sesenta donde la familia, abuelos incluidos, viajan de vacaciones cargados hasta los topes, imaginen lo mismo pero tan solo para un día de pesca. Familia, pertrechos de pesca, mesa y sillas plegables, nevera con vino, gaseosa y trozos de hielo, carne, pan, fruta, tienda de campaña… No es de extrañar que en alguna ocasión, que recuerdo bien, tuviéramos que volver a casa en primera, desde Hortunas a Requena, porque el cambio de marchas se había estropeado.
“El Cuco” me ha recordado en más de una ocasión como el barro o el miedo a que el coche fuera por aquellos caminos demasiado cargado, hizo que mi padre obligara a los amigos a subir andando desde Tabarla a la carretera de Hortunas, con buena dosis de puñetería y demasiado exceso de precaución. Así era él.
La prole de todos los pescadores fue aumentando, los chiquillos fuimos creciendo y poco a poco protestando más y más de aquellas salidas, que nos impedían quedar el domingo con los amigos. En nuestro caso, fue casi parejo el cambio de coche al Renault 12 (V-9791-C) (octubre de 1972), la llegada de un nuevo hermano (abril de 1973) y la construcción de una casita de campo en El Reatillo (1974), lo que focalizó los fines de semana hacia un único punto.
En El Reatillo aún se podía pescar por aquella época y hasta mi madre, en ocasiones, cogía la caña. Pero los tiempos de viajes en grupo, de embutidos y carne asada en las brasas y de madrugones para coger los mejores sitios de pesca, pronto quedaron atrás.
Hoy solo son recuerdos de viejos e imágenes en álbumes fotográficos pero, saben qué les digo, ¡que nos quiten lo bailao!

Salabre (según la RAE): Pequeño saco de red cuya boca va sujeta a un aro unido a un mango, que se emplea para extraer la pesca de las redes grandes. ↑