Después de la resaca de unos comicios electorales que vienen a confirmar lo que ya sabíamos, como la constitución de un parlamento atomizado y disperso donde han entrado en liza nuevos partidos en el panorama nacional como la Candidatura de Unidad Popular y la Agrupación de Electores Teruel Existe, otros vuelven como el Bloque Nacionalista Gallego y se consolidan Navarra Suma y el Partido Regionalista Cántabro, sumado a la irrupción esperada de la formación izquierdista Más País, saldrá el tema a la palestra – y creo yo, que es menester el sacarlo – de la España vaciada. Lo mío no es una arenga electoralista, y sinceramente, si hubiese tenido cualquier pretensión de que así fuese, hubiese escrito y publicado este artículo en esta semana antes de los comicios. Lo que vengo aquí a decirles es algo que trasciende al electoralismo y que tiene que ver más con el arraigo y el sentimiento de pertenencia, que no es algo temporal que dependa de cada cita electoral, es algo en lo que han de ponerse los puntos sobre las íes.
Empezaremos diciendo que España es un país eminentemente agrario, siendo hasta la década de los años 60 del siglo pasado, el principal motor de su economía. No sería de justicia y tampoco veraz el acusar a la agricultura de ralentizar el crecimiento económico español o una supuesta postrera industrialización, cuando España a principios del siglo XIX era una zona industrializada y rica, porque esta fue el único soporte en tiempos de auténtica carestía. Ahora mismo, España no es un país que tenga en la agricultura su motor económico principal, y es entendible, las exigencias del mercado son otras, pero lo que da bastante lástima es que también es por la falta de interés que se tiene entre los más jóvenes y el desprecio al que ha sido sometida. Realmente, no es un problema que competa únicamente a España, otros países europeos, y siendo Europa un continente con más tendencia a esta labor que desde el Neolítico lleva practicándose y que ha sido patrimonio de celtas, griegos, romanos, íberos e indoeuropeos, también llevan esa misma vertiente. El Reino Unido no es un país que sea especialmente agrícola, allí se nota en demasía la masificación urbana y los pueblos pequeños de Gales y Escocia se dedican más a la actividad pesquera o lo relacionado con los menesteres marítimos; allí la agricultura es prácticamente inexistente, aunque tienen un buen vino espumoso, que compite en igualdad de condiciones con el cava francés o el prosecco italiano. Únicamente en la Alemania del Sur, tan alpina y diferenciada de la marítima Alemania del Norte, junto a sus vecinos Austria, Liechtenstein, Suiza y países del centro de Europa como los que conforman el Grupo de Visegrado, que arraiga sus orígenes en 1335 y renovado en 1991, se atisba alguna producción agrícola masiva, y realmente la imagen agrícola que se da al exterior. Pequeñas aldeas, algunas que son únicamente caseríos, con tractores diésel, arados y cultivos sencillos, generalmente de temporada, porque allí la producción vinícola y el aceite, debido a las condiciones climáticas, no cuenta con tanto tirón. Y, precisamente, entra ahí en liza una planta extra-europea, una “manzana de tierra” que decían belgas y holandeses, la patata. Sí, cultivo de temporada, pero siempre incólume y que aguantó hambrunas que azotaron Europa, que para Federico II, emperador de Prusia, era un fruto digno de veneración, incorporándola a la alimentación cotidiana y quitarle ese estigma que tenía, y que para los irlandeses, fue su único sustento. Y de Irlanda, a diferencia de sus congéneres y compatriotas de las Islas Británicas, decir que allí la tradición agrícola es mucho mayor. La influencia céltica, las similitudes con España y un clima benigno que les es proclive, favorece no solo la fructificación de patatas. El otro día hablé en “Cultura Hespéride” del sánhaim, precursora de la Víspera de Todos los Santos, y viene que ni pintado para ilustrar lo que voy a decir. Nabos tallados e iluminados para ofrecer aquel fruto cosechado en los últimos estertores de la época productiva a sus muertos, simbolizando y esperando un paso fructífero a la nueva estación invernal. Porque no únicamente se veneraba a los muertos, también había veneración por la agricultura, por la fértil cosecha, algo que sigue conmemorándose en España.
Pero antes de hablar detenidamente de la situación que nos es tocante, analizaremos los países balcánicos, tan demacrados y devastados por continuos enfrentamientos étnicos, como Serbia o Croacia, donde allí el agrarismo es casi una seña de identidad.
En Francia, no únicamente por su archiconocido vino tinto y por una vendimia en la que se han incorporado temporeros españoles porque veían ahí mejor cubiertas sus necesidades, sino porque tras la Revolución Francesa y el desmantelamiento de aquel mundo caduco que era el Antiguo Régimen, existía el mes vendimiario que empezaría el día 22 de septiembre y terminaría el 22 de octubre, y otro veraniego que era el mes fructidor que comenzaría el 19 de agosto, y simbolizaba el fin de año, siendo inmediato antecesor de vendimiario. Allí, un país donde la agricultura poco a poco fue dejando paso a paso a otras formas más industrializadas, ocupa un lugar preponderante, y las legítimas subvenciones y el estatus que tiene el agricultor, es algo que nadie se ha atrevido a criticar. Francia hace tiempo ya que dejó de ser campestre, siempre fue urbanita, pero allí la figura del labrador, del obstinado trabajador, es intocable, casi una divinidad y tiene un reconocimiento que ya gustaría en España de gozarse. Famoso es aquel capítulo de la primera temporada de Los Simpsons, donde el abejaruco Bart Simpson es destinado a trabajar de temporero, pasando todo tipo de calamidades con dos amos zafios que le obligan a vender vino en condiciones paupérrimas, un vino que lleva anticongelante y que provoca la denuncia y posterior captura de aquellos inhumanos.
Y en Italia, otro tanto de lo mismo. De ahí conocemos el lambrusco de la Emilia-Romaña y la Lombardía, y las perfectas hileras de viñedos en la Toscana que fueron los antecesores de nuestra tradición vinícola, y que fueron descendientes de las plantaciones vinícolas que los griegos introdujeron en la Magna Grecia, que comprendía el actual ‘mezzogiorno’. Italia es una nación muy dispar, la que más de toda Europa, y hay diferencias acentuadas entre el industrioso norte y el supersticioso sur de los brigantes, las cruces y el folclore, pero al hablar de agricultura, ahí los vendimiadores son también vistos como casi dioses, los vareadores de oliva también. Y otra vez, sacamos a colación a Los Simpsons, esta vez el capítulo de su decimoséptima temporada en la que el Actor Secundario Bob, que quiere olvidar su pasado, se convierte en alcalde de un pueblo de la Toscana por tener los pies grandes y por tanto, más fácil a la hora de aplastar los granos de uva para conseguir vino.
¿Y qué se puede decir de la mitología griega? El olivo es uno de los dos árboles míticos griegos, pues proveía aceitunas. Atenea, haciendo que saliese un olivo, ganó la disputa de los reinos terrenales a Zeus, que hizo brotar un manantial, de poca utilidad. La ciudad de Atenas se llamó así en honor de esta diosa olivera.
La agricultura se mitifica, se pone a niveles divinos, y Cicerón en sus famosos “De officiis”, obra que me ha legado mi padre, mencionó que “la agricultura es la profesión propia del sabio, la más adecuada al sencillo y la ocupación más digna para todo hombre libre”. Y razón no le faltaba. Así se veneraba el trabajo de nuestros mayores, un trabajo que debería ser intergeneracional.
Y ahora, España. Que en España la agricultura ha sido más importante que en Francia, Italia, Grecia o el centro de Europa, pues es un hecho demostrable. Aún a día de hoy, nos mantenemos en pie los resistentes íberos que seguimos viviendo del campo, y aprovechamos la tecnificación que nos viene como las vendimiadoras, tractores y cosechadoras. Y mi padre, Don Javier Ramos García, de Calderón, licenciado en Derecho y Administración de Empresas por la Universidad de Valencia, con una gran cultura, ejerce de contable en cooperativas y ofrece ayuda jurídica a agricultores que lo necesiten. Y mi madre, Doña María Jesús Beltrán Medina, de Venta del Moro, primero licenciada en Magisterio y que llegó a ejercer de maestra, y después licenciada en Ingeniería Agrónoma, ambas por la Universidad de Valencia, también con cultura, trabaja en el campo y de ahí viene mi sustento, y por eso les estoy muy agradecido por todo lo que han hecho por mí y por como me han legado esa actividad. Orgulloso de madrugar para trabajar en el campo y devolver a mi familia todo aquello que han hecho por mí y me han legado.
Ahora bien, España es un país con ataques de endofobia que le son congénitos, y eso repercute en dejar morir el agro. El agro no es solo la agricultura, es todo el sector primario, bien sea la agricultura o la ganadería. Pero no es tema de esos gobiernos centrales que hacen la pelota a una Política Agraria Común, que como toda directiva comunitaria tiene primacía sobre nuestro derecho, sino de la sociedad. ¿Cómo somos vistos los agricultores? Pues como paletos, como endogamos, como gente carente de cultura. Y desgraciadamente, pasa también en nuestra zona, y prefiero no decir nombres y apellidos, pero es algo que a mí me exaspera sobremanera y pondré ejemplos aquí. La tractorada del 5 de septiembre en Requena, como otras tantas tractoradas que se han manifestado por una reclamación de derechos en materia agraria a lo largo y ancho de todo el territorio español, fue una de las más multitudinarias e importantes. No pude acudir, ni tampoco mis padres, ese día comenzaba mi segundo de carrera, y todos nos fuimos a Valencia. Pero me hubiese gustado acudir, si no con tractor, si portando una pancarta o a modo de protesta, una azada – una ‘azoleta’ para los más castizos – o tijeras de vendimiar, cualquier aparejo del campo. Hete aquí, que henchidos de un espíritu como no se veía en mucho tiempo, me encontré en Twitter, por casualidad y sin pretensión alguna de molestar, como han dejado caer siempre, un tuit desafortunado que hablaba de la tractorada como cabalgata de tractores. Le respondí con toda la educación del mundo que no se mofase, que no era una cabalgata, era una manifestación ante la depreciación de la uva. Las respuestas fueron dejarme como un tonto que no merecía una contestación inteligente y hasta incluso amenazas. Llegó aquello a tal punto que amenacé, en un arrebato que me dio, con interponer alguna denuncia por injurias o calumnias, cuya pena máxima son dos meses de cárcel. Gracias a Dios se solucionó aquello. Pero las faltas de respeto continuaron y quedó al imaginario popular esa visión de que yo era un cateto merecedor de todos los insultos y desprecios. En Valencia, más de una vez he tenido enfrentamientos por el tema agrícola, incluso por lo más inofensivo. Dicen que la muerte es la única que iguala a todos sin importar la condición social, pero es la agricultura la que ensalza al trabajador obstinado y humilla al niñato mimado. Dios me libre de despreciar otros trabajos, porque todos ejercen una función social, pero déjenme que al menos aquí barra para mi casa, y sin ademán alguno de minusvalorar profesiones, porque todas son importantes y ya decía Cicerón, gran pensador del que bebe todo mi ideario, que las profesiones son las que ensalzan la humanidad y le dan utilidad. “De oficii” escrita para su hijo Marco, legada por mi padre hacia mí, el mejor regalo que un padre puede legarle a su hijo, aparte de darle la vida.

Que no se nos reconozcan derechos a los agrícolas y se nos humille, que no se nos den las subvenciones necesarias, no para vivir del cuento, sino como complemento para desarrollar nuestra labor, para que nos veamos reconocidos y pueda aumentar nuestra tecnificación, es un delito contra la sangre. Pero nosotros, sucios y embarrados, agachados y con las manos doloridas, ensangrentados y acalorados, vencemos al sucio globalismo con nuestro trabajo acallado y silencioso, pero siempre importante. Jamás nos quejaremos, pero de ese dolor y esa falta de reconocimiento, vienen nuestras ganas, nuestro afán de superación. Y yo me siento orgulloso de ello. Que en Valencia, región agrícola de arrozales y naranjos, con la mayor huerta urbana de Europa, aquellos holgazanes y díscolos que la pueblan y le dan mal nombre, me llamen paleto, castellanito o cateto, eso me hace sentir más fuerte. Que haya más tractoradas, que haya más azoletas alzadas al cielo, más guantes, más pinchos en esos guantes, porque eso significará que la agricultura no muere, que la sangre sigue, que hemos honrado a nuestros muertos y a nuestras raíces. ¿Los agricultores carentes de cultura? Carentes esos aborregados que se apiñan en las grandes ciudades y como tontitos repiten babeando y con la mirada perdida que son libres. Que Dios perdone a aquellos que critican nuestra sangre y nuestro trabajo, porque yo, por mi parte, no podré hacerlo.
Saludos y mis mejores dedicaciones, porque también he de pedir que desde infantil hasta la ESO, se diese una asignatura de “Rudimentos Agrícolas”. Nos están globalizando, sí, pero por favor, que se mantenga la primacía de nuestra sangre.