Más estampas requenenses, Requena, 1974, pp. 99-101.
Rafael Bernabéu
Los clásicos ventorros y posadas, de guardia permanente junto a los caminos, brindaban trago y abrevadero, mesa y pesebre, cama y cuadra a personas y animales.
Pero al ser desplazadas carretas y diligencias por los ferrocarriles y automóviles, posadas y ventorros se fueron extinguiendo, al igual que no pocos oficios que un día fueron altamente lucrativos, brotando aquí y allá bares y restaurantes.
Antaño, desde que las gallinas se acomodaban en su palo hasta que los sacristanes replicaban a misa de alba, las posadas eran auténticos oasis de seguridad y descanso.
¡Había que ver al orondo posadero en la puerta de su ínsula cuando declinaba la tarde! No cambiaba su autoridad por la del mismo corregidor. Al astroso, tras asegurarse de que no iba limpio de cuartos, hacíale dar la vuelta por la corraliza, donde le esperaba el pajar; al postillón que reclamaba cobijo para sus molidos pasajeros, camino libre. Las reverencias y halagos eran para la gente encopetada que saltaba de la blasonada galera con ganas de cenar bien y dormir mejor.
En aquellos bulliciosos atardeceres siempre surgían complicaciones, dada la diversidad de gentes y gentuzas que rodaban por el mundo soplando tintorro o tirando de naipe o dado, buscándoles las cosquillas a las mozas o haciendo cama redonda en cuadras a revueltas de mulos coceadores. Formaban rancho aparte el avisado trajinante de “hogaza y tasajo” y el caporal de la industriosa arriería que, por unos maravedís, arrimaba el jergoncillo al tibio lar, escenario de mil toses y resoplidos.
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Y cuando el gallo soltaba los primeros clarinazos, la arriería andante comenzaba a rebullir. Era la hora solemne de pagar; la que hacía poco recomendable la fama de nuestros venteros, como recuerda el P. Morla, contemporáneo de Lope de Vega.
Y así un día y otro, ante el constante trasiego de caras nuevas olfateadas siempre por el ladino mesonero y la sonriente mesonera que, duchos en el oficio, aparentaban no saber nada de nada cuando una blanca relucía a tiempo… Como aquel Oñate, que echó buena tripa durante los largos años que rigió el parador del conde de Ibangrande; como don Estanislao Montés –el mismo que instituyó la procesión de “los Pasos”-, dueño y señor del parador de Fuera o del Comercio, en la calle de San Agustín; como aquel José García Ibáñez (Capotillo), que levantó el inmenso parador de San Carlos, junto a la nueva carretera de las Cabrillas.
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Ya durante la decimoquinta centuria, llamábase calle de los Mesones al trayecto comprendido entre las Ollerías y el Arrabal. Junto a él estuvieron las posadas de Caracuesta, la de los frailes del Carmen (Casas de Masiá), la del Conde (frente al Hospital de Caridad, hoy cinema Armero), la de la Carlota (en la calle del Peso de la Harina, que los Ferrer de Plegamans vendieron a los Jordá), la Nueva o del Portal de Castilla, la de Fuera… Recordaremos también que en la calle de Olivas, frente al café de los Conejos, estuvo la Posada del Torratero, propiedad de los Vera y Fernández de Rábago, en la que se proveían de nieve y sal los “pescateros” que porteaban su mercancía de Valencia a Madrid.
Tras la apertura de la carretera de las Cabrillas, aquellas posadas fueron perdiendo su antiguo esplendor, edificándose en la nueva ruta el parador de San Carlos (“el mejor edificio de España”, según Herrero y Moral). No lejos de él se construyeron el del Caballo (frente a la fábrica de Detrús) y el del Globo (luego de Cortés y del Remedio), favorecidos por los carreteros que porteaban fardos de sedas y pellejos de vino al puerto de Valencia.
Pero, como ya apuntamos, vino el ferrocarril y todo este tráfico fue languideciendo. Y ya en plena era del automóvil, la creciente circulación movió a desviar la carretera Madrid-Valencia por el sur de la ciudad.
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Recordaremos que viniendo de Castilla, los primeros paradores eran los de Pajazo, Vadocañas y, luego, el de don Pedro de Contreras, junto al Cabriel. Por la parte de Valencia, las ventas del Rebollar o del Relator y la de las Casillas o Venta Quemada, de las que era propietario a mediados del siglo XVIII don Alonso Navarro, relator del Consejo de Órdenes.
Por último, diremos que el progreso anuló el seguro de sopa y camastro que los trotamundos tenían en el Hospital del Niño Perdido; que la diligencia “se mudó” al parador de San Carlos, asestándole con ello un duro golpe al mesón de la Carlota, famoso un día por su sopa de “menudillos”, por sus “chullas” a la brasa y por las amabilidades de la imponente mesonera.
