En estos tiempos, que son todavía los míos, suelo pasear con frecuencia por nuestra mítica Villa. Mucha gente que suele leer lo que escribo y público en Internet y, sobre todo si son de fuera, me dicen que describo a mi pueblo con pasión, que parece precioso, digno de ser conocido. Y es cierto, pero también me planteo si algún visitante llegase a la Villa en uno de esos días en los que la plaza de la Villa, oficialmente de Albornoz, está abarrotada de coches aparcados, con restauraciones que, en ocasiones no hay manera de reconocer el original, en las calles con casas a punto de venirse abajo, con un entresijo de cables en el aire… si, tal vez, me diría que eso no es lo mismo de lo que yo hablaba. También es cierto que hay algunas manzanas bien y hermosamente consolidadas. Otras muchas veces cuando paseo por aquellas entrañables calles ensimismada en la belleza del recuerdo, de pronto como que algo me impacta, algo se ha roto en aquella maravillosa Villa, una realidad que ya no es aquella tan hermosa me golpea el corazón hasta el vahído.
Buceando entre los restos del pasado, que son los archivos, suelo encontrar documentos deliciosos que me llevan a una Requena que, a decir verdad, está y no está. Ojeando una vieja revista, que nació el mismo año que yo, encontré escritos que describen la Requena de entonces, tal como la veían los autores de sus textos. Seleccioné uno del que desconozco su autor, pero que fue premiado en los Juegos Florales de Requena de 1946.
El autor parte del paisaje que rodea la ciudad para ir subiendo hasta la iglesia de El Salvador y recrearse en su severa hermosura. Me parece un texto tan exquisito que lo ofrezco a quien quiera recrearse en lo eterno de esta ciudad.
“Cuando llega en Requena la noche, esa noche fría y blanca de los pueblos de montaña, sus rincones antiguos renacen a la vida de la poesía.
Es la hora bruja y poderosa de los sueños que sueltan sus ojos para atisbar las viejas hermosuras; los nidos oscuros de los pájaros que regresan de batirse en la luz de los aires; los manantiales solitarios; el susurro de los caminos sin hombres, bajo la luz.
En Requena, que es una ciudad carcomida por la gloria del tiempo, hay dos tipos de paisajes: uno que, preludiando a la severidad de Castilla, empapa de ciclo la tierra casi desnuda de un color entre rojizo y pardo; y otro, mucho más idílico pero menos profundo, donde el verdor, las sombras y el agua recuerdan en cierto modo los nostálgicos panoramas norteños.
Dentro ya de la población existen, salpicándola, balcones polvorientos donde canta la leyenda inscripciones heridas por el temblor de los años, callejas estrechísimas que apenas dejan circular el crepúsculo, casuchas desgarradas sobre lomas pintorescas y silenciosas…
Todo esto es muy interesante y tiene una fuerza de evocación extraordinaria. Sin embargo, uno de los lugares más hondamente bellos de la ciudad es, sin duda, su iglesia del Salvador, brote magnífico de la fe ibérica, rodeado de una pobreza rural casi increíble que confunde —sin perder la armonía estética del ensueño— la voz litúrgica de las campanas y el balido de los corderos, cándidamente asomados en los pacíficos umbrales de sus corralillos.
Porque esta iglesia, nada monumental pero llena de resonancias históricas, juego heroico de la piedra y el misticismo, está enclavada en notoria elevación del pueblo, sobre una de sus perspectivas más áridas, en un remanso de casas vecinales humildísimas que huelen a cosechas y gritos de rapaces.
No hay allí apenas otros rumores que el rumor de la soledad melancólica venciendo el suspiro de una agua que corre bajo la tierra hacia el corazón del campo.
Las horas caen descansadas, tremendas. El sol, durante el día, alarga por las viejas paredes sombras de perros vagabundos y de devotas que transitan enlutadas sobre guijarros milenarios.
Es una paz casi absoluta. Ni talleres, ni escuelas vocingleras, ni coplas de sangre. Sólo el tiempo muriendo invisible entre los descarnados muros de la iglesia, con su erguida romanidad clavada entrañablemente en medio de un ascetismo arquitectónico de extraña y enérgica alucinación.
Para mí no hay otro paisaje requenense más hermoso, más severamente hermoso. Sobre todo en la noche, en la alta noche estrellada y vivísima, cuando de los árboles en lejanía nos llega el amor de sus hojas transidas de ruiseñores y la luna acompaña la soledad.
Delicia del espíritu esta visión del Salvador, velando el sosiego campesino, las tortuosas callejas que le nacieron por los costados como ríos de piedra bajando a la llanura.
En muy pocos lugares de España puede verse la mole de una iglesia con tan evidente postura de maternidad, de vigilia amorosa. Porque esa antigua pobreza que la rodea parece recibir de ella un aliento de esperanza cristiana, de protección y de consuelo. Esperanza que le transmite en un contacto de ruinas, es decir, de humildad, ya que el Salvador es una iglesia interiormente destruida[1]que únicamente ha evitado de la barbarie sus pórticos maravillosos, tejidos en la paciencia de los siglos por manos iluminadas directamente por Dios.
En la noche, en esas noches gélidas de Requena, la iglesia del Salvador, tranquila, grave, florecido de hierbas bajo la luna, habla a todos los hombres con la eterna voz de sus cruces. Madre viejísima que ha visto morir a muchas generaciones de sus hijos, mientras ella sigue en pie, alto corazón de campanas, llamando sin tristeza a la navegación del cielo…”.
(Premiado en los Juegos Florales de
Requena de 1946 y cedido por el Ilmo. Ayuntamiento a la revista Alberca, Boletín bimensual del Círculo Requenense, I, 1 (agosto 1951), p. 3.

[1] En la fecha que se escribe el soneto todavía no había sido restaurado el interior de la iglesia