La visión de los conversos es muy diferente según la filiación de quien escriba su historia. Generalmente, los modernistas tratan estas problemáticas desde la perspectiva del odio de una cultura dominante a otra cultura dominada. En este caso, la perspectiva conversa se traza desde una especie de historia de los extremos. Cuando el que escribe sobre los fenómenos de los conversos es un historiador de la cultura, el resultado es una historia bien diferente. Para el modernista, hablando globalmente, el converso es el pagano de la historia; una historia que casi siempre es puesta en relación con una serie de factores ambientales de largo y poderoso alcance: la emergencia de las monarquías autoritarias; el proceso de transformación cultural y religiosa que significan el Renacimiento y el Humanismo; el debate sobre el erasmismo y las encrucijadas de la conciencia que se abren en el siglo XVI. No cabe duda que aquí está una de las raíces del libre pensamiento y de la libertad en general que hoy en día disfrutamos.
Las cosas no son precisamente más sencillas cuando de transformaciones de la conciencia religiosa se trata. Aquí todo se complica, porque las perspectivas de interpretación pueden ser también muy diferentes. Uno de los grandes elementos mentales y culturales que el historiador de hoy plantea es el del momento del inicio de la incredulidad en España. En una sociedad que hasta ayer fue tremendamente católica, en la que la poderosa Iglesia Católica detentaba capacidades enormes, plantearse las bases y orígenes del ateísmo es una idea muy interesante, además de lógica. No hay que olvidar que la Inquisición era una poderosa maquinaria que había creado patrones de comportamiento y velaba por la ortodoxia del catolicismo. La vigilancia permanente de la gente de la Inquisición era algo que la sociedad no podía obviar, y menos los conversos.
Hay que reconocer que los conversos tuvieron unas condiciones más adecuadas para llegar a un cierto tono de incredulidad. Hablamos al menos de lo que eran sus declaraciones públicas. Pero, aun siendo declaraciones realizadas ante gente, ante un público, quizás vecinos, amigos o simples transeúntes de las calles, eran palabras importantes. En unos informes de 1622, que se refieren todos a gente principal de Requena, el escribano del Tribunal de la Inquisición anota con celo:
“…de los registros que Francisco de Ocaña, vecino de Requena, judío, dijo que no avía más que nacer y morir”.
¿Hay algo de extraño en esto? Mucho. Tenemos la idea de los siglos XVI y el XVII en buena parte de que son centurias de un ultracatolicismo que no dejaba resquicio para respirar a iniciativas de conciencia más libre. Por lo demás, una declaración de este tipo estaba en muchísimos tribunales inquisitoriales. Se repite en múltiples documentos de la época. Lo más curioso es que, hasta donde llegan mis conocimientos, una declaración de esta naturaleza era al parecer propio de conversos. Ya fueran procedentes del judaísmo como del islamismo. ¿Qué existía en sus procedencias religiosas que los hacía tan proclives a caer en declaraciones tan interesantes como esta?
Para los historiadores de hoy que alguien profiriera públicamente unas palabras que evidenciaban como mínimo cierta desconfianza hacia las promesas salvíficas del catolicismo, resulta un hecho llamativo, un fenómeno que nos lanza a la cara el reto de averiguar cuándo, cómo y por qué se inició eso que hoy llamamos incredulidad. Vistas las cosas desde ese mismo siglo XVII, la cuestión que nos debemos plantear es si una frase de esta naturaleza ponía a los sabuesos de la Inquisición sobre la pista de la herejía. Como mínimo era una señal de la presencia de algún tipo de quiebra en la fe; si se trataba de un judeoconverso que practicaba el judaísmo a escondidas, era algo que una investigación más concienzuda podía desvelar. La Inquisición se ponía manos a la obra.
Las incógnitas que sugieren estas afirmaciones de 1622 son muchas. Pero hay una muy interesante que no quiero dejar escapar. Se trata de saber el manantial de este tipo de ideas. Esto es muy significativo porque nos ayudaría muchísimo a comprender la estructura de una sociedad como la de la Meseta de la época moderna. Un aspecto importantísimo sería conocer si estas personas, los que públicamente proclamaban estas dudas sobre la fe religiosa, habían generado tales ideas autónomamente. Por el contrario, sería muy importante conocer si estas ideas nacían de sermones o lecturas. El sermón era una transmisión de ideas muy efectiva, pero también propendía por sus propias características a cierto esquematismo que podía conducir a los fieles que lo escuchaban a generar ideas y principios equivocados o malas interpretaciones de diferente tipo. Sería un bocado suculento lograr probar que estas ideas procedían de la lectura de ciertos libros. Para el caso particular de nuestra meseta, algunas suposiciones que tenemos cogidas con pinzas hallarían su materialización en la realidad. Esto vendría a reforzar la concepción de una tierra fronteriza, plagada de gentes que van y vienen, de relaciones intensas con los vecinos, y, en definitiva, una tierra propensa a la conexión, en este caso mediante la circulación de ciertos libros.
En un libro singular y seductor, Sara T. Nalle dio con las lecturas realizadas por un campesino insignificante de Cardenete (Cuenca), una población cercanísima a la nuestra, y no sólo en kilómetros. El campesino Sánchez sabía leer y escribir. Es posible que fuera de familia conversa; este aspecto la historiadora norteamericana no ha podido constatarlo con la rotundidad debida; en todo caso era un individuo muy especial, porque su constitución psíquica se había visto sacudida por las lecturas que había realizado de forma autónoma. La visión que tuvo a la altura del Calvario de Cardenete fue espectacular y cambió para siempre su propia vida; pero tenía mucho que ver con los libros devocionales que entonces circulaban por España. Sabemos que este tipo de libros, que eran económicos y estaban al alcance del bolsillo de mucha gente, incluidos campesinos como Bartolomé Sánchez, quien, ante la pobreza de su casa, era también artesano textil e incluso jornalero, eran libros que circularon por la meseta de Requena y Utiel; era absolutamente lógico que así fuera dado que existía una aduana y el comercio, el peregrinar y todo tipo de gentes pasaban por esta tierra. Nos queda saber si algunos se quedaron y quiénes fueron los que accedieron a ellos.
La realidad es que este jirón de incredulidad, quizás aún en mantilla, pero como mínimo un inicio de duda, estaba también entre los propios moriscos. Así, muchos de los moriscos que pasaron por los tribunales declaraban cierta confusión sobre las fes, así en plural; parecían no tener claro con qué quedarse; estaban en un estadio avanzado de aculturación y asimilación y habían llegado a un grado previo, quizás, a lo que era el escepticismo. El caso de un morisco de Almazán, investigado por Carlos Carrete, es paradigmático. Es Gregorio Laínez, quien confesó su auténtica voluntad de ser buen cristiano, pero sincerándose con los inquisidores llegó a confesar que realmente no sabía cuál de las dos fes que tenía ante sí era la mejor. Laínez declaraba abiertamente el caos en el que su mente había entrado ante la presión ejercida por las autoridades.
Claro, que había muchos caminos. Para empezar estaba el camino teológico. Trento perseguía imponerlo definitivamente y no dejar resquicios libres. La realidad es que esta confesionalización tenía muchas grietas. Los teólogos católicos venían defendiendo un planteamiento de salvación que era puramente personal; esto es, la fe y las buenas acciones permitían la salvación del buen cristiano. El camino al paraíso era un recorrido que cada persona debía realizar de manera individual. Para el judío, una religión basada en reglas de comportamiento social, se trataba especialmente de seguir una serie de normas morales y éticas cercanas a la Ley de Moisés. En la Cuenca del filo de 1500 el doctor hebreo don Symuel había desempeñado la función cohesionadora propia de un rabino, con el fin de mantener en pie la ley mosaica en una ciudad gobernada básicamente por judeoconversos.
Dudas, cierto escepticismo, incredulidad. Cualquier posibilidad parecía estar abierta cuando el poder impone la uniformización religiosa del país desde 1492, con la expulsión de los judíos, y, a lo largo del primer cuarto del siglo XVI, con los mudéjares. La imposición de un credo produce tal nivel de tensión mental y cultural que puede desembocar en situaciones de abierto escepticismo. Otras veces de muchísima confusión, El caso de una pareja aragonesa en los años de 1480 es un paradigma de caos religioso en la mente de algunos:
“Yo he tenido la ley sancta de Moysen, yo he tenido la ley de Iesu Christo, y aun assí agora saliese o vinyese un sancta Mahoma, ¡por el Dio! De tres la faria, y si esto acabasse no abria miedo de Dio pues todas las leyes avia andado”.
Mejor imposible. Encomendarse a las tres religiones y dar por hecho que son auténticas las tres. Lo que es lo mismo que afirmar que el Dios al que rezan, judíos, cristianos y musulmanes es el mismo, aunque las formas sean distintas. En una conexión puramente ideológica, que no real ni física, existe el liberalismo religioso que Spinoza, de raíz sefaradí, expresa en el Tractatus, al afirmar la libertad personal. Esto era un paso de gigante hacia la libertad religiosa. Pero aún no hemos llegado a esto, y menos en la España de la Inquisición.
Emilio Sala, Expulsión de los judíos en 1492. Obra de 1889.
PARA SABER MÁS.
David M. Gilgitz, Secreto y engaño. La religión de los criptojudíos. Valladolid, 2003.
Ricardo García Cárcel, Orígenes de la Inquisición. El Tribunal de Valencia, 1478-1530. Barcelona, 1985.
