La cuadratura del círculo es un problema casi irresoluble, por mucho talento matemático que se emplee. En el Renacimiento se planteó tal cuestión, tan intrincada históricamente como la de conciliar el bienestar social general y las ganancias particulares. Las ordenanzas requenenses de 1622 intentaron coger el toro por los cuernos. Se pretendió conseguir alimentos baratos y de buena calidad sin incurrir en pérdidas del comercio local. La capacidad de aumentar la producción fue harto dificultosa en el siglo XVII, y las alternativas muy contadas.
Los bastimentos, las legumbres y otras mercadurías que se vendían y gastaban en la villa de Requena por los tenderos, otros vecinos y gentes forasteras debían ajustarse a unas condiciones muy determinadas para evitar problemas sensibles.
La venta debía sustanciarse a precios justos y moderados, ofreciendo a los vendedores una ganancia cómoda y suficiente. Ante el riesgo de la subida de precios, el de la temible inflación, se propuso guardar la ordenanza antigua, un remedio ciertamente conservador.
Se detalló un complejo sistema de control y supervisión municipal, en el que tomaron parte el regidor diputado, el escribano del cabildo y el almotacén, un sistema de control ciertamente veterano, con raíces en la Baja Edad Media.
Los tenderos debían hacer postura el primer día de cada mes ante el regidor. En sus tiendas le debían exponer lo que pretendían vender aquel mes, sin reserva alguna. Solamente se exceptuaban las mercancías que se comercializaran por varas.
De tal postura los tenderos conservarían los preceptivos albaranes, firmados por el mencionado regidor y el escribano. Estaban obligados a fijarlos públicamente en sus tiendas, donde pudieran leerlo las gentes, detalle elocuente de la importancia dada a la alfabetización en nuestro siglo XVII, al menos teóricamente.
Otros vecinos y los forasteros no estaban exonerados de realizar ante el regidor la postura del vino, la leche, el queso, el requesón, la miel, el aceite, las hortalizas, las legumbres y cualquier producto que se vendiera por peso y medida.
La pena para todo infractor se fijó en seiscientos maravedíes, como venía siendo costumbre.
También se recomendó guardar la venerada ordenanza antigua en otras cuestiones, bajo la misma penalización.
Ningún vecino u otra persona no podían vender vino, vinagre, leche, aceite, miel u otros productos expresados en azumbres, arrobas, etcétera con medidas que no estuvieran ajustadas por el almotacén, marcadas con su marco, particularmente las redondas y de asa no desportillada ni hendida, susceptibles de menoscabo o falta de mercancía. Cualquier otra medida se consideraría falsa, en consecuencia.
Los mesoneros y venteros de la villa, término y jurisdicción no escaparon de la vigilancia. También el primer día de cada mes debían hacer las posturas ante la justicia, pues vendían pan, carne, quesos, pescados y otros mantenimientos en sus establecimientos. Las mismas prevenciones debían observar en punto a la fijación ante el público del albarán.
Los forasteros debían estar prevenidos con facilidad de las posadas disponibles. Todos los mesones debían estar abiertos y con luces hasta las diez de la noche desde el inicio de abril a finales de septiembre. Desde el primer día de octubre al último de marzo, la obligación alcanzaba hasta las nueve de la noche.
La preservación del orden económico fue siempre cuestión compleja, de vital importancia para la existencia cotidiana de las gentes.
Fuentes.
COLECCIÓN HERRERO Y MORAL, I.
