Así es nuestra vida. Como estrellas fugaces en la inmensidad de los siglos. Pero no, la frase no es mía. ¡Ya quisiera yo que se me ocurriesen frases tan bellas! La encontré en un escrito de Práxedes Gil-Orozco Roda titulado «Interrogante», en la revista Alberca, fechado en abril de 1952.
«Siempre se lee con íntima emoción y nostalgia la prensa requenense de antaño»[1], decía un editorial de aquella revista, porque en ella vibra el alma de los vates requenenses y sobre todo flota entre sus amarillentas hojas el amor, el hondo cariño que nuestros escritores han sentido por Requena. Pues eso. Eso debe ser lo que me genera ese impacto emocional cuando voy descubriendo a tantos hombres y mujeres que tan bellamente describen su visión, su sentimiento, su experiencia de Requena, porque participo de su misma pasión.
En otros momentos he comentado textos de Adela Gil Crespo, Luis Roda Gallega, o de Nicolás Pérez Salamero. Hoy saco a la palestra a Práxedes Gil-Orozco Roda, en esta ocasión no habla de Requena pero su texto me parece tan profundo, tan humano, tan sabio que es conveniente rescatarlo. Mi objetivo es exhumar este texto y hacerlo visible, que se lea o no ya no está en mis manos.
Además, trata un tema interesante: la muerte, máxime en estos tiempos de pandemia que vivimos, porque, pese a los intentos de esta sociedad de disfrazarla, de ocultarla, sigue ahí. La parca se yergue ante nuestra mirada atónita de posmodernos, consumistas, hedonistas… pero somos incapaces de eludirla; ni siquiera somos aptos para hacerle frente con dignidad. Se rinde culto al cuerpo, al placer, a lo novedoso y se intenta ocultar aquello que ensombrece ese paradigma maravilloso que nos hemos montado, como la enfermedad, la vejez, la muerte. Hasta les damos nombres rimbombantes para autoconvencernos de que los hemos superado. Por ejemplo, ya no hay ancianidad, no existe la vejez, sino la tercera edad.
No era así a mediados del siglo XX. En aquella época, afortunadamente, ni a los niños se nos ocultaba la realidad de la muerte, nos despedíamos de nuestros abuelos, que eran viejos, y les dábamos el último adiós ante su cadáver. Sobre la muerte de su abuelo nos narra su experiencia un joven de los años cincuenta.
El narrador nos sitúa en el momento del óbito. En el momento, antes de abandonar esta vida, por el que pasan, en un instante, todos los acontecimientos importantes de la misma. Es el momento en el que dejamos de ser presentes para ser pretéritos:
“…Y el abuelo, viviendo, viviendo, moría. Resbalaba una lágrima por su reseca faz y una fuerte congoja oprimía su pecho. Por su mente pasaban emociones de vida, ilusiones perdidas o logradas quizá. Y a través de los años, ¿qué quedó de aquel día de la dicha inefable?; ¿es quimera o pasado que no volverá? ¡Pobre abuelo!, ha vivido mucho y en la hora suprema de la gran verdad se enfrenta con una eternidad intangible, con un inmenso no sé qué, lugar propicio de los pretéritos. Está a punto de dejar de ser un presente para pasar al ámbito del recuerdo. ¡Qué triste; fue un gran señor cuyo recuerdo todos veneramos; pasó, como tantos otros, por la vida como estrella fugaz en la inmensidad de los siglos!
“Su vida se consumía por momentos, y consciente del doloroso trance ahogaba en su corazón un diluvio de penas que sus párpados apenas podían contener. Fundíanse en su mente niñez, adolescencia, madurez y senectud; el repaso final de aquella travesura: aquel primer amor; aquel hogar creado cuando la vida se ofrecía rendida a su coraje; aquellos sinsabores y aquellas alegrías: los niños; los nietos; la serenidad imponente de sus últimos tiempos; todo. «Yo también fui niño, ¿sabes?; yo también creí que el mundo era mío y que el fin previsto no había de llegar; mas la vida pasa, el hombre se renueva y mi fin, ya ves, ha llegado ya. Fui joven; mi fuerza sometió los obstáculos; mí inteligencia dominó lo creado, y al conjuro de mí razón la vida me sirvió sumisa. Pero la vida no perdona y, a la postre, cobra con creces lo que presta. Hoy, que ya no le pido nada porque nada necesito, se desentiende de mí y me deja en manos de la muerte. No soporta vivir de presentes, se nutre de pasados y es insaciable su voracidad».
“Mas repuesto el abuelo de sus soliloquios, decía entre dientes, con voz apagada, casi imperceptible: «No tomes en cuenta mi estado actual; piensa que he vivido; que he gozado; que he laborado incansablemente cuanto mis fuerzas me han permitido por dar razón a mi muerte de mi paso por la vida; que lego a la posteridad a vosotros: una hacienda, una obra y un recuerdo; que he aportado a la historia un granito más de arena; que voy a ser uno que fue, y que, como todos los que han sido, espero de vosotros que mejoréis notablemente nuestra actuación. No lloréis por mí, llorad por vosotros que tenéis gravitando sobre vuestra conciencia el peso de una responsabilidad, la tarea de lograr un futuro mejor, la inmensa lucha que se abre ante vosotros entre el bien y el mal, fruto de la libertad de que estamos dotados. Yo no soy casi nada; dentro de un momento apenas un cuerpo inerte, materia, polvo; vosotros sois la nueva savia del árbol milenario que periódicamente se desprende de la corteza que no le sirve y a vuestro cargo queda una nueva cosecha. La vida es fatiga, servicio, inquietud, lucha por un destino que nosotros nos labramos y que en modo alguno hay que atribuir a la fatalidad.» Su voz se apagaba por momentos, intentó articular otra palabra y las fuerzas le abandonaron definitivamente. En la estancia reinaba un silencio imponente. Por el ventanal filtrábase un rayo de luna, y por él, ascendiendo al infinito, veía el alma del abuelo liberarse de la masa ingrávida y fría.
“En el azul debió quedar viviendo su recuerdo y la luna evocó siempre en mi contacto su memoria, porque en mis días de existencia, cuando elevada el alma de su mísero aherrojamiento, sentíme poeta, responsable y soñador, la interrogué diciendo: «Abuelo, tú que infundiste ánimo en mí para luchar por una vida mejor; tú que esperaste de los que te hemos sustituido una superación de los valores que tú cultivaste, ¿crees acaso que lo hemos conseguido? O dime, mejor, ¿crees que lo hemos intentado? ¿Podré ascender, como tú, por un rayo de luna a los espacios de Dios?»”

Práxedes Gil-Orozco Roda.
[1] «Editorial: Prensa requenense», en Alberca, año I, 2 (1951), p. 1.