Siendo un crio recuerdo el motocarro (o algo así) con el que pasaban para aquí y para allí aquella pareja. Él conducía mientras ella montaba en el remolquillo encima de la montaña de trastos que portaban habitualmente desde un origen desconocido a un destino recurrente.
La ruteta pasaba por la plaza de España, seguía por la calle del Carmen y giraba bruscamente casi derrapando hacia la del Ayuntamiento, donde aceleraba girando el manguito acrecentando los decibelios hasta proporciones inusitadas.
No sé por qué la gente les llamaba así, pero el Drogas y La Morreta eran todo un ejemplo de familia, pues prácticamente todos los años recibían la visita de la cigüeña e iban acumulando retoños por doquier, o por no se sabe dónde.
Creo recordar que en algún momento habitaron en el famoso callejón de Marquillo, lugar histórico, de historietas y de gentes de toda índole y características. Callejuela que sigue igual, pues no creo que exista parangón en rarezas personificadas.
Fueron personajes de una época que viví, que iban de boca en boca continuamente en nuestras conversaciones de pueblo, que con orgullo mantenemos.
Muchos años y muchos guachos pasaron, hasta que un día apareció con sorpresa una noticia que nos resultaba increíble, casi de novela de Camilo José Cela.
Careciendo de dinero, prestancia e higiene, un día, El Drogas se dirigió a la comisaría de la policía local a denunciar un grave hecho que había acontecido a su mujer. Comunicó a la autoridad pertinente que tenía en su pesar el que “su mujer había desaparecido, y que probablemente alguien la había secuestrado”. Ante la sorpresa del número policial, se le dedicó una profunda investigación interrogándole sobre “cómo iba a ser posible que nadie se interesase en secuestrar a su señora si no tenían un duro, y no era el icono de la belleza y pulcritud”.
Ante esta indicación policial tan ajustada, El Drogas quedó totalmente acorralado psicológicamente, y rápidamente cambió su versión sobre el hecho, exponiendo que “entonces, seguramente alguien la habría matado y la habría echado a una balsa”
No fue difícil la deducción, por la obviedad, y los policías fueron a recorrer las balsas de los alrededores. En efecto, allí estaba la pobre Morreta, tal como había imaginado El Drogas.
Y como acertar en ese tipo de probabilidades no es factible, y la policía dedujo que sólo el asesino podía saber cómo ha asesinado, El Drogas fue acusado de matar a su mujer, y, según creemos, fue a la cárcel. Desde aquellos días nada más se supo de aquella familia, que, yendo de aquí para allá con sus cosas y sus casos, tuvo una historia para olvidar ya olvidada.
