El deseo de alcanzar tranquilidad y certidumbre.
La muerte constituye para todas las civilizaciones un momento tan delicado como importante. Ha recibido y merecido a lo largo de los siglos consideraciones muy distintas, que de todas formas no han exonerado en ningún caso de la conciencia de finitud individual. Los miedos humanos alrededor de la muerte, el deseo de sobrepasar su umbral para alcanzar una realidad trascendental, las disposiciones testamentarias, el acompañamiento social en la última hora, las ceremonias fúnebres, los ritos de enterramiento o las formas de los sepulcros han sido estudiados recientemente por la historiografía con mayor detalle, con una visión antropológica de nuestro pasado que no nos resulta nada ajena precisamente. Si los estudios de los documentos notariales deparan interesantísimas conclusiones, no menos elocuentes y apasionantes resultan las derivadas de cofradías como las de la Vera Cruz.
La pasión, muerte y resurrección de Jesús conforma el eje diamantino del cristianismo. En el concilio de Nicea del 325 se estimó la muerte el momento esencial para la salvación de las almas, acerca de la cual tanto profundizó el cristianismo de la época medieval.
El Gran Cisma de Occidente (1378-1417) añadió mayores incertidumbres a la vida de los europeos golpeados por las hambrunas, las enfermedades y las guerras. La escindida Iglesia católica se complació en apuntar los peligros de morir fuera de la misma y el concilio de Constanza de 1414-18 dedicó sus esfuerzos sobre el particular, además de tratar de restablecer la unidad. Al afamado teólogo Jean Gerson (1363-1429), de temperamento místico y poco amigo de las formulaciones intelectuales de la divinidad, se ha atribuido una influyente Imitación de Cristo, que estaría en la base del Ars moriendi o el arte del bien morir que podía seguir todo creyente. Dominicos y franciscanos lo difundieron a conciencia, logrando finalmente el privilegio pontificio de escuchar en confesión, absolver y enterrar con su hábito a quienes lo desearan, lo que acrecentó su popularidad especialmente.
La versión extensa del Ars moriendi data de 1415 y se ha venido atribuyendo a un anónimo dominico por encargo del concilio de Constanza. De 1450 sería una formulación más breve, elaborada en los Países Bajos, que tuvo el acierto de servirse de la xilografía para ilustrar sus distintos aspectos. Esta segunda versión se editó en castellano en Zaragoza en una fecha que va de 1479 a 1483 bajo el título el Arte de bien morir y breve confesionario.
La psicología ha diferenciado en las personas enfrentadas al hecho ineludible de la muerte las fases de negación, ira, negociación, depresión y aceptación. Para disiparlas, el Ars moriendi trazaba varios principios y métodos: la muerte no es mala, el moribundo debe desechar cinco tentaciones como la carencia de fe o el orgullo espiritual, debe de responder siete preguntas sobre los artículos de fe, imitar a Cristo, lograr un comportamiento adecuado de sus familiares ante su lecho de muerte y rezar la oración más apropiada. Para evitar en tal momento las tentaciones se recomendaba fijar la vista en el Crucifijo, rezar sin cesar las oraciones indicadas, no suspirar apretando los dientes y asir con la máxima fuerza posible el cirio entre las manos.
El Ars también se dirigía a las personas sanas, pues la eventualidad de la muerte era bien real. Toda gloria mundana resultaba vana, según recordaban las danzas de la muerte tan del gusto de la Baja Edad Media, por lo que las gentes debían acomodar su vida terrenal a la del más allá, preparándose para el momento esencial del fallecimiento. Si la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo ocupa una posición central en el pensamiento de la Vera Cruz, la atención a los que están a punto de fallecer o han fallecido también resulta de singular importancia, según se desprende con claridad de sus constituciones. El comportamiento ante los hermanos en su última hora prefija y fortalece el propio en ocasión tan trascendental.
En la Castilla del siglo XV, la mentalidad de la redención ante la muerte caló profundamente en la aplicación de la justicia, que Dios encomendaba a los reyes para la protección de su pueblo, según el pensamiento coetáneo. Los perdones de Viernes Santo por homicidio se dispensaron en varias ocasiones. De tal gracia gozó en 1494 el soriano Julián de Barrionuevo, al que se le alzó el castigo de la Santa Hermandad y se le rehabilitó su fama pública, esencial en una sociedad de honor.
Una curiosa tradición sobre los orígenes de la Vera Cruz.
Según escribió Hilario Santos Alonso en su Historia verdadera y famosa del Cid Campeador (1767):
“En esta Conquista (de Toledo) fue el Cid el motor para que fuese instituida la Cofradía de la Caridad, que hoy permanece. La ocasión fue tomada de ver que morían muchos en el cerco y que asistían pocos a las exequias y a darles sepultura. Trató el punto con otros caballeros amigos y determinaron que fuese instituida la Hermandad, obligando a asistir y enterrar los muertos. Llevaban por insignia una Cruz que formaban de un ramo verde que desgajaban de un árbol, dejándole con los ganchos y pedazos que eran de las ramas menores. Y así, en memoria de aquella santa Hermandad, o Caridad, usa esta Cofradía de una Cruz semejante. Y en muchos lugares de Castilla se ven cruces de metal, hechas en esta forma; y aunque tienen otras modernas, y de otra hechura, usan de estas en los entierros y funciones de la Cofradía, que llaman de la Cruz Verde y ahora de la Veracruz, y aun en el paño y estandarte de Difuntos se suele retratar este género de Cruz Verde; y así parece que indican que estas Cofradías tuvieron principio de lo que instituyó el Cid en el cerco de Toledo.”
Se recurrió, pues, a la prestigiosa figura de Rodrigo Díaz de Vivar para explicar una práctica funeraria que se asoció con la Vera Cruz. Tal versión es ciertamente fantástica, pero algunas hermandades veracruzanas arrancaron de ciertos usos funerarios, como la de Cuenca. En 1521 sus regidores solicitaron a Carlos V una hermandad para sepultar a los ajusticiados bajo la advocación de la Misericordia en la ermita de San Roque, sintomáticamente próxima a los franciscanos observantes. Quizá los problemas ocasionados por la guerra de las Comunidades forzara la petición, pero el auge de las cofradías con dedicaciones funerarias también se explicaría por otros factores.
Un mundo cambiante que pretendía asistir mejor a los moribundos.
Los cambios del siglo XV determinaron el establecimiento de cofradías con tales fines, según se reconoció abiertamente en la exposición de motivos de los capítulos de la de Santa María de Alcoy del 4 de agosto de 1494, que trasladamos al castellano:
“Es de número de (no determinado) vecinos y cada día aumenta y los pobladores de aquélla o el mayor número de aquéllos son labradores, que cada día van a sus heredades y masías, y muchas veces sucede que alguno muere en la villa y por no tener cofradía alguna los muertos no son enterrados con aquel honor y reverencia que deberían de ser sepultados bien, y habiendo alguna cofradía en la dicha villa serían hechas las sepulturas de los que murieran más honradas y más a loa de nuestro Señor Dios de lo que hoy son, señaladamente los pobres, que así en sus necesidades como en las exequias de aquéllos serían honrados en sus enfermedades por los cofrades.”
Los problemas funerarios también se hicieron visibles en otros puntos de la geografía española. El tráfago de muchas localidades creó sensibles complicaciones y en 1496 se ordenó al corregidor de Alcalá la Real retirar obstáculos de las calles para el paso de procesiones y entierros.
La realidad de la Requena de las últimas décadas del siglo XVI.
Nuestra cofradía veracruzana no se estableció tras la sacudida de las Comunidades, que obligaría a tomar determinadas acciones. Tampoco nuestra villa dispuso del privilegio de administrar por sí misma la pena capital, derecho real que caracterizaba a las ciudades, pues en la Castilla del siglo XVI villas y ciudades se diferenciaban más en términos jurídicos que de dimensiones demográficas.
A lo largo de aquella centuria, la roturación había hecho camino, lo que ocasionó más de un choque con la Mesta, y los prohombres reprocharon en 1601 a los hidalgos acudir poco por el casco urbano de la villa al dedicarse a sus haciendas rurales. Por las actas de los cabildos posteriores, sabemos que fueron hermanos de la Vera Cruz personas de distinta condición social. Sintomáticamente, en sus constituciones no constaría ninguna obligación de socorrer a un cofrade enfermo a una jornada de viaje de la localidad, al estilo de la cofradía alicantina de San Nicolás (1402).
Sin embargo, el último tercio del siglo XVI estuvo dominado por el flagelo creciente de la peste, que podemos valorar a partir del índice de defunciones del Salvador. Las 111 muertes registradas en el quinquenio de 1581-85 pasaron a 193 en 1586-90, a 350 en 1591-95 y a 307 en 1596-1600. La enfermedad no cejó con el nuevo siglo, con unas 329 personas fallecidas en 1601-05, 400 en 1606-10, 214 en 1611-15 y 239 en 1616-20. Cuando en las constituciones veracruzanas se consignaron disposiciones para atender a enfermos a punto de morir, no se hizo por capricho, precisamente.
La notificación del deceso.
Ante un fallecimiento inminente o un deceso cierto, las constituciones de la Vera Cruz requenense establecían que el portero andador lo notificara al resto de hermanos para tomar las disposiciones oportunas. Tal disposición era común a muchas cofradías desde la Baja Edad Media, cuando la carencia de sacerdotes durante las epidemias de peste obligaba a los seglares a acudir al auxilio espiritual dentro de sus posibilidades.
A diferencia de cofradías como la de San Nicolás de Alicante (1402) o de Santa María de Alcoy (1494), no se anunciaba por la Vera Cruz de Requena tal circunstancia a toque de campanilla, quizá para evitar la sensación de peligro entre el vecindario.
La asistencia de los hermanos.
El cofrade en artículo de muerte debía ser atendido. En el velatorio, los clavarios debían disponer dos cofrades que fueran cambiando cada cuatro horas, generalmente entre los vecinos más cercanos. En el cabildo eclesiástico de Requena el intervalo prefijado era de dos horas, a cargo de un veterano y un novel. Aquellos que hubieran velado, no tenían la obligación de volver a hacerlo. También se debía llevar a sepultar su cuerpo. Ningún cofrade se excusaría de tales deberes, aunque a veces pudiera enviar a otro. El que no asistiera pagaría doce maravedíes y seis si el difunto se encontrara de cuerpo presente en la iglesia. Aquí no se diferenciaba la inasistencia entre un día laborable, penalizada con un sueldo valenciano en la de Santa María de Alcoy, y uno festivo o domingo, con dos sueldos.
En las ordenanzas de la Vera Cruz no se distinguía entre entierro de adultos, párvulos o pobres, al modo de las del cabildo eclesiástico, encargado de la administración por viático de la sagrada comunión y de la extremaunción. El 7 de junio de 1626 se concordaron la Vera Cruz y el cabildo sobre los entierros, que debían respetar desde 1593 lo establecido en el sínodo del obispado de Cuenca bajo supervisión municipal.
La Vera Cruz de Requena no se convirtió en una hermandad hospitalaria.
Con todo, la Vera Cruz de Requena no se convirtió en una cofradía hospitalaria. El hospital de pobres local databa de época anterior y con posterioridad a 1564 no se vinculó a aquélla, lo que circunscribió su protagonismo social.
Con todo, simpatizaron con sus valores personas como el médico Vicente Cucarella, honrado en 1637 con la distinción de alférez de la Vera Cruz. Recibió el 27 de mayo de 1638 del municipio unos 1.800 reales por sus servicios junto al también médico Miguel Iranzo. Estableció en compañía de su esposa María Contreras en el convento de San Francisco una memoria de tres misas de ocho reales para todos los meses de mayo, posteriormente asumida por el vínculo de Manuela Paniagua.
Asimismo, la Vera Cruz se integró dentro de un sistema de asistencia social más amplio, del que también formaron parte el mismo hospital, los médicos municipales y el real pósito. Con todas sus limitaciones, el pósito dispensaba alimento en los peores años, el hospital supervisaba la población flotante, los médicos concertados por el municipio atendían los casos graves y la Vera Cruz acompañaba en la enfermedad y en la muerte. Por desgracia no hemos conservado los libros de memoria de sus clavarios, que nos permitirían hacernos una idea de la efectividad de sus atenciones en comparación con las defunciones registradas en el índice del Salvador (1554-1800), aunque la combinación de todo ello contribuiría a la larga a reducir la mortalidad.
Las preciadas almas.
La salvación del alma preocupó sobremanera a las gentes de tiempos medievales, cuando el Purgatorio fue dibujado en unos términos casi contables, según algunos historiadores. En el Libro Viejo de la Vera Cruz se dispuso sintomáticamente, entre las planas de 1607, una hoja impresa en latín sobre la condición del alma, del taller del impresor José Tomás Lucas, en el Corral de Comedias de Valencia. La estancia en el Purgatorio de las almas de los difuntos podía acortarse con una serie de buenas acciones, como establecer legados piadosos por testamento. La Bula Sabatina de Juan XXII de 1322 consideró a la Virgen del Carmen la más poderosa intercesora de las almas ante Dios, lo que alentó al respecto la conformación de cofradías.
En la cordobesa localidad de Espejo la cofradía de las Ánimas Benditas del Purgatorio terminó abrazando con el tiempo la Vera Cruz, pero en el caso de Requena no se verificó tal unión. La Vera Cruz, con toda su preocupación por tal cuestión, permaneció separada de la de las Almas de la iglesia de Santa María, la cofradía del Rosario (establecida en 1571). Disponía de una importante cantidad de bienes inmuebles a mediados del siglo XVIII, en vivo contraste con la Vera Cruz, en tierras como el pedazo de las Almas del Purgatorio (arrendado por cien reales), censos o casas como la plaza del Arrabal, la del portal de Madrid o la de las Peñas. A cambio, correspondía con misas cantadas. El Domingo de Almas, el cabildo eclesiástico oficiaba a petición suya un aniversario, valorado en once reales. Precisamente, el cabildo acordó hacer novenarios y oficios cantados por sus capitulares difuntos. En Requena también se estableció una Memoria de Almas en la parroquial de San Nicolás, lo que demuestra con claridad la inserción de la Vera Cruz en un ambiente preocupado por la salvación en el más allá.
Las misas.
Las misas se celebraban en sufragio de las almas y cada hermano debía rezar al cofrade difunto diez padrenuestros y diez avemarías. Los clavarios dirían una misa por el cofrade muerto el mismo día y al siguiente en el altar de la cofradía, de lo que llevarían memoria. Mientras cofradías como la zaragozana de San Miguel y San Amador (1391) estipulaban dos padrenuestros, dos avemarías y siete salmos penitenciales, la alicantina de San Nicolás (1402) instaba al rezo de cien padrenuestros y cien avemarías.
La Vera Cruz requenense no se caracterizó por una exigencia excesiva, por ende, cuando los más acaudalados hicieron ostentación en sus testamentos sobre el particular. El presbítero Juan Jiménez fundó el 29 de mayo de 1680 un mayorazgo con la consignación de 200 misas en El Salvador, 200 en San Nicolás, 200 en el convento del Carmen, 200 en el de San Francisco, y 700 en Santa María. Una misa tenía el valor de unos cuatro reales.
Hemos de resaltar que los clérigos de las parroquias requenenses se encargaban de los oficios de difuntos, no la misma cofradía al modo de la Vera Cruz de Sevilla.
Con todo, en el cabildo veracruzano del 12 de febrero de 1617 se sostuvo que las constituciones originarias no hacían referencia al sufragio por las almas de los difuntos, que padecían en el Purgatorio, por lo que se estableció a partir de entonces que al año se celebraran tres aniversarios, un nocturno y una misa cantada con diáconos.
El círculo de asistencia espiritual.
La hermandad no estaba reñida con la familia, aunque no se permitiera a los familiares situarse en la cabecera del lecho mortuorio, proponiéndose varias razones. Aquéllos representaban lo mundano, según algunos. Otros han sostenido que así el moribundo recordaba la soledad de los que fallecían de resultas de la peste. También se ha sospechado, con la proliferación de los testamentos desde el siglo XII, que era una forma de excluir a los seglares por los clérigos que actuaban como notarios.
En nuestro caso, cuando moría un cofrade o su mujer (algo que resaltaba el sacramento del matrimonio) todos debían asistir al entierro y trasladar su cuerpo a la iglesia. El beneficio se extendía a las viudas, los hijos mozos, las personas de su casa e incluso sus esclavos.
De contraer nuevo matrimonio, la viuda perdía tal trato. Los clavarios debían notificarle en un mes si deseaba permanecer en la cofradía ocupando el lugar de su difunto marido, pagando un real al año. De no desearlo, el derecho se trasladaría al hijo mayor (con el pago esta vez de dos reales), que de declinarlo iría pasando al resto de hermanos por orden sucesorio. Así surgió la tradición familiar veracruzana de muchos requenenses. En nuestro caso, el difunto no pagaría de sus bienes tres sueldos, con la excepción de los pobres, como en la de Santa María de Alcoy de 1494, algo que favorecería el deseo de pertenecer a la cofradía por parte de muchos que se dispusieron para su último y largo viaje.

Fuentes.
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Real Cancillería 2198, ff. 17v-19r.
ARCHIVO GENERAL DE SIMANCAS.
Cancillería. Registro del Sello de Corte, Legajo 149407 (181) y Legajo 149611 (252).
ARCHIVO HISTÓRICO MUNICIPAL DE REQUENA.
Catastro del marqués de la Ensenada. Respuestas particulares del clero, 2840.
FONDO HISTÓRICO DE LA VERA CRUZ DE REQUENA.
Libro Viejo de la Vera Cruz.
Bibliografía.
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