Las destrucciones de la guerra.
Requena fue puesta duramente a prueba durante la guerra de Sucesión. La progresión de las fuerzas de Carlos de Austria en el reino de Valencia en 1706 aconsejó que los soldados enfermos de Felipe V fueran atendidos en el hospital de la villa, que quedó desbordado. Se ordenó el traslado al convento de San Francisco, pero el entonces párroco de San Nicolás don Pedro Domínguez de la Coba los condujo a la ermita de San Sebastián, donde se sanaron 318 enfermos.
Tras la entrada de los austracistas, la villa padeció el saqueo, la profanación e incluso la destrucción según expuso muy gráficamente el mismo Domínguez de la Coba en su pormenorizado relato de aquellos luctuosos días:
“Había también en el Arrabal otras dos ermitas o públicos oratorios: uno en el hospital de la villa, bajo la advocación del Dulce Nombre de Jesús; y otro en el colegio que, para enseñar a la juventud, fundó la buena memoria del señor don Juan García Dávila, bajo la advocación de san Joseph y san Nicolás. Ambos altares fueron destruidos, aunque no pudieron saquear los ornamentos por haberlos subido a su parroquial el cura de San Nicolás. Del hospital sólo quedaron los cimientos pues, acabado de saquear, le pusieron fuego.”
Recuperada Requena por los borbónicos, el rey Felipe V otorgó el 22 de octubre de 1707 la remisión quinquenal de tributos para reedificar el llamado hospital de la reina, a contar desde el primero de enero del año en curso y a tener bien presente por la contaduría de millones de Cuenca. Era una tarea tan costosa como necesaria.
Los principales encargados y valedores del hospital.
Tras la guerra se hicieron cargo del hospital dos figuras destacadas de la Historia de Requena: don Pedro Domínguez de la Coba, patrono y cura párroco del Salvador desde 1709, y el párroco de San Nicolás don Juan Martínez Cros como mayordomo, que conformaron un buen equipo de trabajo.
Del primero mucho y bueno han escrito César Jordá Sánchez y Juan Carlos Pérez García, destacando su relevante papel durante la guerra de Sucesión. Baste por nuestra parte añadir que era hermano del también sacerdote don Miguel, uno de los grandes benefactores de la institución en el tránsito del XVII al XVIII y párroco de San Nicolás antes que don Juan. La capacidad de organización de don Pedro y su conocimiento de las personas y las tierras requenenses motivó que se le encomendaran importantes comisiones, como la puesta en labor de las tierras de la Hoya de la Carrasca en provecho de la institución, disponiendo de amplios poderes de absolución y apeo.
Don Juan también fue un varón competente, que ya había acreditado una destacada sensibilidad social. En 1686 el corregidor lo propuso como depositario de una hermandad de los pobres de la cárcel, a crear, encargada de su curación en caso de enfermedad. Destacado colaborador de Domínguez de la Coba, su fallecimiento en 1737 le afectó sobremanera.
Se alza un nuevo edificio.
La edificación o fábrica de un nuevo hospital fue inexcusable. Pedro Domínguez de la Coba ofreció para ello un terreno y huerto de su propiedad, cercanos al antiguo, que tras la postura del licenciado Francisco García González pasaron de los 3.300 reales de tasación a los 4.200 en 1708.
Con la autorización del obispado de Cuenca, el mayordomo hospitalario Juan Martínez Cros le pagó 1.500 reales el 18 de febrero de 1712 a su protector Domínguez de la Coba, al que también se resarció por un censo a favor del Carmen de 600 reales establecido sobre una parte del solar escogido para el alzado. Como el reconocimiento del lugar y la confección de la planta del edificio por un maestro ya habían supuesto 450 reales, el dinero contante y sonante escaseaba, proponiéndose a Domínguez de la Coba una permuta de terrenos para completar el valor de lo convenido. Consiguió un pedacillo de tierra de huerto contiguo a su casa, ideal para tomar el agua de la acequia. Se emplazó, pues, el terreno en los partidores de la calle del Carmen.
En 1715 se cuantificaron los gastos de la obra en 18.674 reales, que sobrepasaban con creces los ingresos anuales de una institución con grandes compromisos de asistencia social. Los recursos salieron de la concesión de los tributos reales como el reparto entre los vecinos de los débitos de las sisas, los millones, el servicio ordinario y extraordinario, los cientos y la contribución de las milicias.
Los jornales de los maestros y oficiales representaron la cuarta parte de lo gastado. En las portadas del nuevo hospital se utilizó la piedra, cuyo valor representaba la tercera parte del de la cotizada madera de la serranía de Moya. Sólo su labranza y disposición en las techumbres de reboltones cubiertos de losas se llevó el 12´4% del dinero. La cal y el yeso, imprescindibles en nuestras obras, supusieron casi otra cuarta parte. Como el hospital adquirió por 25 reales la licencia para oficiar misa, necesaria para cumplir los compromisos espirituales de los otorgantes de censos, se cuidaron los elementos religiosos del edificio como la iglesia y su sacristía. Se encargó y doró un retablo por 340 reales, se dispuso la escultura de la iglesia por 180 y una imagen de Nuestra Señora de la Cabeza costó 15.
Las visitas episcopales.
La gestión del hospital de pobres, confiada a responsables parroquiales, fue supervisada por el obispado de Cuenca a través de las visitas, en las que se intentaban clarificar las cuentas y comprobar si se cumplía a satisfacción el objetivo caritativo de la fundación. La procuración de la visita, junto con el catedrático y la luctuosa, era un derecho episcopal derivado de la administración de justicia en la diócesis, y en 1531 las Constituciones sinodales promovidas por el obispo don Diego Ramírez de Villaescusa instituyeron la visita al menos cada dos años de todas las iglesias no exentas o no sometidas al directo patronato real, ermitas y hospitales.
Esta misión se podía confiar a los arciprestes y vicarios diocesanos, como el vicario perpetuo de Iniesta Juan de Albarracín en 1749, y a eclesiásticos que auxiliaban directamente al obispo en la administración, como el antiguo colegial de Málaga Miguel del Pozo en 1704.
En la primera mitad del siglo XVIII se realizaron visitas de forma irregular, verificándose en 1704, 1708, 1712, 1715, 1719, 1721, 1723, 1727, 1733, 1736, 1741 y 1749. A partir de 1753 su periodicidad ya sería anual, ganando la institución con ello. Ya en el lejano sínodo de 1399 se había solicitado al obispo que cesaran las visitas en tiempos de pobreza, pues los visitadores tenían que ser pagados y resarcidos por los mismos visitados. Pese a que en 1531 se recalcó que la pobreza no las obstaculizara, resignándose el visitador a no cobrar, las cosas no mejoraron precisamente hasta bien entrado el XVIII. La preocupación por los pobres del obispo don Diego de Toro y Villalobos (1734-37), los deseos de restauración moral y edilicia del prelado don José Flórez Osorio (1738-59) y la insistencia en el cumplimiento escrupuloso de las visitas de don Sebastián Flores Pavón (1771-77) ayudaron a dotarlas de la deseada periodicidad en coincidencia con la recuperación económica del hospital requenense.
La primavera, particularmente el mes de mayo, y el verano eran las estaciones predilectas para llevarlas a cabo, pero en 1704 se practicó a finales del otoño, con la guerra entre Austrias y Borbones en el horizonte peninsular.
En las visitas subyacía el principio del control de los administradores, que también encontramos en los juicios de residencia a los corregidores reales salientes. Sin embargo, comprobamos diferencias sustanciales entre ambos procesos de inspección. En ningún momento el patrono saliente fue investigado por el entrante como en el caso de los corregidores, solicitándose el testimonio pormenorizado de aquellos particulares que pudieran sentirse agraviados con su gestión. De hecho, tanto uno como otro terminaron siendo los curas titulares de la parroquia de San Nicolás.
Con mayor rigor se trataba al mayordomo, al que se responsabilizaba de cualquier pérdida económica o alcance contra el hospital. A veces quien también pagó los platos rotos fue alguna hospitalera, como María Ramos en 1756. En su cuarto tenía la buena mujer y su familia instrumentos musicales y otros objetos para ofrecer títeres, bailes y comedias, mal vistos ya por aquel entonces. También se corrigió a algún que otro particular. El visitador José Ejarque y Granero denunció en 1741 a Miguel Atienza por pedir limosna para los pobres vergonzantes sin licencia del provisor.
La irregularidad mermó la efectividad de las visitas, y algunos problemas parecieron no tener solución, como un inútil sótano lleno de inmundicias en 1741, cuyo valor no excedió de los 280 reales.
La precariedad de los ingresos censales.
A principios del siglo XVIII la principal fuente de ingresos del hospital eran los censos consolidados, que representaron el 67% del total. Los nuevos censos ingresaron el 7´6%, y los molestos atrasos censuales el 20´4%. El 5% restante lo aportó la modestísima renta de unas casas, la venta de la cuarta parte de una taula y de un pedazo de tierra del Rebollar. Tal estructura de ingresos perduraría hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XVIII
El puntual pago de los réditos censuales cada año dependió de la buena voluntad de los herederos a la hora de cumplir los legados piadosos consignados en los testamentos de sus mayores y en la bonanza económica. Llegados a 1721 falló la primera ante los embates de los tiempos. Divisiones de herencia y permutas de bienes añadieron dificultades.
Los morosos fueron perseguidos por el fiscal general de las obras pías, con poder para llevarlos a juicio ante el provisor vicario general de la diócesis. Tales mecanismos, de todos modos, hicieron aguas por muchos costados.
Desde el obispado, depositado en don Juan de Lancaster (de la poderosa casa ducal de Abrantes), se alzó el tono, amenazándose con la excomunión a los incumplidores. De muy poco sirvió. Es más, algunos afectados pasaron a la ofensiva: los herederos de don Miguel de Ibarra protestaron ante las malas condiciones de su capilla, donde tenían que rezarse misas por el alma del difunto. Las humedades de su altar habían deteriorado el yeso y los ladrillos.
Tras los juicios y las penas del alma llegó el pragmatismo de los acuerdos entre las partes. Los deudores reconocieron sus obligaciones a cambio de pagar la anualidad con retrasos que podían alcanzar los cuatro o cinco años. Más valía tarde que nunca, y las visitas fueron distanciándose unas de las otras como ya hemos apuntado.
En los años de visita que fueron entre 1708 y 1749 se registraron los siguientes ingresos (o cargo) y gastos (data) en reales:
Año | Ingreso | Gastos |
1708 | 8.080 | 4.348 |
1712 | 8.906 | 8.806 |
1715 | 6.702 | 6.725 |
1719 | 8.477 | 4.188 |
1721 | 4.492 | 2.843 |
1723 | 4.766 | 3.109 |
1727 | 7.587 | 7.010 |
1733 | 7.436 | 6.827 |
1736 | 5.337 | 5.460 |
1741 | 6.858 | 6.245 |
1749 | 13.191 | 14.608 |
A primera vista la contabilidad de la institución se nos antoja saludable, apuntándose pérdidas o alcances negativos en los ejercicios de 1715, 1736 y 1749. Sin embargo, el cálculo de los ritmos de ingreso y gasto medio anual nos ofrecen un panorama más ajustadamente precario e inclusive declinante. Entre 1708 y 1723 el hospital consiguió una media de 2.205 reales al año, teniendo que deshacerse de 2.001, pero de 1724 a 1749 el ingreso medio cayó a los 1.632 y el dispendio se acercó a los 1.606. Sobrevivir ya fue todo un logro, especialmente si se tiene en cuenta que la estructura de los grandes capítulos de gasto se encontraba a comienzos del XVIII bastante perfilada: el 30% en salarios (llevándose la parte del león el del hospitalero), el 26´7% en cancelación de deudas, el 22´5% en atención a los pobres de tránsito, el 13´7% en obras de mantenimiento, el 5% en medicinas y productos necesarios para los internos, el 0’ 9% en misas y el restante 0´9% en dispendios judiciales. Como los salarios no se mermaron con tal de no desarbolar la institución por dentro, dada la valía de un hospitalero u hospitalera diligente, y se tuvo que seguir atendiendo al pago de las deudas, las economías o recortes se realizaron en la atención, conduciendo a otros puntos a aquellos pobres que no pudieron ser acogidos debidamente.
Es verdad que unos ingresos excesivamente ceñidos a los censos no contribuyeron a remontar la situación, pero en la primera mitad del siglo XVIII el problema de rigidez de la estructura de ingreso ante la necesidad de mayores dispendios también atormentó a la hacienda municipal, todavía muy centrada en el arrendamiento de las hierbas de las dehesas. Si en 1689-1719 su ingreso medio marcó el mínimo histórico de 634 reales, en 1722-33 sólo remontó a 670, dejando para los años venideros futuras expansiones. Por otra parte, la carencia de granos ocasionó problemas de abastecimiento, que tuvieron que ser atendidos por el Pósito, cuyo volumen de gasto creció en un 96% en la década de 1730-40 ante la expansión demográfica.
Las instituciones requenenses (el concejo, el pósito y el hospital) parecían asediadas por las dificultades económicas de aquellos años, pero en Requena crecía con lentitud desde finales del siglo XVII la renovación, cuyos frutos empezaron a hacerse visibles según veremos a mediados del XVIII.
La vida en el hospital.
Las condiciones de atención distaron de ser óptimas en varias ocasiones, ya que en los cuartos del hospital se dieron cita desde personas pobres necesitadas de acogida a verdaderos enfermos que requirieron ser ingresados para su sanación, como Alonso Fuertes entre el 15 de marzo y el 29 de junio de 1749, cuya factura hospitalaria ascendió a 212 reales y sus medicinas a 30. Por otra parte, no siempre hubo dinero para remozar las edificaciones, de tal manera que en 1748 los alarifes Roque López y Ramón Mas tuvieron que afanarse en sus labores: blanquear la iglesia, empedrar el zaguán, componer hasta dos veces el campanario, reparar las balaustradas del altar, y otros pequeños trabajos de cerrajería y albañilería, montando todo 338 reales.
Se entiende perfectamente que la hospitalización comportara más de un riesgo de contagio, pudiendo afectar al poblado arrabal de Requena de lleno, y en la medida de lo posible se procuró atender a los enfermos necesitados de forma externa en sus propios domicilios, proporcionándoles ayudas por baja laboral, medicinas o asistencia médica. A mediados del siglo XVIII la llamada epidemia de la Vega obligó a recurrir a tales mecanismos sanitario-asistenciales.
De todos modos nuestro hospital fue en más de una ocasión un centro de acogida masificado. Entre 1723 y 1727 el número de pobres excedió la capacidad de atención del establecimiento, que tuvo que sortear o conducir a Utiel o a Siete Aguas a 89 personas en el primero de los años y en el segundo a 165 a razón de reales por cada.
Entre tantos rigores y padecimientos a veces se dio alguna que otra alegría festiva. La hospitalera María Ramos, como ya vimos, disponía de elementos para la diversión, que muchas veces no se emplearon en regocijar a los internos, sino en conseguir fondos a través de funciones cómicas y teatrales públicas en días festivos. A mediados del XVIII, sin embargo, tales expansiones estuvieron muy mal vistas por las autoridades eclesiásticas e inclusive municipales, como las del vecino reino de Valencia, que en 1749 clamaron contra los bailes y las comedias en los hospitales ante la ira divina manifestada en forma de feroces terremotos. La idea de allegar dinero gracias a cierto tipo de espectáculo no se desechó de todos modos, y la volveremos a ver florecer a fines del XVIII y principios del XIX con las corridas de toros.
Entre tanto, algunos particulares se quejaron que no se rezaba con celo por el alma de sus difuntos, ya que entre los dispendios del hospital las misas cantadas y rezadas tenían asignada su propia partida. Por desgracia no conocemos con el detalle deseado a qué patrocinios religiosos se encomendaron los donantes, aunque el Santo Hospital se encontraba bajo la advocación del Niño Perdido desde mucho antes. Se solemnizó especialmente el Nombre de Jesús y el Domingo de la Santísima Trinidad.
Una actitud más diligente.
En la década de 1750 los supervisores del hospital adoptaron un tono más exigente, aumentando la regularidad de las visitas, convertidas en anuales a partir de 1753, imponiéndose ya la formación de un verdadero archivo documental.
Las instalaciones como las bodegas fueron objeto de atención, así como la casa baja de los pobres. Los tejados se compusieron debidamente y las acequias se limpiaron. Se exigió en consonancia del personal encargado una actitud más rigurosa, insistiéndose en los cargos o deudas que el mayordomo debía satisfacer.
Se incrementó el deseo de diversificación patrimonial, no ateniéndose tanto a los censos como en el pasado, interesándose por las casas urbanas (como la legada por María Carcajona en la calle del Castillo), el alquiler de cuevas como la de María Oller, y las taulas de tierra como las diez sitas en el camino de Iniesta, que llegaron a rentar anualmente unos 900 reales.
Apareció, asimismo, un espíritu más laborioso y productivista si se quiere, elaborándose del orden de 57 varas de lienzo en 1750. Se encomendaron al mayordomo, procedentes de las limosnas, ocho libras y media de hilaza blanca sin curar y diecinueve libras de cáñamo en rama para hilar y echar tela. El influjo de la Requena textil se hizo patente de esta forma, aunque no fuera a través de la seda.
La mejora de resultados.
Sintomáticamente el balance económico mejoró:
Año | Ingreso | Gastos |
1754 | 3.727 | 2.735 |
1755 | 3.299 | 2.347 |
1756 | 2.779 | 2.305 |
1757 | 3.013 | 2.980 |
1758 | 3.222 | 2.603 |
1759 | 3.962 | 3.134 |
1760 | 4.788 | 2.838 |
En la última fecha se inició el uso de incorporar a los ingresos el superávit del ejercicio anterior, al igual que observamos en la contabilidad municipal de los propios y arbitrios, igualmente preocupada por diversificar sus fuentes de ingresos. Podemos calificar indiscutiblemente de meritoria la gestión de esta etapa, especialmente si tenemos presente que coincidió con un descenso del número de bautizos y un estancamiento del de los matrimonios en la parroquia de San Nicolás.
¿Avanzando hacia la loma de San Francisco?
Es bien sabido que a raíz de la Desamortización el hospital se trasladaría del arrabal al que fuera convento de San Francisco, aduciéndose motivos de orden sanitario como bien han recordado Miguel Guzmán y Alfonso García Rodríguez.
Ya en el siglo XVIII encontramos una serie de elementos que anunciaban el futuro emplazamiento, sin prejuzgar el resultado decimonónico. A los precedentes ya enunciados de la guerra de Sucesión podemos añadir otros posteriores. En 1743 el convento franciscano sufragó parte de los dispendios de la sanación y sangrías de los pobres del hospital y de los presos de la cárcel. El hospital recibió legados de tierras en las cercanías, como una tahúlla en las Peñas de María Carcajona en 1756. Pequeños detalles que apuntaban hacia el porvenir.
Fuentes.
ARCHIVO HISTÓRICO DE LA FUNDACIÓN DEL HOSPITAL DE POBRES DE REQUENA.
Libro de cuenta y razón de los censos (1701-1769). Primer libro de la serie.
ARCHIVO HISTÓRICO MUNICIPAL DE REQUENA.
Libro de actas municipales de 1686-1695 (3269), de 1706-1722 (3265) y de 1743-1748 (3261).
Libro del pósito de 1726-1735 (3549) y de 1736-1748 (3552).
Libro de propios y arbitrios de 1745-1783 (2903).
Bibliografía.
Don Pedro Domínguez de la Coba (atribución), Antigüedad y cosas memorables de la villa de Requena; escritas y recogidas por un vecino apassionado y amante de ella. Estudio crítico y transcripción a cargo de César Jordá Sánchez y de Juan Carlos Pérez García, Requena, 2008.
