Ideal y realidad de la Contrarreforma.
La aplicación de los acuerdos del Concilio de Trento resultó laboriosa, dependiendo del beneplácito de los poderes seculares de reyes tan celosos de su autoridad como Felipe II, con importante margen de maniobra para promover a individuos de su predilección a las sedes episcopales. Arzobispos y obispos tenían la potestad de convocar los sínodos diocesanos para poner en práctica lo dispuesto en Trento. El de Cuenca de 1566 se propuso delimitar las parroquias requenenses de forma más estricta, algo que no se sustanciaría hasta 1795.
Las parroquias, corporaciones e institutos del Antiguo Régimen se mostraron celosas de sus derechos, por lo que cualquier reforma por bien intencionada que fuera se exponía a ser tachada contraria a la costumbre, la venerada tradición que alcanzaba valor de ley, algo que contribuyó a mermar la efectividad del mensaje contrarreformador. En el Sacro Imperio Romano Germánico anterior a la guerra de los Treinta Años se ha observado el mismo fenómeno entre distintas confesiones. Un pío y anónimo religioso se quejó en 1621 a la Junta de Reformación de la Monarquía de Felipe IV de las faltas de más de un clérigo, algo de lo que podía “Nuestro Señor estar muy indignado en nuestra Hespaña, como lo colixen las personas spirituales de las sagradas letras”. El listón permanecía alto, al menos para algunos, frente a una realidad decepcionante.
Ética para un tiempo crítico.
La religión se encontraba imbricada notablemente en las costumbres de la España del Barroco, lo que no evitaba algunas contrariedades. El obispo de Cuenca Andrés Pacheco censuró el 4 de noviembre de 1610 la mala gana con que, a su criterio, se hacían las representaciones del Corpus en la plaza de la villa de Requena, ordenando la presencia allí del Santísimo Sacramento el día de la fiesta y las dos jornadas siguientes. Los sacerdotes velarían para que se oficiaran con el ornato debido.
Los escrúpulos morales de la Contrarreforma no evitaron la sensación de degradación de las costumbres de tiempos de Felipe III, coincidiendo con la privanza del duque de Lerma y con el flagelo de graves dificultades demográficas y económicas en Castilla y otros Estados de la Monarquía hispánica. La prolífica literatura de los arbitristas, reivindicada recientemente a todos los niveles, dio buena muestra del descontento de los coetáneos con la marcha de las cosas y de su deseo de enmienda. Los contrarios a Lerma y a sus seguidores animaron en el reinado siguiente la Junta de Reformación, que insistió en la reforma de costumbres.
¿Hasta qué punto mantuvo la Vera Cruz sus costumbres en aquel tiempo incierto? ¿Minó la crisis del siglo XVII su caudal ético? Veamos, pues, cómo se encararon sus cofrades con los problemas de este mundo.
La costumbre, orgullo de la cofradía de la Vera Cruz.
El paso del tiempo no mermaba el valor de una institución o de una costumbre durante el Antiguo Régimen, sino que lo acrecentaba, hasta tal punto que los mismos humanistas se empeñaron en acercarse al cristianismo primigenio a través del estudio circunspecto de los textos. En 1626 el mayordomo de la Vera Cruz Vicente Ferrer de Plegamans sostuvo con satisfacción que la costumbre de la procesión del Jueves Santo se había observado desde hacía sesenta años. Con orgullo se apuntó en 1617 que la procesión del Jueves Santo se hiciera siguiendo lo acostumbrado, a partir de las once de la noche tras el previo toque de campana a las diez. Los penitentes se dispondrían espiritualmente durante aquella hora, honrando sus compromisos individuales y la tradición misma.
El respeto por el pasado, muy distinto de la actual fascinación por el futuro, abrazó la atención por las almas del Purgatorio, la de los hermanos queridos que merecían ser honrados. En 1617 se hizo hincapié en ello, con la celebración por la Exaltación de la Cruz de Septiembre, San Sebastián y la Encarnación a partir de este momento de tres aniversarios, un nocturno y una misa cantada con diácono anuales. El presente tenía sólidos cimientos en el pretérito, capaz de orientar con vigor el porvenir.
Seglares y religiosos, avenencias y preferencias.
Mientras la Reforma protestante se ha interpretado como un movimiento favorecedor de la posición de los seglares en la comunidad cristiana, la Contrarreforma se ha contemplado en clave de reafirmación de la autoridad del clero. En sus Instrucciones de la fábrica y del ajuar eclesiásticos, Carlos Borromeo estableció las pautas de la arquitectura sacra de la Contrarreforma, seguida más o menos fielmente a nivel local, en las que se emplazaba preferentemente alrededor o frente al altar mayor el coro, el espacio reservado a los eclesiásticos.
Durante el siglo XVI, la queja eclesiástica del excesivo protagonismo de labriegos y gentes legas en las cofradías fue frecuente en tierras castellanas. Los carmelitas requenenses no dejaron pasar la oportunidad de impulsar la Vera Cruz y su prior presidió los cabildos de la cofradía.No obstante, se convidaba a los franciscanos (durante un tiempo temibles rivales) a la procesión del Jueves Santo antes de 1662, encargándose a partir de entonces los mayordomos de la cofradía de invitarlos oficialmente. También el cabildo eclesiástico deseó ganar protagonismo y el 13 de abril de 1626 sus integrantes pretendieron ocupar una posición más eminente en la procesión del Jueves Santo, especialmente el cura de San Salvador, aunque el prior se opuso modificar la costumbre establecida. A 7 de junio de aquel año se había incoado litigio ante el obispo de Cuenca Enrique Pimentel sobre el particular, lo que no evitó ratificar la concordia de 1582 pocos días después, el 11 de junio.
El peso eclesiástico, con todo, no difuminó el de los seglares. Ya suscribieron aquella concordia algunos ilustres seglares de Requena, como Miguel Pedrón de Marcilla, Lorenzo Ruiz Ferrer, Juan de Atienza, Alonso y Miguel Domínguez de la Coba o Gil Muñiz de Pelea. En 1617 desempeñó el oficio de alférez Baltasar Alegre, la mayordomía Juan Pedrón de la Cárcel y Juan Comas de la Cárcel, la clavería Marcos Sánchez de Rojas y Francisco de Atienza y la escribanía Mateo de Cuenca. El 16 de marzo de 1636 fue honrado con el oficio de alférez para el año entrante el doctor Vicente Cucarella, que ejercía como médico de la villa junto al doctor Miguel Iranzo, elocuente de una cofradía que veneraba a San Sebastián en una época azotada por la peste. A 22 de febrero de 1643 ejercieron la mayordomía dos figuras importantes de la vida local, el caballero de Santiago José Ferrer de Plegamans y don Francisco de Carcajona Merchante. Las historias familiares fueron tejiéndose con la de la Vera Cruz, como la de los Domínguez de la Coba. Si en 1657 consta Alonso Domínguez de la Coba como clavario, al año siguiente lo fue Miguel y Pedro ejerció de cobrador en 1660.
La Vera Cruz ganó las preferencias de un grupo significativo de requenenses, con posición e importantes vinculaciones familiares, que se extendían al clero local según sucedía en aquella época. Con experiencia probada en los asuntos públicos y municipales, entonces con tantas competencias como desvelos, aportaron a la cofradía su conocimiento de las leyes y su deseo de vivir un ideal religioso. Es muy probable que su ejemplo moviera a otros, con menos posición y recursos, a unirse a la hermandad. De la popularidad y nombradía alcanzada por la Vera Cruz en Requena da idea que en 1632 se instara a no designar mayordomos, clavarios u otros responsables a quienes no fueran hermanos cofrades.
Los que invocaban la misericordia celestial.
A los problemas económicos y militares con los que tuvieron que bregar los castellanos en general y en particular los requenenses del XVII, se añadieron los derivados de las adversidades de la Pequeña Edad del Hielo, especialmente las sequías, con una agricultura muy centrada en la producción de cereal. De 1638 a 1654 se encadenaron una sucesión de malos años agrícolas, marcados por la carencia de aguas, lo que determinó a las autoridades locales a implorar con gran preocupación el favor del cielo por medio de rogativas, que se hicieron el 24 de abril de 1638, el 10 de junio de 1639, el 20 de abril y el 22 de junio de 1640, el 10 de mayo de 1641, el 10 de junio de 1644, el 20 de abril de 1651, el 25 de abril de 1652, el 18 de abril de 1653 o el 10 de enero de 1654.
Según la mentalidad de la época, la sequía obedecía a un castigo divino por los pecados de las gentes, que cabía expiar y hacerse de perdonar por la misericordia de Nuestro Señor, haciéndose imperativa en nuestro caso la intercesión de Nuestra Señora de la Soterraña y de la de Gracia en los momentos más graves. En vista de ello, la Vera Cruz llegó a tomar parte en tales rogativas y en el cabildo del 17 de abril de 1640 se abordó cómo participaría desde el convento de San Francisco, tres días antes de la procesión que se haría al efecto. Se acordó que se portaran doce hachas de cera para su lucimiento, entregando los hermanos a los clavarios las cantidades que consideraran adecuadas. Se insistió en que las seis cofradías restantes también acudirían con sus respectivos pendones y dos hachas cada una, precedidos por el mandato del arcipreste. Los hermanos deberían llevar la túnica debidamente, signo claro de su compromiso.
Patrimonio y crisis económica.
El saber popular ha sostenido que la cara es el espejo del alma, de tal manera que las más preciadas cartas de presentación de una cofradía religiosa son sus imágenes, la devoción convertida en arte. El mundo católico reafirmó su imaginería religiosa de la mano de escultores como Gregorio Fernández (1576-1636) o Juan Martínez Montañés (1568-1649), paralelamente a su postergación por los protestantes, cuando no a su destrucción, caso de la furia iconoclasta de los Países Bajos de 1566.
En el tránsito del siglo XVI al XVII se hicieron visibles las dificultades económicas en muchas comarcas hispanas. La carencia de pan castigó a Requena, que tuvo que esgrimir sus privilegios para mejorar su abastecimiento. Aunque instituciones municipales como la del pósito tuvieron que gastar importantes sumas de dinero para comprar cereal, los requenenses no vacilaron en comprar objetos religiosos, desde artísticos libros con destino al Carmen o San Francisco a palmas de Valencia para el Domingo de Ramos. A 8 de marzo de 1617 se acordó en cabildo la elaboración de un Cristo con los brazos articulados para ser dispuesto en las andas, a la vista de todos. A los dispendios derivados podían concurrir todos los cofrades según sus posibilidades, encargándose la obra en Valencia.
A veces se ha puesto en relación crisis económica y fomento de las artes a modo de atesoramiento ante una realidad volátil, pero la subida de precios dificultó los encargos y las compras. Más que una estrategia económica, guiaría a los requenenses un propósito religioso, fomentado por la Contrarreforma, que también se haría visible en el alzado del primigenio convento de San Francisco.
La Vera Cruz disponía en 1620 de un respetable patrimonio religioso, cuyo origen y coste no conocemos. En su relación de objetos preciosos se encontraba el Cristo Grande del Altar, el Cristo de los Entierros, el Cristo Grande del Entierro, el paso de Cristo con la Cruz a cuestas y la Columna. Además, se hace mención de siete báculos, dos andas, una cruz, seis cabezas de Cristóbales, la caja de los difuntos, un paño negro de la cena, un signal de lienzo, una cortina de tafetán azul, una cortina de lienzo negro, cinco lámparas de vidrio, unas correas para llevar al Cristo, una banquilla, una campanilla, cuatro libros, un pendón de damasco negro, un corcho y siete dagas, siete tablas de manteles, dos cancelas de madera grande, una roya colorada vieja, una toca de la Virgen, un arca grande, cinco manos, un paño negro para el cajón, un cajón que se encontraba en la iglesia, la bula de la cofradía, un frontal de damasco carmesí, otro de guadamecí, las constituciones, un hierro para marcar la cera y dos blandones. La importancia de la procesión del Jueves Santo era evidente, así como el cristocentrismo de la Vera Cruz de la época.
Crisis y economías.
Las donaciones y diversos agasajos a la Iglesia fueron numerosas en el tiempo de la Contrarreforma. El 2 de abril de 1662 se decidió que los hermanos veracruzanos de Requena dieran limosna al prior del Carmen por su plática a la puerta del convento en la procesión del Jueves Santo.
Tales deferencias no evitaron más de una queja a lo largo y ancho de la Monarquía hispana. En 1561 se denunciaron los excesivos dispendios en comida de los clérigos durante las visitas pastorales en la provincia de Guatemala. La proliferación de institutos religiosos también se contempló con prevención por los procuradores de las Cortes castellanas.
El equilibrio entre fe y economía era harto delicado, especialmente en los peores momentos. El año 1628 vino marcado en Castilla por las malas cosechas y por los efectos de la devaluación monetaria aprobada en Cortes, coincidiendo con la pérdida de la Flota de Indias anual ante los holandeses en la cubana Matanzas. Para acudir a cosas más necesarias, como el servicio del señor rey, se abordó aquel año en la Vera Cruz requenense la cuestión de la colación a los carmelitas la noche del Jueves Santo y el ofrecimiento de dos o tres cabritos la mañana de Pascua. Se propuso, significativamente, guardar la costumbre ofreciendo el valor en dinero de los cabritos, unos cuatro reales tomados de las limosnas y de la paga de la plática de los penitentes. La esfera religiosa no quedaba fuera de la autoridad pública y la fe finalmente era empleada para apuntalar compromisos profanos.
Por desgracia no disponemos para los críticos años del XVII de contabilidades de la cofradía, de las que empezamos a tener constancia a partir de 1753, en las que se apuntó la importante cuantía de los gastos de cera. La cuestión se arrastraba de muy atrás y dio más de un quebradero de cabeza a los clavarios. A 9 de abril de 1656, en medio de una década verdaderamente complicada, se recordó que el administrador de la limosna se había encargado de la cera de la cofradía, debiendo proveerse del mismo los hermanos a fin de contar con una cera medio real más barata que la ofrecida por el cerero Gaspar de Carcaxes. Cabe recordar que una familia de braceros podía ganar con suerte a diario unos cuatro reales, imprescindibles para comprar un pan a la sazón caro.
El pleito de la hechura del Santo Crucifijo fue mucho más allá de lo meramente económico. Por razones que irían más allá de lo material, no del todo claras, los mayordomos don José Ferrer y don Francisco de Carcajona vendieron y enajenaron por 200 reales de vellón, sin consulta ni consentimiento de todos los hermanos, la imagen al cura mayordomo de San Nicolás para las procesiones y ceremonias del Viernes Santo. Años más tarde, en 1651, su párroco intentó no asistir a la bendición y al sermón del Salvador, la arciprestal con la que mantenía una clara rivalidad. No sabemos si con este gesto los mayordomos trataron de favorecer la causa de San Nicolás o de alguien cercano a ellos, más allá del acto de devoción religiosa. Lo cierto es que la decisión no gustó a una parte significativa de los cofrades, aunque tuvieron que pasar años antes de impulsar la causa de recuperación. Bajo la mayordomía de don Pedro Fernández y de Pedro Serrano Barrasa se formuló el 9 de marzo de 1662 por medio del procurador Julián de Chaves la petición de restitución al obispado de Cuenca, cuyo provisor la recibió el 10 de abril. A 13 de abril de 1663 se deliberó en cabildo sobre el mejor desempeño de la imagen. Ejercía entonces como uno de los mayordomos el licenciado Fernando de Comas de la Cárcel. Al requerirse el voto particular de los responsables, don Fernando fue de la opinión que la hechura retornara a la parroquia de San Nicolás en conformidad con lo que ya se había acordado, trasladándola el mayordomo con el lucimiento de cuatro hachas de cera hasta allí, a la espera del visitador del obispado. Por el desempeño de la hechura se ofertarían los cumplidos 200 reales al mayordomo de aquella parroquia. Sin embargo, Francisco de Manzanares no era partidario de llevarla a San Nicolás. Hasta veintiuna personas de relieve concurrieron a aquel cabildo, pues más allá de lo material estaba en liza el honor de la Vera Cruz.
Los límites del compromiso.
Aunque la Vera Cruz requenense pretendió crear un círculo de fraternidad religiosa, las distinciones sociales estaban muy enraizadas y el ir descubiertos en la procesión de Jueves Santo constituía un gran honor. Aunque en 1634 se ordenó que solo los oficiales podían participar así con las hachas de cera, se tuvo que reiterar en el cabildo del primero de abril del año siguiente, bajo amenaza de ser retirados de la procesión. Poco afecto surtió lo mandado, pues en 1643 se tuvo que volver a advertir. Posiblemente, algunos prohombres que no fueran agraciados con las elecciones anuales de oficios actuaran así, aunque la falta de nombres concretos en las actas del Libro Viejo impide asegurarlo.
A tales actuaciones individuales se sumaron otros problemas, derivados de la falta de cera y de túnicas suficientes. En el cabildo del 22 de abril de 1644 se deploró la falta de luz en el tramo de San Nicolás en la procesión del Entierro. Antes, el 13 de abril de 1642, se denunció que algunos hermanos acudían a las procesiones con capa parda. Como la cuestión legalmente no estaba del todo clara, se instó en que una nueva constitución de la cofradía recogiera la obligación de llevar la debida túnica so pena de cuatro reales (equivalentes, como se recordara, a la retribución diaria de una familia de braceros), que ingresarían los mayordomos. Se pretendía solventar un problema legislando al modo consuetudinario castellano, sentando la correspondiente jurisprudencia. Una vez más, las disposiciones padecieron servir de poco y en 1659 se observó que muchos no acudían con las túnicas obligadas, repartiéndose hachas de cera a gentes tachadas de indecentes. Se decidió que a partir de entonces solo se les entregara a los que acudieran con la túnica negra, pero la realidad marcada por la pobreza era más compleja. Mayordomos y clavarios de 1660 dieron fe de la falta de túnicas para todos los hermanos pobres. Como la procesión carecía, en consecuencia, del lucimiento o acompañamiento de hachas adecuado, se tuvo que ceder túnicas a aquéllos para poder cumplir con lo decidido y celebrar debidamente la procesión.
Semejante decisión no fue nada fácil y el 2 de marzo de 1664 se reiteró que los hermanos portaran la prescriptiva túnica, obligándose para dar ejemplo al respecto con una libra de cera Francisco de Carcajona y Manzanares, José Ibarra, Nicolás Ruiz Ferrer, Juan de Paniagua, Juan Ximénez Celda, Luis Ferrer Pedrón, Juan Ramírez, Pedro de Sirxa, Juan Manzanares, Pedro Ramírez, Nicolás de Cuenca y Mata, Juan de Arroyo Peralta, Martín García Avengomar, Pedro Fernández Pedrón, Miguel Sáez, Pedro García Pedrón, Martín Ruiz de la Cuesta, Alonso Pedrón Zapata, Juan de Comas Alisén, Juan de Comas de la Cárcel y Nicolás Ruiz de la Cuesta. Tales hermanos eran figuras ciertamente relevantes en la vida de Requena, acreditando que la Vera Cruz fue una institución que conoció mejor suerte en el siglo XVII que otras, como el cabildo de los caballeros de la nómina, al ser contemplada como un elemento necesario para afrontar las tribulaciones de un tiempo tan recio como variable.

Fuentes.
FONDO HISTÓRICO DE LA VERA CRUZ DE REQUENA.
Libro Viejo de la Vera Cruz.
ARCHIVO GENERAL DE INDIAS.
Audiencia de Guatemala, 41, N.29.
ARCHIVO GENERAL DE SIMANCAS.
Patronato Real, legajo 15, documento 14.
Bibliografía.
GALÁN, Víctor Manuel, Requena bajo los Austrias, Requena, 2017.