Artículo de Rafael Bernabéu López
Tras la asoladora guerra Carlista, la más encendida pasión política había prendido en la victoriosa milicianada; que se sumó a toda clase de pronunciamientos liberales con juntas revolucionarias, estruendosas manifestaciones cívicas, proclamas impresas, gestos teatrales y arcos de triunfo.
En aquellos tiempos febriles no existían otros objetivos que combatir a sangre y fuego a los retrógrados, barrer las huellas del pasado y mantener ilesa la Constitución. Lo demás –el hundimiento de nuestra industria de la seda y la conservación de los bienes comunales- carecía de importancia.
No era, pues, de extrañar que en septiembre del 40, todos los requenenses, con don Marcelino María Herrero y Velasco a la cabeza, se pronunciaran jubilosamente en favor de Espartero, y que en julio del 43, con don Marcelino María Herrero y Velasco al frente, se manifestasen en contra.
En aquel hervidero, todas las iniciativas de auténtico interés local eran ahogadas irremisiblemente por el delirio político.
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Una de las figuras más características y desconcertantes de aquellos años fue, sin duda, don Toribio Mislata Ponce, capellán del Batallón de Milicianos y regente de la iglesia del Carmen: conspirador empedernido, hombre de barricada, orador de altos vuelos, adoctrinador de multitudes, espíritu descontentadizo…
En los claustros del Carmen, ante un abigarrado auditorio propicio al enardecimiento si se le daba por su comer, don Torubio –como todo el mundo le llamaba- afirmó su popularidad espoleado por los vítores y aplausos que rubricaban sus campanudas lecciones de ciudadanía; siendo fama que reaccionaba y hacía reaccionar a las gentes de la manera más extraña; lo mismo desde el púlpito cantando con arrebatadora elocuencia a nuestra Madre de los Dolores, de la que era un fervoroso apasionado, que desde la tribuna fustigando a los enemigos de la libertad y arrimando el ascua a su sardina.
Su popularidad llegó al extremo de ser llevado en volandas por las calles luego de sus encendidas soflamas que, casi siempre, degeneraban en inenarrables escándalos que ponían a las autoridades en situaciones molestas.
Cuando venían las malas, nuestro intrépido capellán desaparecía sin dejar el menor rastro. Algún tiempo después regresaba de Francia, de Portugal o… de algún cortijo andaluz o caserío comarcano, donde alternaba sus oraciones con el recreo de la caza.
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En julio de 1854, con motivo del pronunciamiento en contra del conde de San Luis, don Torubio, desde uno de los balcones de la Sala, enardeció a la multitud de tal manera, que arremetió contra la oficina de consumos, su administrador Otero y el jefe de la ronda de abujas José Grande. Y cuando el fuego consumió hasta el último papel, organizóse una imponente procesión cívica en la que se vitoreaba a la República y al pan a cuarto; figurando en cabeza algunas mujeres tocadas con el gorro frigio repartiendo aleluyas patrióticas.
El resultado de aquella victoriosa jornada fue la constitución de una Junta de Armamento y Defensa que acabó por actuar en franca rivalidad con el Ayuntamiento; pues mientras unos forcejeaban por constituir una vistosa compañía de artillería (sin cañones ni fortalezas que defender), otros recurrían a los pasquines para que el pueblo supiera la verdad.
Horas después, llegaban unos soldados y todo quedaba como una balsa de aceite. Se levantaba el correspondiente atestado, y por falta de pruebas –humeantes todavía los restos de la oficina de Consumos-, se sobreseía la causa.
Y como don Torubio era señalado como el máximo instigador de todas estas trapisondas, cuando veía el pleito mal paráo, ponía tierra por medio.
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En los tiempos de Narváez, nuestro hombre frenó sus impulsos demagógicos, entreteniendo sus inquietudes al adquirir la imprenta de Benito Huerta. Luego se hizo vendedor de quincalla y, por delatar a un contrabandista de sedas, le alumbraron un trabucazo en Chiva. Poco después moría en nuestra ciudad, según se dijo de pasmo.
Corría el año 1869, precisamente cuando alboreaba su hora; cuando sus incondicionales recorrían las calles en algarada permanente y la emprendían a trabucazos contra el rótulo de la Real Sociedad Requenense de Amigos del País instalada en los altos del edificio del Colegio.
Al socaire de tantos vivas y mueras, surgieron diversas capillitas caciquiles, pues no otra cosa eran las representaciones de los partidos rivales, cuyo único objetivo era el hacerse con la tajá; sin tomarse la molestia de echar un vistazo a su alrededor y contener el resquebrajamiento de nuestra industria sedera.
Tras la Restauración, aquellos hombres de pelo en pecho, tan ufanos y firmes en sus convicciones, sin darse cuenta, resultaba que, pública y solemnemente habían jurado en los últimos años fidelidad a la Soberanía Nacional, a la Libertad, a la Milicia Nacional, al Poder Ejecutivo, a Amadeo de Saboya, a la República, a Alfonso XII… Solo les faltaba rendir pleito homenaje al lucero del alba.
Estampas requenenses, XV Fiesta de la Vendimia, Requena, 1962, pp. 175- 182