Acerca del epigonismo borbónico.
Cuando Felipe V se sentó en el trono español, sus amplios dominios requerían un reajuste. Era una creencia común y extendida en las cancillerías europeas que su vasto imperio atesoraba ingentes recursos, pero se encontraba mal administrado. En la corte española, el cardenal Portocarrero censuraba con acritud el comportamiento de los nobles, en exceso atentos a su engrandecimiento personal sin preocuparles el interés general. Pretendían rentas y prebendas sin apenas cualificación, según su criterio. Los cuantiosos impuestos que se pagaban en la Corona de Castilla no aseguraban unas fuerzas armadas sólidas, a la altura de las circunstancias. Para dar vigor al decaído valor militar español, se promovieron las milicias a finales del reinado de Carlos II. Sin embargo, los informes sobre el estado de las fortalezas, arsenales, barcos y tropas de la Monarquía, especialmente en la Península, eran muy pesimistas, algo que la posterior propaganda borbónica aprovecharía para alabar la recuperación del poder español bajo Felipe V.
Con independencia de la confianza depositada en una u otra figura, además del influjo de Luis XIV, la estructura administrativa siguió girando alrededor de los Consejos, como el de Castilla o el de Hacienda. A este respecto, los primeros años de la guerra de Sucesión no supusieron un cambio con los últimos de Carlos II, y cabe hablar de un epigonismo borbónico. Las rentas provinciales castellanas, los impuestos de origen bajomedieval aumentados bajo los Austrias, no fueron alteradas por los consejeros de Felipe V, a pesar de la indiscutible necesidad de reformar la hacienda real. Para hacernos una idea de la gravedad de la situación, baste decir que cuando en 1702 se prorrogó el servicio ordinario, todavía se adeudaban 6.038 reales de los 12.957 del débito de los millones del corregidor Paulo Diamante, establecido en 1696.
En vista del clamoroso problema de los atrasos, el Consejo de Hacienda perdonó en mayo de 1703 las deudas de los primeros contribuyentes hasta finales de 1696, aunque no la de los segundos contribuyentes o encargados de los ramos arrendados. Para agilizar los pagos en lo sucesivo, el Consejo se reservaría el dar audiencia, los superintendentes despacharían a los ejecutores de atrasos pasado el mes preceptivo después del cobro de cada tercia, las citaciones se sustanciarían en las cabezas de partido y las autoridades locales serían apremiadas. No se trataba de medidas reformistas, al modo de las que se impusieron por la fuerza en la Corona de Aragón a partir de 1707, sino de parches.
Los arbitrios, una vez más.
El montante de imposiciones como las del servicio ordinario y extraordinario, los millones, las milicias y otras se sufragaba con los arbitrios o tasas municipales sobre las transacciones de los productos de primera necesidad, como las carnes del macho y las del carnero en las tablas municipales.
Los eclesiásticos exigieron como exentos su derecho a la compensación económica o refacción por el previo pago de arbitrios o sisas, lo que originó no pocas controversias con la autoridad concejil, a la sazón tan apurada. Como el carnicero municipal toleró el remate o venta de carneros en el convento del Carmen, algo que no había sucedido en cuatrocientos años desde su fundación, se le obligó el 14 de agosto de 1702 a abastecerse en las tablas. El tema no era baladí, pues en muchas localidades las carnicerías eclesiásticas habían perjudicado las arcas concejiles, como en la Sigüenza de comienzos del siglo XVII o en la Tarragona episcopal de finales de aquella centuria.
Los eclesiásticos requenenses fueron tenaces y recurrieron al provisor de Cuenca para que se les liberara de la contribución de las especies de vino, vinagre, aceite, jabón y carne, según breve papal. La oferta de tres cuartos menos por libra a los cortadores no los disuadió. El 22 de septiembre de 1702 los regidores tacharon de injurioso lo que habían sostenido ante el provisor. Las relaciones entre los poderes civiles y los eclesiásticos distaron de ser idílicas en la España del Barroco Tardío, tan puntillosa de las jurisdicciones y dada a los pleitos casi eternos, especialmente cuando de pagar se trataba. La inclemente primavera de 1703 asistió al derrumbe de la contribución de las sisas en Requena, lo que no evitó de ningún modo que se tuviera que acudir al pago de las refacciones eclesiásticas, que en 1703 ascendieron a 2.393 reales, satisfechos a regañadientes por los cosecheros vitivinícolas. A 15 de julio de 1704 solo el tercio de la refacción, cumplido en abril, importaba 770 reales.
Con semejante panorama, los débitos reales de 1701-02 todavía se arrastraron en el otoño de 1703, a pesar de haber remitido a Cuenca 5.811 reales de los 6.663 exigidos. En otras circunstancias, el pósito o suministrador municipal de cereal (una verdadera institución crediticia) había actuado como red de seguridad, pero en aquel momento requerían ser reintegrado en sus fondos, algo sobre lo que se insistió ante el superintendente de rentas.
Sintomáticamente, semejantes apuros no anularon los gastos festivos tan propios de la sociedad del Antiguo Régimen, muy atenta al honor y al qué dirán. A 10 de junio de 1705 se dispuso la celebración de la fiesta de toros del Corpus y el mantenimiento del refrigerio, con moderación, a los caballeros forasteros. Por entonces, las fiestas eclesiásticas de la Concepción, San Julián y el Patrocinio corrían a cargo del municipio, que de este modo también sacralizaba la imagen de Requena. Por ello, el nuevo corregidor y capitán a guerra Pablo de Ayuso debía jurar guardar las fiestas de la villa al ser nombrado por el rey el 23 de septiembre de 1703.
El trato a los intereses de cosecheros y labradores.
En las reuniones municipales de 1702 a 1705 se traslucieron dos intereses fundamentales, el de los cosecheros vitivinícolas y el de los labradores cerealistas medianos. Ambos grupos, enunciados de forma básica, no eran incompatibles, pues no pocos cultivadores reunieron ambas condiciones. No todos los vecinos de Requena disponían de peonadas, pero la inmensa mayoría de sus propietarios no excedía de las veinticinco. Tampoco fueron el núcleo de sendas facciones municipales. Sin embargo, el ayuntamiento se mostró a veces poco complaciente con las reclamaciones de los primeros y un poco más solícito hacia los intereses de los segundos, pues el pan compraba la paz social. El procurador del común Francisco López Pintado atendió a unos y otros, y censuró asimismo las subidas del precio de las carnes aprobadas por los regidores, de procedencia oligárquica. Las discrepancias entre el procurador del común y los regidores resultaron entonces más evidentes que en otros momentos del siglo precedente, lo que nos viene a indicar los cambios que Requena comenzaba a experimentar a comienzos del XVIII, con una labranza en auge. No obstante, se mantuvo el entendimiento en líneas generales, alrededor de una serie de temas de consenso, que a la postre en lo local solidificarían la idea de república o comunidad bien organizada: la imposición sobre las extensiones o peonadas de las viñas para atender los tributos reales, la necesidad de garantizar los cultivos y la alimentación de los vecinos.
Desde el reinado de Carlos II se había reconocido la susodicha imposición sobre las peonadas, lo que dispensaba una renta y ocasionaba a la par más de un inconveniente. El 3 de marzo de 1703, tras los pedriscos del año antecedente, los cosecheros pidieron que la sisa del vino se repartiera entre el vecindario en lugar de gravar las peonadas y el vino aforado se vendió en una taberna, vedándose la introducción del forastero. Sin embargo, Requena careció de vino a finales de mayo, por lo que algunos cosecheros quisieron venderlo a seis cuartos. Se encomendó en consecuencia el abasto a un particular, Pedro Sánchez Almazán, que a 2 de septiembre tuvo que destinar unos 2.010 reales de sus ganancias para sufragar los débitos de la hacienda regia. Tampoco surtió efecto semejante alternativa y el 10 de diciembre se discutió en el ayuntamiento la imposición sobre las peonadas, inclinándose por el reparto entre los vecinos el procurador síndico por el estado noble Juan Ramírez Gallego, Juan Ramírez Londoño y, en este caso, el procurador del común Francisco López Pintado. Solo el regidor Gregorio de Nuévalos defendió el gravamen sobre las peonadas. El también regidor Francisco Berlanga mantuvo que la Villa no tenía facultad para decidir sobre el particular, por lo que se sometió a la consulta de la Sala de Millones del Consejo de Hacienda, que dispuso la prosecución de la imposición por peonadas según lo dispuesto por la Real Chancillería de Granada.
Las dificultades de base eran remarcables, pues muchas viñas habían sido descepadas y otras plantadas de nuevo. A comienzos de 1704 se encomendó su apeo a Juan Ramírez Londoño, con la intención de no agraviar a nadie. Pudo dar cuenta de sus tareas el 10 de febrero. Las 7.568 peonadas de 1686, susceptibles de rendir una cosecha de 2.522 hectolitros, se redujeron en 1704 a 4.240, lo que daba para unos 1.413 hectolitros. Se estimaba que Requena necesitaba diariamente un poco más de 16 hectolitros; es decir, unos 5.888 anualmente. En 1704, el porcentaje medio de incumplimiento fiscal en los trece pagos o áreas requenenses dedicadas a la viticultura era del orden del 35´3% de los contribuyentes, y en casos como el del pago de Jaraiz alcanzaba el 61´5%. En semejante situación no resulta extraño que Requena se encontrara sin vino en la primera quincena de junio al no haberlo querido declarar los cosecheros, por lo que el mismo Juan Ramírez Londoño ordenó el 15 de aquel mes cala y cata obligatoria. Se consiguieron así un poco más de 806 hectolitros y se tasó el azumbre de vino (unos 2´016 litros) a 4 cuartos y medio con la asistencia del maestro cubero Nicolás Marín, esperándose obtener con ello una ganancia de unos 21.000 reales, en la que los cosecheros también querían tomar participación, por lo que reclamaron un precio de venta más alto. Decían haberlo guardado con riesgo de convertirse en vinagre. Ante la afluencia de forasteros para la siega y el gran consumo estival de vino, el corregidor accedió el 8 de julio de 1704 a que se vendiera más caro, pero don Juan Ramírez solo aceptó la subida a 5 cuartos por azumbre para que se vendiera sin extorsión.
La provisión de trigo preocupó igualmente, por lo que asegurar un cierto margen de ganancia a los labradores era muy importante al respecto. Al resultar corta la cosecha de 1705, el 9 de agosto se fijó el precio de la fanega de trigo pontegí a 24 reales y a 21 la de rubión, pensando en los consumidores, algo que perjudicaba a los labradores que debían de reintegrar al pósito los préstamos de cereal con creces o intereses, según el procurador síndico del común, pues en los mesones se vendía a 22 el pontegí, con la consiguiente pérdida de beneficio. De traerse de La Minglanilla, donde el administrador de las salinas vendía a 17 el pontegí y a 15 el rubión, el precio ascendería en Requena a 23 y 20 reales, algo que también pareció poco provechoso al procurador, cuando a los labradores se les entregaba tres almudes de grano, unos 33 litros, por almud de superficie cuando antes se les podía dispensar de cinco a seis fanegas, de 277´5 a 333 litros. Los precios asequibles al consumidor, en suma, suponían la ruina de los labradores. Para conciliar a productores y consumidores, el corregidor acordó el 12 de agosto de 1705 cala y cata del trigo del pósito. En este lance, el procurador (tan crítico con el precio municipal de abasto de las carnes) acusó a los regidores, a los que no se les remordía habitualmente la conciencia, de perjudicar a los labradores.
Absentismo municipal y providencias reales.
La asistencia de los regidores a los ayuntamientos, que para tener voz y voto en los ayuntamientos debían dar fianzas, dejaba mucho que desear, pues no pocos quisieron evadir responsabilidades como la cobranza de débitos, ciertamente onerosas, dadas las calamidades del tiempo y la falta de moneda tras las medidas reformistas de fines del reinado de Carlos II. Entre los pocos que se encontraron habitualmente al tanto de sus deberes, se hallaron Francisco Berlanga, Juan Ramírez Londoño, Gregorio de Nuévalos y después de varias incidencia Miguel Ibarra. Se quejaron de ello al rey, pero a comienzos de 1705 no pocos regidores estaban ausentes o descomulgados. Como los débitos podían ser la ruina de la república, varios particulares pidieron la actuación expeditiva del síndico personero por considerar lesiva la gestión de los regidores. Solo en audiencias se habían gastado más de 30.000 reales, y los receptores habían abandonado casa, esposas y familia por las multas.
En esta tesitura, se fueron ensayando distintas soluciones u opciones que así lo pretendieron. La primera, más obvia, pasó por dar explicaciones. En el tiempo más desacomodado y fuerte del invierno, el corregidor marchó a Cuenca junto a don Pedro Rodríguez de la Coba, que ya apuntaba formas posteriores, para exponer los problemas del nuevo cabezón impositivo.
La autoridad real optó a veces por la clemencia de los atrasos, como ya apuntamos, pero también por exigir sus correspondientes derechos, según lo establecido hasta entonces. El 5 de febrero de 1704, con el camino de Madrid necesitado de reparaciones, el Consejo de Castilla pidió al concejo requenense noticia de sus términos, montes, baldíos, jurisdicciones y otros bienes. Se quiso saber si había compradores interesados. A 15 de mayo de aquel año el Consejo de Hacienda ordenó formar nuevo empadronamiento, que debería estar listo el 15 de julio, para cobrar la moneda forera de siete en siete años.
Estos remedios no surtieron el efecto deseado, por el momento. En semejantes circunstancias se convocó por real orden, recibida el 27 de mayo de 1703, un ayuntamiento abierto a las tres de la tarde del día siguiente. Tal decisión no era precisamente habitual, pero suscitó en Requena un vivo interés, ya que el día 29 se reconoció la asistencia de mucho vecino. A pesar de ello y de escribirse al rey para que proveyera al respecto, este género de reuniones no tuvieron continuidad periódica.
Se acerca a Requena la guerra por la corona de los reinos de España.
Las decisiones de la administración regia estaban muy condicionadas por la falta de fondos ante el compromiso de una nueva guerra de enormes dimensiones, muy poco favorable al fomento económico. El 24 de julio de 1702 se encareció que en Requena se celebrara procesión y rogativas para el feliz éxito de la campaña real, que se iba a centrar en Italia. Sin embargo, la ayuda divina no alcanzó a ganar la batalla naval frente a las costas de Vigo del 23 de octubre, en la que la flota llegada de Indias encajó severos daños.
En el verano de 1703 Portugal y Saboya se unieron a los enemigos de los Borbones, lo que permitió que el 4 de mayo de 1704 Carlos de Austria llegara a Lisboa con la intención de ser reconocido como rey de las Españas. Por entonces habían llegado a la Península los 12.000 soldados franceses al mando del duque de Berwick para apuntalar la causa borbónica, dada la precaria situación de las fuerzas españolas. Las deserciones minaban las tropas de Felipe V, pues solo el año anterior se había dado noticia de la de 500 soldados de Benavente a Pontevedra de los tercios de la armada. En estas circunstancias, se desplegaron las milicias de las localidades de la Corona de Castilla.
El capitán de la compañía de Requena era Juan Ramírez de Londoño, y a fines del verano de 1704 se recibió el despacho de la ciudad de Cuenca y de su sargento mayor Alonso Sánchez para renovar por sorteo las cuarenta y nueve plazas de milicianos del año precedente. Se dispuso el 8 de septiembre para hacer la reseña en la plaza de la Villa, con la asistencia de los cabos y de la ayuda de los alcaldes de las aldeas para evitar deserciones. Quien corrió con los gastos, para variar, fue el municipio requenense. Los deberes milicianos no estuvieron reñidos con las ínfulas del honor en lo que al punto del mando se refería, y el 12 de aquel mes Marcos Collada contradijo la designación como alférez mayor de José Muñoz Ramírez, al aducir que correspondía nombrar a un hidalgo. Se le recordó que tales decisiones correspondían al capitán.
Mientras, la guerra continuaba extendiéndose por la Península. El 20 de junio de 1705 se firmó el tratado de Génova entre el grupo de catalanes contrarios a Felipe V y la reina de Inglaterra. La flota aliada puso rumbo hacia el Mediterráneo y los partidarios de Carlos de Austria tomaron tierra en Altea y Denia el 17 de agosto. Se inició en estas comarcas una insurrección con fuerte apoyo campesino contra las autoridades borbónicas del reino de Valencia.
El 21 de agosto el corregidor de Requena notificó al consistorio la aflicción de la ciudad de Valencia ante la presencia de las fuerzas contrarias. Dentro de la capital, Carlos de Austria contaba con partidarios. El virrey, el marqués de Villagarcía era muy consciente de sus limitaciones defensivas y financieras. Desde Requena se le ofreció ayuda, así como a la Diputación del General y al propio municipio de Valencia. El capitán Juan Ramírez marchó hacia allí al frente de las fuerzas de socorro. Sin embargo, la preferencia dada por el gobierno de Felipe V a la defensa de Barcelona, entonces asediada por los aliados con la presencia del archiduque Carlos, la oposición antiborbónica en tierras valencianas y las debilidades virreinales apuntadas condujeron a la rendición de la ciudad de Valencia a mediados de diciembre de 1705. El 14 de septiembre representantes de Requena habían pasado, una vez más, a Cuenca a pagar los sempiternos débitos. Ahora la villa se enfrentaría a una amenaza mucho más grave.
Fuentes.
ARCHIVO HISTÓRICO MUNICIPAL DE REQUENA.
Actas municipales de 1696 a 1705 (3266).