Por la calle más ancha entraron los cuatro, con todo el pueblo a la espera tras escuchar el aviso de las campanas. El sargento encabezaba el grupo, un sombrero de tres picos con las divisas de su empleo anunciaban la entrada de la comitiva. No era un hombre grande, pero la tez dibujada en su cara imponía un respeto que unido a su uniforme acongojaba al más valiente. Como un cielo sin nubes, su casaca y levita de azul profundo contrastaban con las botas de montar tan negras como una noche cerrada. Sobre la silla de montar quedaban bien a la vista las pistoleras sujetas a un correaje negro, por donde un gancho sujetaba una reluciente carabina. No era preciso un título de bachiller para saber ese mando de la Guardia Civil no pagaba la visita como de cortesía. Por detrás la sorprendente facha del teniente general Crespo en sí misma. La reputación de hombre de valor le precedía: extendida, hablada y conocida en toda la comarca; a pesar de ser un hombre mayor, su figura de soldado veterano, con condecoraciones merecidas, ganadas en campos de batalla le merecían un título de un hombre con una casta superior al resto de la mayoría de mortales. Sobre su pecho brillaban las medallas de San Hermenegildo, desde donde caía una espada de montar, un espadón que casi llegaba al suelo. A todo eso sobre un corcel blanco, tan cuidado como si fuera un hijo, terminaba de aturdir a las gentes del pueblo, de cruces por intentar entender a qué se debía la visita de esos uniformes al pueblo. Los Echandos trataron de no hacer notorio mi secuestro más aquellos que los necesarios.
Así, pasaron los cuatro por medio del pueblo para ser bien vistos, tanto como para no dejar a ningún pueblerino sin saber de su llegada; tampoco hubiera sido necesario: noticia tan relevante e inusual corría rápido como un incendio en día ventoso. Los hombres con admiración retiraban sus boinas y les saludaban con reverencia; las mujeres lanzaban rosas, geranios, claveles andaluces recién arrancados de las macetas de sus corrales a las patas del corcel blanco. Menos mi Pastor, sobre nuestro mulo y de las riendas a Orejas, los otros tres entraron a caballo, Julián con el prestado por su antiguo compañero Martín.

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