El invierno.
Año 1865
«¡Qué fría entra el alba!», muchas mañanas repetía mi Pastor durante el invierno. El año de su muerte sufrimos varias nevadas con crudas heladas. Por entonces, ya con quince años, era adulto suficiente con la experiencia de varios años para lidiar por mí mismo hasta la primavera. Bien avisado recibí el primer invierno, durante la primera trashumancia en la serranía, me recitó varias veces: «De noviembre a marzo veremos si ya eres un hombre». Y no erraba: las mañanas camino del monte se sentían en los huesos desde antes de abandonar el catre. Al dejar la casa, si vestías despistado, de sopetón, el frío te contraía la cara, traspasaba la carne y un temblor te apretaba el pecho. Pronto aprendí: noches con estrellas y sin aire terminaban continuadas por amaneceres gélidos quebrantahuesos. Mi Pastor me obligada a guarecerme de ellas. Con rotundidad afirmaba: con los años el frío acumulado se paga a la vejez con horas de cama. Recuerdo otra de sus frases: «Los valientes quieran enfrentar el frío, allá ellos. A nosotros no nos trae nada bueno, nos guarecemos de él».
