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EL NACIMIENTO DE UNA ALDEA (II)

  • Por Pedro Montoya García
  • 06/11/2016
  • Época Contemporánea

El nacimiento de una aldea. Ripias II.

En cuanto los vio llegar, los recibió con alegría, le parecían cinco buenos mozos. Los cinco junto a otra cuadrilla ya en marcha, en unas tres o cuatro semanas le podrían aviar la siega de las treinta y pocas fanegas (por aquellos lugares medían las tierras con esos nombres). Estos cinco jóvenes si rendían le cortarían, atarían y allegarían una fanega diaria. Pudiera ser en un mes, el grano estaría a buen recaudo en la casa. De esa forma ya pudiera tundir un pedrisco o cualquier fatalidad mandara el destino; hasta Santiago y después San Juan, el agua quita el vino y no da pan. Eso sí, en ningún caso mostró contento ni satisfacción de tenerlos. Por supuesto, nada se les regalaría.

—Buenas noches, don Enrique, soy Fernando. Muchas gracias por la llamada. Con ganas llegamos de ponernos a la faena lo antes posible, conforme usted mande y la paga sea la misma se nos ofreció. —Mi hermano mayor se nombró jefe de la cuadrilla recién llegada.

—La paga, tal como se acordó. Mi palabra es la paga; eso sí, siempre y cuando cumpláis con la hoz —le replicó el señor Enrique.

—De eso no tiene nada que temer usted —contestó mi hermano, faltándole aire para responder.

—¡Alejandra! —voceó el señor Enrique a su hija.

En ese momento apareció una pequeña de dieciséis años. La sonrisa le llenaba casi toda su pequeña cara; su nariz chata y dos olivetas negras como ojos completaban el resto. El pelo liso caído a ambos lados separado por una raya desde en el centro de la frente le daba figura de muñequita de porcelana modelada por un maestro escultor. Alejandra, ese pequeño pajarillo, sorprendió a los mozos recién llegados con su carita sonriente. A Fortunato le golpeó en el corazón.

—Esta es Alejandra, será vuestro capataz. Mi hermano Julián es el mayoral de otra cuadrilla. Ellos siegan en un pedazo cercano al vuestro. Cualquier necesidad, podéis llamarlo —sorprendió el Señor Enrique a los cinco jornaleros, que se quedaron pasmados ante la noticia: ¡¿esa chiquilla sería el capataz?!

Lo inmediato a conocer cuando llegas a un lugar nuevo a la siega, es al capataz: el segador al mando de la cuadrilla. Siempre un experto con la hoz, al cual el resto debe seguir y llevar el tajo al mismo paso. Si el segador es duro a la par de hábil, estás molido, pues te lleva con la lengua fuera de sol a sol; si no puedes seguirlo, no hace falta preocuparse más por cansarte, pues te mandan con viento fresco, pero escapado. En cambio, si es buena persona y va a una marcha regular, ni lenta para perjudicar al dueño ni fuerte para machacar a los jornaleros, la temporada se hace más llevadera y la espalda con el tiempo no padece.

            Nunca en sus mejores pensamientos imaginaron sería una mujer y mucho menos una chiquilla. Contentos se iban esa noche a descansar de pensar que les seguirían unos buenos días de siega.

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