El nacimiento de una aldea.
Por asuntos de pastoreo, mi Pastor bajaba con cierta frecuencia a la gran ciudad; bien a comprar ganado, bien a negociar el cuidado de cabezas de otros. Aprovechaba la ocasión del viaje para su disfrute, ver rebaños de gente, según decía «agraciaba el ánimo».
Quería de cuando en cuando ruido, bullicio. En el mercado, junto a la lonja, disfrutaba con el oficio de las tunantas vendedoras: te dejan ver las mejores mercancías, te decían te lleves esas tan ricas, pero luego a la hora de ponerte en el morral te colocaban aquello a ellas mejor les convenía. Da igual ya sean anguileras que jaboneras, la misma habilidad con carne que con nabos, tanta gracia acumulan en los dedos esas mujeres que le daba gozo acudir a comprar, a sabiendas de que en lugar de una compra, el asunto terminaría en riña con esas cordiales trileras.
Algún rato paseaba despacio por la catedral de Valencia. Cada ocasión que acudía pensaba una solución a cómo las piedras que parecían llegar al cielo se aguantaban… sí, no debería ser fácil hacer que no cayera monumento tan exagerado… las pinturas, las estatuas de los santos y vírgenes parecían bellas, pero de aquello no entendía de la misa ni la media; así que no tardaba mucho tiempo para ir donde más disfrutaba: la huerta.
En la tierra donde nacimos, a un día de camino de esta nueva tierra, a los agricultores se les llama llauradors. Muchos son rentistas: con pocas tierras propias, y quienes las tienen no son muy extensas. Mi Pastor discutía que la tierra era fértil, llana, arena sin piedra, desde luego una ventaja inmensa; ahora, las manos de los llauradors eran diferentes. Desde críos, aprendían la orfebrería de la huerta. Pocos, podría decirse ninguno pisaron nunca una escuela pues bien pocas había en aquella época como tan pocas las hoy día, y los mismos pocos reales para pagarlas. Sus pupitres se asentaban en la vega levantina, donde desde tantos años atrás, romanos y árabes plantaron el saber de una cultura germinada, cultivada y almacenada de generación en generación, dando el fruto de los magníficos artesanos del campo. Desde luego nada más hermoso, si no: los surcos infinitos de patatas trazados tan derechos, parecía imposible que los machos y sus dueños pudieran tener un pulso tan fino y perfecto; esos tomates colorados como los soles de verano escondiéndose; alcachoferas tan verdes que solo con freírlas un poco, de sobra pintaban el ocre de la paella; fresones enormes ni libados por abejorros; membrillos dulces de almíbar; las habas apretándose en los ribazos; perlas para mojarlas en sal, con paciencia. ¡Qué bien sentaban con un trago de vino¡ ¿Podría haber algo más bello para la vista que los pimientos? Ni las curvas de las mozas en telas verdes o rojas… ¿Y la frescura del zumo de naranja en verano?… Y así manjares, uno detrás de otro; decían de ver el arte en catedrales, iglesias, pinturas, monigotes de mármol… ¿Qué podían dar esas tontunas el mismo gozo que un pedazo de manjar criado con tanto esfuerzo? Podría ser muy bello eso llamaban arte, no sea mentira, poco sabía de esos enredos, pero qué poco estaba reconocido el arte de la huerta.
Sin lugar a duda la cara de mi Pastor lo decía todo, los hombres de mi familia eran hortelanos de primera: «¡Virgen mía, menuda huerta!, ¡en tan poco tiempo!». Como yo, ya pensaba en el disfrute de una buena cena esa noche. Más todavía, al dar por cierto, después de esa noche otras, de verduras frescas se repetirían.
