La importancia de las procesiones.
En la vida de la Vera Cruz, siempre tuvieron una importancia medular y las Constituciones reformadas se ocuparon con el debido detalle de las mismas, detallando algunos aspectos ya bien asentados por la costumbre.
En la nueva ciudad del liberalismo, todo acto público, celebración, monumento conmemorativo o nombre de vía de plaza o calle tenía una honda significación, la de representar el espíritu de aquélla de la manera más fidedigna según ciertos criterios. Nuevamente convertido en el escenario del gran teatro del mundo, el espacio público volvió a ser de gran relevancia y las disputas por el mismo, que se harían tan frecuentes en la España del primer tercio del siglo XX, no serían nada baladíes, pues estaba en discusión el predominio de una corriente de pensamiento sobre las demás.
Bien podemos sostener que las procesiones, en las que la Vera Cruz fue particularmente activa, reivindicaron el carácter católico y tradicional de la ciudad de Requena de mediados del XIX, tan sometida a cambios y vaivenes.
La deferencia con la autoridad municipal.
Ya vimos anteriormente que su colaboración era necesaria para disponer el orden más adecuado, dentro del ambiente centralizador y ordenancista coetáneo.
Los empleados de la Hermandad debían tener la deferencia de acompañar la tarde del Jueves Santo al equipo municipal de la casa consistorial al Carmen, donde debidamente situado escucharía la plática previa a la procesión.
El Viernes Santo se practicaría lo mismo a partir de las cuatro y media de la tarde.
Igual consideración con el cabildo eclesiástico.
En este caso encontramos mayores detalles, fruto de usos ya bien asentados. Los empleados también acudirían al templo del Salvador a las cuatro y media de la tarde del Jueves Santo, con túnica negra y valona blanca, acompañados de doce hermanos con hachas. Lo mismo se haría el Viernes Santo.
Se ha de resaltar que el cabildo se incorporaría desde el Salvador, una vez llegados los empleados, formando procesión. Se incorporaría a la misma el paso de la Cena de la Hermandad de San Antonio Abad de San Nicolás y el del Ecce-Homo del Salvador. Se dispuso igualmente que parte del cabildo cantaría el miserere en el camino al Carmen.
La plática, discreta y devota.
Ya alejadas algunas tendencias de la oratoria barroca, en ocasiones tan preciosista, se instó a una plática acomodada a las circunstancias, que moviera a la piedad con efectiva discreción. Breve y devota debería de ser la del Jueves Santo, con el Ecce-Homo ante el púlpito. No debería exceder de media hora la del Viernes Santo.
La precisión de la hora de inicio.
Lo que en el Renacimiento había sido una tendencia de futuro se convirtió en el XIX en uno de las señoras de la vida humana, la precisión de las horas del reloj, mucho más allá de fábricas u oficinas.
La hora de comienzo de las procesiones no pudo dejar de consignarse entonces: a las cinco de la tarde la de Jueves Santo y a la del Viernes Santo a la puesta de sol, con tonos más tradicionales.
El recorrido procesional.
La de Jueves Santo debía discurrir por la calle del Carmen, plaza del Arrabal o de la Constitución, calle del Peso, Portal de Madrid, entrar por las Agustinas para rememorar las Tres Caídas con pausa devota, cuesta del Castillo, plaza y calle del Castillo, entrar por la parroquial de Santa María (con igual ceremonia de las Tres Caídas), entrar por la parroquial de San Nicolás (también con las Tres Caídas), calle de los cuatro cantones, plaza de la Villa, entrada en el Salvador (sin exceptuar las Tres Caídas), cuesta de San Julián, calle de la Botica, plaza del Arrabal y finalizar en el Carmen.
La de Viernes Santo recorrería la calle de los Álamos, calle de Juan Penén, Portalejo, calle nueva u otra más conveniente por la Real Carretera, calle de las Monjas, portal de Madrid, entrar por las Agustinas, calle del peso, plaza del Arrabal, calle del Carmen y también finalizar en el templo carmelita.
Mientras la primera abrazaba el núcleo de la villa y del arrabal, la segunda se abría al crecimiento urbano del siglo XVIII. Nuevamente la tradición trataba de acomodarse a los cambios.
El orden de las autoridades.
Desde siglos, las procesiones han observado un orden jerárquico y a su modo han reflejado un determinado orden social. Nuestro caso no resultó una excepción.
Abría la del Jueves Santo el alférez con el pendón, llevando sus cuatro borlas sendos hermanos nombrados por el mismo alférez. Seguido por el teniente y dos guiones con el escudo de la Sangre, venían a continuación los hermanos en dos filas, gobernados por los empleados en el centro, según su orden jerárquico. Si el cabildo presidía, cerraba la corporación municipal la procesión.
El Viernes Santo se observaba la misma disposición.
La disposición de las imágenes.
Son bien sabidas las intenciones moralizadoras y conmemorativas de las procesiones, especialmente en jornadas tan señaladas como las de la Semana Santa, donde se recuerdan en forma de representación los hechos medulares del cristianismo.
Por ello, en la de Jueves Santo se disponían los pasos con este orden: la Cena, la Oración del Huerto, el Cristo de la Columna, el Ecce-Homo, la Verónica, la Cruz a Cuestas, el Cristo enarbolado, el Descendimiento y la Soledad.
El Cristo enarbolado, el Descendimiento, el Sepulcro (acompañado con dos niños vestidos de ángeles y dos sacerdotes) y la Soledad jalonarían la del Viernes Santo.
La forma de concluir.
Finalizaban oficialmente las procesiones con el acompañamiento al cabildo a la parroquial del Salvador y la restitución de las imágenes a sus lugares de custodia, ejemplo de orden a la espera de una nueva Semana Santa.

Fuentes.
Constituciones reformadas para el gobierno de la Vera-Cruz o Sangre de Cristo fundada en el templo del Carmen de la ciudad de Requena, 1850.