A los amigos de la Cofradía del Santo Cáliz de Requena.
Los tesoros de la Semana Santa.
La Semana Santa tiene una importancia medular para el cristianismo y en los países católicos como España eclosiona en forma de esplendor artístico notable, con extraordinarios pasos procesionales que dan cumplida muestra del magistral hacer de los imagineros.
No se trata solamente de un valioso legado de la España de los Siglos de Oro de su cultura, de la Sevilla de Cervantes, sino también de una querida tradición popular, en la que personas de caracteres y gustos muy variopintos toman parte con pasión. Las cofradías se nutren de tales gentes, que generación tras generación llegan a transmitir sus más queridas devociones por vía familiar, en la conversación alrededor de la mesa con el pan nuestro de cada día, en sus quehaceres cotidianos, en las grandes solemnidades de Semana Santa, cuando se llega a temer a la bendita lluvia.
Cada cofradía reúne a distintas familias que se van hermanando, con los más y los menos de la humana convivencia, remontándose algunas hasta tiempos muy anteriores al nuestro, aparentemente tan prosaico. A su vez, las cofradías también conforman sus propias familias, alrededor de una devoción común al orbe católico, con sus madres y hermanas mayores, que iniciaron su andadura en la Edad Media, cuando las gentes necesitaron los consuelos materiales y espirituales ante los embates de las enfermedades, del hambre y de la guerra, auténtica corona de espinas de la que brotaron finísimas lágrimas en forma de talla religiosa.
Desde generaciones, los requenenses han formado parte de cofradías y han celebrado con el mayor fasto posible la Semana Santa, su Semana Santa, en la que el poder municipal debía respetar las normas de las hermandades y en la que se plasmaban las energías del vecindario, desde la anciana piadosa que concedía una limosna al mozo que portaba una de las varas del paso.
De nuestra Baja Edad Media, tiempo de grandes convulsiones, tenemos todavía una imagen muy difusa, la de una religiosidad fuerte y directa, no exenta de pragmatismo. Algunos de sus principios se fueron interiorizando con mayor énfasis tiempo después, ya en los días de la Contrarreforma. Es entonces cuando se fundaron nuevas cofradías, como la de la Vera Cruz, y otras como la primigenia de San Sebastián fue perdiendo peso.
En aquel mundo católico, atento al desafío protestante, se volvió a ensalzar la figura de Jesucristo y de la Virgen, modelos para los creyentes, cuyas vidas debían acomodarse a sus enseñanzas. La talla religiosa, pues, no solamente contiene un formidable simbolismo, sino también mucho de humano, con sus sufrimientos, anhelos, dudas y fortalezas. Por circunstancias muy individuales, cada creyente puede identificarse con su Cristo, con su Madre de Dios. ¡Que nadie la toque! En la talla depositan su yo más íntimo, el de los recovecos más íntimos de su vida.
La humanidad de las imágenes.
La magnífica imaginería barroca, con todos sus exquisitos matices, plasmó como pocas manifestaciones artísticas los distintos estados del alma humana, del padecimiento maternal más desgarrado a la burlesca crueldad de los sayones, verdaderos diablos del más acá. Hizo que la Pasión se convirtiera en la pasión de cada uno, de unas gentes como las requenenses.
Estas pasiones individuales abren a los historiadores ventanas para otear el mundo de aquellas gentes, pues un creyente puede identificarse más con una devoción que con otra por su condición social y circunstancias personales. Los caballeros de la nómina de Requena se encomendaron a Santiago Apóstol. A San Sebastián y a San Roque imploraron los enfermos de pestilencia. Los cambios acaecidos entre los siglos XVII y XVIII dan cumplida muestra de ello. No le faltó razón a Nietzsche cuando sostuvo que el catolicismo era una enciclopedia de creencias que se iban acumulando con el tiempo, en contraposición a la simplificación protestante, a su entender. Se le olvidó reparar en que tales opciones eran escogidas por cada grupo y cada persona de forma nada aleatoria, consolidando el ecumenismo católico. Al fin y al cabo, la misma Inquisición persiguió a los devotos del rey David al considerarlos judaizantes.
Cambios en la sensibilidad religiosa requenense.
No nos ha de extrañar que los cultos católicos de la Requena del XVIII presenten variaciones con los de la del siglo anterior, pues entre ambos siglos se dieron importantes cambios. A la par que las dehesas iban perdiendo la rentabilidad de otros años, aumentaba la labranza a lo largo del extenso término requenense. Mientras, la sedería conquistaba sólidas posiciones en la villa, donde proliferaron los tejedores. El comercio se animaba, al compás de la creciente población de una Requena que despuntaba.
Algunos campesinos afortunados quisieron celebrar sus victorias contra los malos años y enfermedades como la fiebre de la vega tomando parte en los fastos de la Semana Santa, ingresando en una cofradía. Al tomar una vara de un paso, cuya postura costaba sus buenos dineros, acreditaban ante los demás su éxito y su hombría de bien, logrando el anhelado prestigio de una sociedad de honor puntillosa en las formas. Su sensibilidad de personas del campo quedó plasmada en las preferencias de sus devociones: no es nada casual que la primera mención del paso de la Oración del Huerto, de la cofradía de la Vera Cruz, sea de 1775.
La consideración a la Santa Cena.
En este ambiente, se acentuó la reverencia por la Santa Cena. Un paso de la misma se encontraba en la capilla de la Vera Cruz de la iglesia parroquial de San Vicente de Vitoria, buena muestra de esta cristología tan humana y humanizada. Hablar de la Santa Cena en corazón del siglo XVIII es hacerlo de la magna obra de Francisco Salzillo, cuya extraordinaria versión data de 1763. Con sus figuras de madera policromada, plasmó como pocos el momento en que Jesús anunció la traición por venir, según el Evangelio de San Juan.
Primeras menciones documentadas del paso de la Santa Cena en Requena.
Del paso de la Santa Cena de Requena tenemos una primera mención del 23 de marzo de 1766 en las actas de la Vera Cruz. Sabemos que el paso era de la cofradía de San Antonio Abad de la parroquia de San Nicolás, que tuvo a bien que sus hermanos concurrieran con ocho hachas de cera a la procesión de Jueves Santo, en la que la Vera Cruz tenía una gran importancia. Se convino que a cambio esta cofradía dispensaría a aquéllos ocho túnicas, prescriptivas para salir en procesión. Cada año, la Vera Cruz cursaría invitación para acudir a la procesión de Jueves Santo a la de San Antonio Abad, que así lo haría si lo estimara oportuno, abriéndola con su paso de la Santa Cena.
Su vinculación histórica a la cofradía de San Antonio Abad.
La cofradía de San Antonio Abad de la parroquia de San Nicolás era el fruto de la separación hacia 1690 de la primigenia de la misma advocación, sita en el Carmen, que databa de 1403. Hermanaba a los colmeneros, aunque en la nueva cofradía tomaron parte personas de otra condición laboral. Por Antigüedad y cosas memorables de la villa de Requena, obra finalizada hacia 1730 y que se suele atribuir a don Pedro Domínguez de la Coba, sabemos que tal cofradía tenía un artístico retablo en su capilla junto al púlpito del templo de San Nicolás, antes dedicada al Nombre de Jesús. Del paso de la Santa Cena nada se nos dice y cabe la posibilidad que fuera elaborado entre 1730 y 1766, consiguiendo el claro reconocimiento a partir del segundo año de encabezar la procesión del Jueves Santo.
Un acuerdo entre cofradías.
La de San Antonio Abad podía proporcionar a la Vera Cruz la valiosa cera empleada en las procesiones, motivo de fuertes dispendios. De hecho, el cerero Joaquín Rama ganaba sus buenos dineros con ello. En 1764, los veracruzanos decidieron prescindir de sus servicios y acudieron a los hermanos de San Antonio Abad con buen resultado. Es indicativo que dos años después se concertara el citado acuerdo entre ambas cofradías. Aunque al final Rama volvió a recuperar su protagonismo, el entendimiento no se rompió y en las Constituciones de la Vera Cruz de 1850 se reconoció la incorporación del paso de la Santa Cena a la procesión del Jueves Santo, con el oportuno ceremonial.
Alrededor de la misma, se estableció el sorteo de varas entre cofrades y sus obligaciones derivadas, al igual que sucedía con otros pasos. Los cambios acontecidos en la España del siglo XIX, en los que el protagonismo de la Iglesia católica fue puesto en discusión, no afectaron a la devoción por la Santa Cena, que también tomó parte en las procesiones del Corpus Christi, celebración que padeció altibajos durante aquel tiempo.
Una restauración con la vista puesta en otros tiempos.
Durante el último tercio del siglo XIX, asistimos al declive del catolicismo ceremonial, como punto de atracción de las gentes, en relación a otras épocas. Ya en 1915, se consideró oportuno acometer la restauración del paso.
Por el testimonio de don Luis García Grau, que fue monaguillo en la década de 1920, se sabe que el paso de la Santa Cena de Requena se componía de las figuras de Jesús y de sus doce apóstoles. Los cofrades eran los encargados de guardarlas en sus casas durante el año, siguiendo una costumbre muy extendida y apreciada, pues tal custodia constituía un gran honor. Los imperativos derivados de restauración conllevaron que las figuras se depositaran en la sacristía de San Nicolás.
El terrible conflicto religioso del siglo XX.
En tiempos de la II República, la polémica religiosa subió considerablemente de tono, pues los grupos anticlericales tacharon a la Iglesia católica de elemento retardatario que imposibilitaba la regeneración social y moral de España. Los combates por la primacía del espacio público cobraron una gran dimensión y los símbolos e imágenes religiosas se cargaron de unas connotaciones distintas. La iconoclastia tomó carta de naturaleza en el movimiento revolucionario español, particularmente entre los anarquistas, como si de las alteraciones de la Europa del siglo XVI se tratara. El 23 de marzo de 1936, tras el asalto de los establecimientos de los dominicos, Corazón de María y las agustinas de Requena, las imágenes se trasladaron a casas particulares por su seguridad. Serían restituidas a sus altares nuevamente el fatídico 18 de julio. Las de la Santa Cena quedaron en la sacristía de San Nicolás, donde padecieron el triste destino de gran parte de nuestro arte religioso a comienzos de la Guerra Civil.
Una elogiosa tarea.
Su reelaboración, algo que se ha propuesto la cofradía del Santo Cáliz de Requena, es una asignatura pendiente de nuestro patrimonio artístico e histórico, en el que se unen tantas cosas buenas de nosotros mismos.
