Patriotismo y cortesanía.
En la década de 1640 la Monarquía hispánica se enfrentó al terrible desafío de la rebelión, primero en Cataluña, luego en Portugal y más tarde en los territorios italianos. Desde la corte matritense de los Austrias se enjuició severamente la preferencia de todos los amantes de la tierra, que no se atenían a los tradicionales vínculos de vasallaje con los que se habían trenzado las relaciones de control real. El autoritarismo de los grandes reyes, por imponente que pudiera parecer, reposaba en un frágil compromiso con los poderosos locales, como se manifestó dramáticamente en aquella década.
La tierra se definía entonces como un espacio dotado de unas leyes y privilegios propios, que singularizaban a sus gentes ante los demás. Tales disposiciones eran concedidas y confirmadas por los reyes en premio a sus valerosas acciones, demostrativas de su gallardo carácter. Llegaron a tener a veces tal importancia que los mismos monarcas no tuvieron más remedio que acatarlas de mejor o peor gana. La identificación sentimental de las personas con tal tierra ha sido recientemente llamada patriotismo, distinto del nacionalismo contemporáneo surgido del estallido de la Revolución francesa, pero precedente del mismo en varias ocasiones.
Dentro de Castilla, a veces considerada una sociedad no revolucionaria en el siglo XVII, Requena alimentó sentimientos patrióticos, surgidos de una organización municipal muy ligada a su trayectoria histórica desde su toma a los musulmanes. En las actas de las reuniones municipales se consignó durante décadas “estando juntos y congregados como lo tienen por costumbre para tratar y conferir las cosas tocantes al bien y utilidad de esta república”; es decir, de la comunidad organizada para el bien público, según el pensamiento político de la época largamente madurado desde la Edad Media.
Los regidores requenenses hicieron un completo uso de sus atribuciones, ciertamente amplias, pero nunca rompieron el entendimiento con la suprema autoridad real. El 16 de agosto de 1640 se aceptó la merced del rector de Benimámet de una reliquia de San Julián, símbolo de la resistencia requenense a ser enajenada del realengo. Previamente, se habían hecho rogativas por el cabildo eclesiástico por el triunfo de las armas reales en Cataluña. Romper con la corte no entraba dentro de sus planes y afanes, por muchos donativos que se exigieran en los momentos más recios.
Tal obediencia, sin embargo, no entrañaba dejarse avasallar por los representantes de Su Majestad y su mismo corregidor, sometido al final de su ejercicio al juicio de residencia, en el que podían deponer contra él los poderosos locales. Arraigó en la segunda mitad del XVII la costumbre del corregidor de jurar la pureza de Nuestra Señora y la celebración de San Julián antes de recibir la vara del regidor destacado. Por la vía religiosa se asumía este carácter requenense y fluía el entendimiento entre el corregidor y los regidores, con unos usos aristocráticos que se hacían eco de las grandes celebraciones de la corte. Así pues, el patriotismo hacía posible la cortesanía local.
¿Cómo participó la cofradía de la Vera Cruz, tan atenta a sus devociones de Semana Santa, de tal ambiente? ¿En qué medida le influyó y qué influjo tuvo sobre el mismo? Veámoslo a continuación.
La patriótica Vera Cruz.
Las cofradías y hermandades formaban parte del tejido social y político de las localidades del Antiguo Régimen, en muchas de las cuales ejercieron funciones administrativas, de gobierno e incluso militares. En Requena no participaron en la elección de oficios ni en la formación de su hueste o milicia, pero no dejaron de gozar de protagonismo público.
La recuperación en 1626 del corregimiento propio, intensamente deseada, fue solemnemente festejada y la Vera Cruz tomó parte activa en las celebraciones. Su clavario Juan de Atienza aportó siete hachas de cera, por las que recibió 143 reales de la pagaduría municipal el 15 de abril de 1627. La cofradía, como vimos en el anterior capítulo, disfrutaba de gran predicamento entre los prohombres locales. Bien podemos indicar una serie de ejemplos particulares al respecto.
A 15 de abril de 1689 el oficio de alférez fue ejercido por Francisco de Carcajona y una de las claverías por Juan de Londoño, de una familia que se destacaría entre los siglos XVII y XVIII en temas económicos, como el de las peonías de viña, y militares. El 24 de febrero de 1692 se propuso como alférez a José Alejandro Ferrer y para la mayordomía del año entrante a Martín Ruiz de la Cuesta y a Gregorio de Nuévalos. El 13 de abril de 1694 don Gregorio, regidor perpetuo, aportó 300 fanegas de cereal ante los estragos de la langosta. Tenía un censo sobre el pósito de 500 reales desde 1690. En 1697 fue de los pocos que ingresaron en el cabildo de los caballeros de la nómina y fue de los pocos regidores que asistieron regularmente a los ayuntamientos a comienzos del XVIII, erigiéndose como un modelo de requenense activo y preocupado. Tal compromiso también se aprecia en los Domínguez de la Coba. El 11 de marzo de 1696 constó como mayordomo el presbítero José Domínguez de la Coba y como clavario Miguel Domínguez de la Coba, alférez en 1688. También hemos de destacar que el alférez de 1696 Martín de Comas ya lo había sido en 1693. El compromiso con la Vera Cruz formaba parte de otro público más amplio.
El corolario de este ambiente patriótico supuso la afirmación territorial de los hermanos de la Vera Cruz. En el cabildo del 14 de marzo de 1688 se hizo expresa referencia a la condición de vecinos de la villa de Requena de sus cofrades.
Una comunidad requenense con deseos de ser bien regida.
El gobierno de la Vera Cruz requirió entonces una serie de ajustes. En 1668 se estableció que todos los que ejercieran de mayordomos antes deberían haber sido alféreces. Era una forma de honrar a quienes regían la emblemática procesión del Jueves Santo, contando con personas de experiencia, pues estar al frente de la cofradía distó de ser una tarea sencilla. El 20 de marzo de 1681 se instó a que los mayordomos asistieran a los limosneros y el 11 de abril de 1683 en sus deberes hacia los hermanos más pobres, en una década marcada por los reajustes monetarios de la reforma del vellón y las adversidades atmosféricas.
A los clavarios correspondió el ingrato deber de gestionar las cuentas, de las que no disponemos de estadillos de ingresos y gastos de aquel entonces. En el cabildo del 14 de abril de 1669 sostuvieron los clavarios que se les debía mucha cera por los entierros de los hermanos, por lo que se decidió que debería darse prenda y no entregarla a los deudores del pago del real del padrón, al que estaban obligados los cofrades. Se hizo, no obstante, la salvedad que pagara primero el dueño del entierro o el difunto en caso de ser deudor. En 1680 se les encareció a que entregaran la limosna debidamente.
Con independencia de todo lo anterior, se estipuló desde el obispado en 1683 que en el gobierno de la Vera Cruz seglares y eclesiásticos alternaran, a propuesta de los oficiales salientes. El cabildo eclesiástico iba ganando peso en su seno, al igual que los deseos de mayores solemnidades ceremoniales, muy dignas del Barroco. Como el 14 de abril de 1680 los cofrades se quejaron de la escasez del acompañamiento musical, en 1683 los ministriles y cofrades Nicolás y Laureano Ortiz, Francisco Morcillo y Pascual y Gregorio Armero se comprometieron a intervenir en la procesión de Jueves Santo por amor a Dios.
Los deseos de formar parte de la cofradía se mantuvieron en pie, con la intención de mejorar en ocasiones como las apuntadas, lo que no evitó que algunos cofrades no acostumbraran a asistir a las juntas, lo que Rafael Bernabéu atribuyó a la intervención de los corregidores en la vida de la hermandad, algo que no descarta otras razones. Las dificultades económicas del XVII impidieron a más de uno cumplir sus deberes en orden a pagos, lo que retrotrajo a más de un oficial a poder sustanciar las suyas en la medida de lo deseable. Tal ambiente franqueó puertas a los eclesiásticos en la Vera Cruz.
La autoridad cortesana del corregidor.
Desde la Baja Edad Media, los reyes de Castilla destacaron en distintos municipios a representantes dotados de gran poder, los corregidores, cuyos emolumentos terminaron cargándose en los bienes de propios locales, con no poco pesar vecinal. Los Reyes Católicos los asentaron con su energía característica y los Austrias se beneficiaron en gran medida de ello. Verdaderos presidentes de los ayuntamientos de regidores, encabezaban una corte en miniatura, réplica en cierto modo de la matritense, con sus festejos y duelos. Se veían los corregidores sometidos al final de su ejercicio de gobierno al juicio de residencia, en el que deponían contra el mismo sus contrarios de la localidad. A la hora de la verdad, los corregidores navegaron entre el cumplimiento de las órdenes reales y el entendimiento con la oligarquía, intentando alcanzar un equilibrio no siempre sencillo. Al asumir el oficio de capitanes a guerra, con atribuciones para sancionar los excesos de los soldados de paso, aumentó su poder a la par que sus compromisos.
Su nombramiento como hermanos de la Vera Cruz iba en esta línea, en la atribulada España de Carlos II, en la que los poderosos locales habían asentado sus reales, pero en la que algunos ministros pugnaron por hacer de respetar la Monarquía. La distinción, digna ciertamente de reyes, les permitía intervenir en sus cabildos, en los que se procedía “al servicio de Dios nuestra Señor, buenaventura y utilidad de la Cofradía”. Ya el 7 de abril de 1667 consta en acta la presencia del corregidor Francisco Martínez Espinosa, que no tuvo que lamentar durante su mandato incidentes como los que costaron la vida a Francisco de Valdespino en 1650. Es significativo que en 1673 el corregidor Rodrigo de Cantos ordenara hacer un nuevo pendón, cuyo encargado de portarlo, el alférez, sería llamado en 1681 del Perdón de la Hermandad. Con todo, la cofradía conservó su propia atmósfera.
Los requenenses priores del Carmen.
Quizá una de las razones de la autonomía de la Vera Cruz residiera en la presidencia del prior del Carmen, figura de respeto en la Requena de aquel tiempo.
En la época que nos ocupa los más destacados priores carmelitas fueron fray Ignacio Valdés (1663-67), fray Juan de Quintana (1668-72), fray Fernando Mizlata (1674-78), fray José de Lorenzana (1694-1705) y fray Sancho Londoño (1708-12). Algunos de linajes requenenses, como los Mizlata o los Londoño, ampliaron y embellecieron el templo del Carmen.
En actas de cabildos como los del 20 de febrero de 1684 o del 20 de febrero de 1701 se hizo expresa referencia a la reunión en la celda del prior, donde se situaba la cofradía. Se trataría de unas reuniones más restringidas en número que otras, pero indicativas de todos modos de la estrecha vinculación entre el Carmen y la Vera Cruz.
La travesía del desierto de la guerra de Sucesión.
Del 6 de abril de 1705 al 25 de julio de 1707 figura en la documentación un intervalo sin actas. Las razones no fueron en absoluto aleatorias, pues aquellos años coincidieron con lo más duro de la guerra de Sucesión en Requena, cuando las tropas del archiduque Carlos ocuparon la plaza entre el 1 de julio de 1706 y el 3 de mayo de 1707. Muchos de sus soldados eran de origen inglés y fueron acusados por la propaganda borbónica de cometer distintas profanaciones. Sobre aquel tiempo de los enemigos contamos con la narración contenida en Antigüedad i cosas memorables de la villa de Requena; escritas y recogidas por un vecino apassionado y amante de ella, que se ha venido atribuyendo a Pedro Domínguez de la Coba, en la que se hizo patente el abandono de la conquistada Requena por sus principales prohombres.
La Vera Cruz tuvo que hacer frente a una situación muy similar. En un ambiente de fragilidad evidente, se reanudaron sus cabildos el 25 de julio de 1707, bajo la dirección del gobernador borbónico Tomás de Aberna y Cabrera. El oficio de alférez correspondió a Juan de Cros, los de mayordomos a Agustín Segura y Diego Lozano, los de clavarios a Diego y Nicolás García Cepeda y los de plateros a Juan Martínez Cros y Juan de la Cárcel. Llevó el Santo Cristo el licenciado Fernando de Villanueva.
La figura de Juan Martínez Cros es realmente interesante. Cura párroco de San Nicolás y persona de predicamento en Requena, el corregidor le confió en 1686 el oficio de depositario de la hermandad de pobres de la cárcel y desde 1709 se encargó de la mayordomía del hospital de pobres, colaborando estrechamente con el patrón Pedro Domínguez de la Coba, de una familia también muy ligada a la Vera Cruz. De la colaboración de ambos surgiría la citada Antigüedad, en la que con sentimiento filial se elogia Requena, mártir de los austracistas que resucita a la gloria de la vida eterna bajo Felipe V, según la perspectiva de tal obra. La sacralización de la república se verificó de la mano de cofrades como Juan Martínez Cros, que fue clavario de la Vera Cruz junto a Juan de la Cárcel Marcilla en 1709.
Ciertamente, los años posteriores a la dominación austracista estuvieron marcados por los problemas de reconstrucción y abastecimiento frumentario. Aunque no dispongamos de cifras de cofrades, la asistencia a los cabildos fue menor, con reiteración de nombres como los citados y los de individuos como el notario José Jordi Ferrer o Matías Cifuentes. En este momento de dificultades, no se dejó de insistir en la asistencia de oficiales y hermanos a fiestas y funciones so pena de una libra de cera. El absentismo municipal también fue importante por entonces y se diría que la esfera pública requenense vivió un momento de tinieblas, marcado por la desazón y el abatimiento. Sin embargo, a nuestro entender, este fue uno de los mejores tiempos de la Historia de la Vera Cruz, en el que unos cuantos demostraron su valía y compromiso, por encima del reconocimiento fácil y el aplauso superficial. Fue el momento de los puros, de aquellos que interiorizaron en verdad el mensaje de la Contrarreforma y que hicieron posible el sentimiento patriótico requenense desde la cofradía.
Se trató de un impulso mesocrático, al igual que el de los censalistas del hospital de pobres. El 5 de abril de 1716, por ejemplo, se tomó buena nota que los licenciados Nicolás Ortiz y José Ibarra hicieron tres toallas para el Descendimiento del Viernes Santo con la condición de conservarse en su domicilio. Su celo se les agradeció y fructificó. El 21 de marzo de 1717 entró como alférez el licenciado Nicolás Paniagua para el año entrante, en el que José Benito ejercería de cerero y Juan Martínez Cros de platero.
Una nueva Requena en ciernes.
La guerra de Sucesión ocasionó importantes pérdidas, pero en líneas generales se situó en una coyuntura de cambios económicos, en los que la labranza y la sedería fueron ganando protagonismo. Las dehesas, la joya de los propios requenenses, ya no dispensaban las ganancias de comienzos del XVII, con un municipio con importantes atrasos tributarios y nuevas exigencias de rigor contable. A la Vera Cruz le sucedió algo muy similar. El 10 de abril de 1718 comparecieron los clavarios Julián Marín y José García Abengomar, cuyo ejercicio fue sexenal. El problema que se les planteaba era que los encargados de la clavería pagaban de su propio caudal, por lo que deberían dar razón de sus operaciones en la primera junta que se celebrara a continuación. La limosna se les admitiría por data o pago, advirtiéndoles sobre el particular en lo sucesivo. La intención era rehacer las finanzas de la cofradía aplicando el rigor contable, alejando problemas como los apuntados anteriormente, que apartaron a muchos de la hermandad y de su gobierno.
Signo de los nuevos tiempos fue el nombramiento entonces de los clavarios para la Vega: Miguel García Sote, José Gómez, Juan Sánchez Clavijo y Matías Cifuentes, el que fuera alférez del 5 de abril de 1716 al 21 de marzo de 1717.
El interés por la Vera Cruz fue en aumento entre los requenenses. Asumieron la mayordomía el 10 de abril de 1718 Juan Francisco Ramírez y don Francisco Enríquez de Navarra. José Monteagudo entró como alférez el 24 de marzo de 1720. Ante el prior carmelita Juan Rodríguez y el arcipreste Pedro Domínguez de la Coba, el 19 de marzo de 1721 ofrecieron por llevar las andas del paso de la Columna Nicolás de Atienza treinta reales, su hijo Marco Atienza treinta y cinco, Pedro García Tintorero (significativo apellido) cuarenta y cinco e igual suma José Real. El honor procesional ya se cotizaba.
No deja de ser elocuente que el mismo Domínguez de la Coba instara a la Vera Cruz a hacer un nuevo retablo en la capilla de San Sebastián, según acta del 24 de marzo de 1720, para disponer en el mismo la imagen de Nuestra Señora de la Soledad, llamada a tener enorme importancia en las devociones e identidad de Requena.

Fuentes.
FONDO HISTÓRICO DE LA VERA CRUZ DE REQUENA.
Libro Viejo de la Vera Cruz.
Bibliografía.
GALÁN, Víctor Manuel, Requena bajo los Austrias, Requena, 2017.