Vivimos en un mundo cada vez más interconectado. Las viejas fronteras que existieron están siendo suprimidas. La tecnología nos une más que nunca. La idea fronteriza, el fronterizo o los fronterizos, están siendo sustituidos por gentes con rasgos fluidos, que viajan y conocen otras culturas y religiones. En los siglos de la edad moderna esto no era así; la gente apenas se movía unos cuantos kilómetros de la tierra en la que nacía. En la Meseta de Requena y Utiel sus habitantes habían interiorizado, en un proceso que había durado generaciones, la idea de que vivían en los límites, en la frontera. Eran conscientes de los peligros que suponía, pero cada vez más estaban persuadidos de los beneficios que podía reportarles en el futuro una adecuada utilización de la frontera para los propios fines comunitarios y personales. También tenía esto que ver con la cuestión de la religión.
Una sociedad en la frontera. Una sociedad de frontera. Una frontera de religión. Una frontera de catolicidad. Durante centurias, los familiares de la Inquisición de Requena y Utiel, los cómplices de la persecución y la vigilancia social, escrutaron los caminos y las calles de la villa para descubrir infieles, herejes y libros prohibidos. En el siglo XVIII los libros prohibidos están en manos de las elites requenenses y la Inquisición lo sabe. El Siglo de la Razón están rompiendo muchas barreras; primero había que superar la de la religión.
Planteo aquí la necesidad de reinterpretar la evolución cultural y religiosa de nuestra comarca sobre la base de los conceptos nuevos que la historiografía ha ido refinando, especialmente el de confesionalismo, pero también el de disciplinamiento. En cuanto a la confesionalización analizamos su contenido y su aplicabilidad, en tanto dejamos de momento una mayor profundización en el concerniente al disciplinamiento social. Postulamos una especie de concepto polifónico de confesionalización para entender lo que sucede en nuestra comarca.

Durante casi un siglo Europa fue cubierta de cadáveres debido a las guerras de religión. La obra de Dubois ilustra una de los más crueles de estos episodios: la matanza de hugonotes, esto es, protestantes calvinistas, durante la noche de san Bartolomé a manos de los católicos. Era el siglo XVI; era Francia, pero sucedía en todas partes del continente.
Todo había empezado en Alemania, con un tal Lutero y había proseguido en toda Europa. Política, religión; eran lo mismo, a tal punto que por primera vez en su historia los pueblos europeos se encontraron combatiendo no por los derechos de sus dinastías soberanas, no por territorios. Estaban matándose por la defensa de sus peculiares creencias religiosas. En realidad, había dentro asuntos más importantes que el valor de la fe, las buenas obras y la gracia divina. El conflicto religioso contuvo en sí viejos odios, recelos, aspiraciones de poder y dominio y divisiones que encontraron en la situación religiosa argumentos nuevos para la lucha. Al final de esta pugna, en 1648, en virtud de la paz de Westfalia, estaba claro que el norte era predominantemente protestante mientras que el sur mantenía su catolicismo. Y la responsable del conflicto había sido la religión.
Quizás la consecuencia más profunda de las guerras de religión fue el nacimiento de una nueva manera de ver el mundo y la sociedad humana, que en realidad arrancaba del movimiento cultural que identificamos como Renacimiento. Pero la división europea bajo el prisma religioso fue una realidad durante siglos.
El ancestral esquema bipartito que Max Weber había delineado, identificando la ética protestante con el capitalismo y la modernidad, mientras que el catolicismo, que se replegó sobre sí mismo desde 1545, cuando se iniciaron las reuniones del concilio en Trento, se convertía en un catolicismo caduco y obstaculizador de la modernización; este esquema, digo, puede quizás encontrar hoy una cierta vitalidad. Los problemas con la deuda pública en los países mediterráneos, que en los últimos años han visto deteriorarse sus sociedades, parecen hacer rememorar la vieja oposición Norte/Sur que Weber había analizado, sin duda con brillantez, desde el punto de vista de la religiosidad. Hoy se identificaría el Norte con la Alemania de la señora Merkel, en algo bastante banal y escolar.
Si abandonamos estas comparaciones propias del periodismo superficial, lo que no resulta dudoso es que el papel de la religión ha sido importantísimo en la configuración europea. Cuando en 1500, con una Europa en plena efervescencia, aunque todavía homogénea en lo social y casi en lo político, surgió la reforma protestante en Alemania, se produjo el advenimiento de una época totalmente nueva. No era únicamente que el cristianismo se rompía; de hecho el cisma de Miguel Cerulario ya lo había roto en 1054, y, entre otros móviles, con marcados objetivos políticos. En la reforma de Lutero también aparecieron y muy pronto los intereses políticos, como no podía ser de otra manera en una Europa donde las rivalidades internas a los espacios políticos y externas, entre diferentes potencias, eran algo muy presente en el siglo XVI. Lo que fue emergiendo a lo largo de la segunda mitad del siglo XVI fue un escenario europeo de revoltijo, como lo llama precisamente uno de los más insignes historiadores del tiempo: Tenenti.
Un revoltijo, una amalgama de personalidades, actitudes, sentimientos, disimulos. Hubo gente que sintió llegado el momento de prescindir del deseo o necesidad de proclamar abiertamente sus propias creencias religiosas. Otros emplearon el disimulo con el fin de sobrevivir sin más a las persecuciones. Otros hubo que ni siquiera se implicaron con ardor en las querellas religiosas-políticas que ensangrentaron el continente. Por fin, aparecieron individuos que, tal vez con vaguedades, de manera algo superficial e incluso con la boca pequeña, fueron aproximándose a una ética cada vez más laica.
En la tierra de la Inquisición también se vivieron estos procesos psíquicos. No podía ser de otra forma en un país azotado por graves problemas de tipo religioso ya en el siglo XV. Aunque la presencia de las minorías religiosas introducía a las poblaciones de España ante la evidencia de que “los otros” existían realmente, que no eran una quimera, lo que no se esperaba es que los otros nacieran dentro del mismo cristianismo. El propio cristianismo hispánico había generado su reforma, pero el asunto Lutero iba a acelerar las cosas y a cambiar algunos elementos.
El otrora inquisidor de Cuenca, don Antonio del Corro, esa criatura de Cisneros, enviado a la ciudad del Júcar en la primera década del siglo XVI con la misión de laminar el ayuntamiento de la presencia de judeoconversos, ayudó a su sobrino, que llevaba su mismo nombre, a escapar de las garras de sus compañeros inquisidores en la Sevilla de los años 1540. Quién sabe si el mismo tío, antiguo celoso inquisidor, no albergaba en su mentalidad ideas tan heterodoxas como las de su sobrino. El hombre que se hizo representar en el sepulcro de San Vicente de la Barquera como un docto humanista preocupado por el saber, pudo ser, en realidad, un gran actor, un disimulador nato. El disimulo es una realidad entre muchos intelectuales de la segunda mitad del XVI, como ha subrayado Ricardo García Cárcel.

La historiografía de los últimos 50 años está haciendo esfuerzos por desembarazarse de la pesada herencia weberiana, pues el esquema bipartito de la modernización ha pesado mucho. De hecho ha ofrecido tanta resistencia, que, cuando hace medio siglo se forjó el concepto de confesionalización para designar un proceso religioso-político que, acompañado del disciplinamiento social, pasó sin pena ni gloria; hasta que hace algunos años fue revitalizado en Alemania y luego traspuesto con éxito a la realidad mediterránea por los historiadores italianos. La confesionalización-disciplinamiento social es un concepto paneuropeo, no exclusivamente nórdico, y permite observar cómo se va procediendo a desarrollarse la modernización; o sea:
– La consolidación de los sentimientos nacionales al producirse un paulatino proceso de identificación política.
– La creación de una identidad religiosa.
La confesionalización, armada para el ámbito germánico, es un concepto que reposa sobre dos patas: el “cuius regio eius religio”, la estipulación esencial de la paz de Augsburgo en 1555, al final del reinado de Carlos I. esta expresión se traduce como que quien fuese el rey decidiría qué religión debería ser la del reino. Era algo bastante claro y, en el fondo, secular. La otra pata era hacer reposar el juzgar qué es la heterodoxia, la herejía, en la comunidad de los súbditos, organizados para tal fin. Esto significaba la implicación directa de los fieles en la definición de la corrección moral y religiosa. Los historiadores españoles utilizan el término confesionalización, pero raramente entran en el contenido teórico del mismo. Esto significa que se llega a callejones sin salida como el que subraya José Luis Villacañas: la confesionalización no se realizó en España, porque la segunda pata no residía en la comunidad, sino en un tribunal contra la herejía que permitió a la sociedad desentenderse y no implicarse directamente en el juzgar la ortodoxia y la heterodoxia. Era una posición cómoda para la gente; pero sobre todo fue extraordinariamente rentable para la corona que tuvo ante sí un instrumento maravilloso para laminar los fueros y establecer su autoridad.
Como tantos conceptos, confesionalización es un concepto útil para entender la evolución histórica de Europa. Pero ¿no será que volvemos a caer en una querella puramente nominalista? ¿No podemos hablar de confesionalizaciones en plural? ¿Existió un solo camino a la modernización?
En nuestro ámbito, la historiografía española cuenta cada vez con más estudios al respecto. En cambio, faltan estudios dedicados a analizar el proyecto tridentino bajo la perspectiva del binomio confesionalización disciplinamiento. Los trabajos realizados para determinadas regiones o espacios hispánicos nos resultan útiles e iluminadores, pero hay que profundizar en el estudio de la Meseta.
El objetivo central de estas páginas es proponer algunas reflexiones sobre los modos y los medios en los que actuó la reforma católica. Desde luego que nuestro objetivo primordial es conocer si realmente nuestra tierra conoció un proceso de confesionalización y disciplinamiento.
Para empezar hay signos interesantes de que efectivamente es así. El primero es quizás un anticlericalismo temprano que incide en las actuaciones desviadas del clero. Son aquellas quejas contra los frailes carmelitas; unos frailes de armas tomar, pues no solamente frecuentaban tabernas, prostíbulos, sino que empuñaban las armas. Hubo algún fraile que, como los jornaleros que se disponían a ir a la siega por media España, practicaba el bandolerismo a temporadas. El anticlericalismo que tenemos aquí es primario, diríamos, es el rechazo a una élite social, privilegiada, dotada de honores, que predica determinados principios de fe, respeto humano, caridad, pobreza, castidad, etc., y se dedica a practicar todo lo contrario. En fin, males propios de una sociedad religiosa; el antropólogo Caro Baroja ya resaltó que, independientemente de su credo, todo aquel sistema religioso establecido, produce casi automáticamente una reacción anticlerical.
¿Puede ser este primer anticlericalismo un indicio? ¿No tenemos más pruebas? El objetivo de establecer las bases del concilio de Trento en la diócesis de Cuenca fue el móvil de los sínodos que se celebraron entre 1562 y 1626. No perdamos de vista estas fechas, porque son muy relevantes. El primer sínodo se celebra sin que el concilio haya concluido, pero después seguirán nada menos que cuatro, hasta el decisivo de 1626. Cinco reuniones sinodales; ¿indicio de reforma llevada con celeridad y sin grandes problemas? Todo lo contrario. Fuertes resistencias en amplias comarcas de la diócesis a seguir las reglas emanadas de Trento, después de tiempo secular en que se han acrisolado costumbres y sistemas de vida dentro del clero.
En el sínodo de 1626, al que asiste el arcipreste de Requena y también el vicario de Utiel, se profundiza considerablemente en la aplicación de la renovación católica, en todos los aspectos que el concilio tridentino había ordenado. Algo significativo es que, a pesar de las transformaciones históricas tan trascendentales que España vivió entre 1626 y el siglo XX, las estipulaciones de aquel sínodo están vigentes hasta el día antes de que la comarca pase a la diócesis valenciana, es decir, ya en los años de 1950. Por tanto, son unas normas sumamente importantes para la rectitud del clero y de los fieles.
Precisamente uno de los problemas en el objetivo de responder a la pregunta que antes hemos planteado -¿existe un proceso de confesionalización-disciplinamiento social? ¿cuál es la naturaleza del mismo? ¿qué logros obtiene? ¿dónde se perciben patinazos?- es la cuestión del ámbito temporal a considerar, sobre todo para darlo por concluido. Parece evidente que existiría una primera etapa de dinamismo en el empuje reformista de la Iglesia. Estaríamos hablando de un período que iría básicamente hasta la mitad del siglo XVII, porque a mi parecer a finales de la centuria son visibles elementos propios de una atmósfera social en la que están tímidamente surgiendo elementos laicizantes y racionalistas. Por otra parte, está claro que desde 1700 los tiempos son nuevos y emergen viejos debates globales que influyen en el clero de la diócesis: el jansenismo, el pietismo, las críticas al excesivo ceremonialismo de la religiosidad, al culto a las reliquisas, sin olvidar que existe también un sector del clero que buscaba una reforma de la estructura de la Iglesia español y despegarse de la autoridad del Papa romano.
La aparición de algunos casos de mujeres beatas, con peculiares concepciones de la religión, la salvación y el papel de la Iglesia a lo largo del XVIII indican procesos de digestión de las enseñanzas religiosas tridentinas muy complejos. Se trata de mujeres ligadas al polémico monasterio de El Carmen, siempre en la picota. Precisamente en la centuria del XVIII no sólo por aparecer estas mujeres, sino por la práctica de la solicitación, un delito que lleva a investigaciones de la Inquisición de Cuenca. Unos frailes de lo más revuelto, tenía la Requena de entonces.

Además estos casos indican que el proceso de laicización que se ve progresar con contundencia en la Europa de las Luces, no avanza con tanta facilidad en la Meseta de Requena y Utiel. La religión popular siguió incólume, porque las fórmulas del culto tradicional, los ritos, las procesiones, continuaron con su desarrollo habitual, y quizás el influjo de la Iglesia continuó siendo muy profundo sobre el conjunto de la sociedad. De hecho, puede que las llamadas del consistorio requenense a la fe religiosa en el famoso documento justificativo de 1808, acerca de la actitud de los soldados requenenses en la famosa acción del Pajazo –saldada con un rotundo fracaso, de aquí el documento, que es justificativo, dedicado a proteger una imagen mancillada en la derrota- no sean unos trazos exclusivamente acorde con una moda tiznada superficialmente de religión vacía y caduca. Porque lo cierto es que la invasión francesa de 1808 revitaliza el sentimiento religioso, al percibirse y propagarse la idea del francés como ateo destructor de la religión católica. Así es posible que la “tridentinizada” Requena de 1808 exteriorizara las esencias religiosas para justificar la derrota. En agudo contraste la villa esgrimiría argumentos ciento por ciento laicos en 1810 para conseguir representación propia en la junta patriótica que se iba a constituir en Cuenca.
En el proceso de confesionalización la Iglesia se encontró con el estado. Pero también con las corporaciones locales, con los intereses de clase, con las conveniencias familiares y con los más mundanos intereses personales. La renovación del catolicismo que emana de Trento busca el orden social, el control de la cultura, la integración de la sociedad en un proyecto global que amalgama lo religioso con lo político. La Meseta tenía de entrada una homogeneidad religiosa ya hecha antes de 1500, aunque existieran residuos, tales como alguna familia morisca y elementos judeoconversos, que, por otro lado, eran casi la norma en muchas otras poblaciones del país.
La colaboración de las instituciones locales, quitados aspectos referentes a las dotaciones económicas y los gastos de financiación, apoyaron las iniciativas fundadas en las normas del concilio de Trento. Pensemos en el colegio fundado por el canónigo Muñoz en la segunda mitad del XVI en Utiel. Tenía por meta formar a los niños y niñas de la villa y su comarca, evidentemente de acuerdo con los esquemas clásicos de enseñanza de entonces y la norma tridentina, como no podía ser menos. Este religioso era de Utiel y pensó en la gente de su pueblo para fundar una institución educativa, es decir, para incorporarlo a los nuevos tiempos que vivía la Iglesia mediante la catequesis y mediante una educación dirigida por el propio clero.
Es evidente que en el proceso se perciben tensiones y rivalidades muy fuertes entre grupos. Por ejemplo, el problema franciscano es terriblemente importante en la comarca. En los años de 1560 se instalarán en Requena, desde luego con el pesar de los carmelitas que ya tenían a unos cientos de metros a la competencia de los frailes franciscanos para las predicaciones y las limosnas. Pero es que cuando los franciscanos piensan en la posibilidad de abrir una instalación similar en Utiel, los franciscanos del convento de Requena impondrán fortísimos obstáculos para que lo hagan.
He aquí unos trazos de esta confesionalización. Sólo trazos superficiales. Porque lo que creo que no debemos olvidar en ningún momento es que el proceso en realidad fue multifacético. Intervinieron muchas órdenes religiosas, el clero parroquial, la vigilancia de la Inquisición y las mismas autoridades civiles de Utiel y Requena. Pensemos que la misma Inquisición tenía a sus ojos en las mismas poblaciones, eran los familiares del Tribunal, que periódicamente tenían informados a los inquisidores. La cosa no era baladí en una tierra que llevaba en sus venas la personalidad fronteriza, por donde circulaban bandoleros y mercaderes, en caminos que veían pasar publicaciones de todo tipo y predicadores ortodoxos.
Es cierto que el disciplinamiento social no fue completamente homogéneo. No podía serlo dado que los obispos tenían un modelo, pero los franciscanos tenían el suyo propio, los jesuitas eran en esto una orden particular; y el de los carmelitas calzados era bien conocido en la comarca. Por esto la clave reside en conocer la auténtica práctica social de la religión por parte de la propia población. Esto no es fácil, pero existen posibilidades en nuestros archivos.
Esta confesionalización pierde fuerza en el siglo XVIII, sobre todo en su segunda mitad. Pero está claro que vuelve a resurgir renovadora en la época de la Restuaración de 1874; es otro tiempo, otras circunstancias, con un liberalismo triunfante, pero la recatolización vuelve con fuerza. En el camino han quedado muchas cosas. Entre otras, las primeras reacciones anticlericales contundentes a lo largo del siglo, destructoras y crueles contra una Iglesia convertida en pozo de todos los males. Pero lo peor estaba por llegar. En el siglo XX, ese anticlericalismo superficial se manifestaría violentamente en el furor iconoclasta y en los crímenes cometidos contra gente de fe. Un hilo invisible, o quizás no tanto, une los sínodos celebrados en la diócesis, las predicaciones de los carmelitas y franciscanos, con el asesinato de sacerdotes y la destrucción de imágenes religiosas en la primera mitad del siglo XX.
En Los Ruices, a 1 de junio de 2015.