Nuestras popularísimas fiestas de barriada constituyen uno de los rasgos más característicos y jubilosos de Requena; precisamente cuando campean a sus anchas los resfriores y helores.
Cual chisporroteos de la feria tradicional y de las estruendosas fiestas vendimiales, dichas jornadas tienen la virtud de sagudir por unas horas el letargo de las callejas requenenses.
Los mayordomos –mayorales se les denominaba en otros tiempos- que mantiene con entusiasmo este piadosos legado que recibieron de sus mayores, bien merecen toda nuestra simpatía y admiración, ya que a ellos se debe la continuidad de estas manifestaciones populares que unen el pasado con el presente.
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Comienzan las fiestas invernales de nuestras barriadas con la del Patrono de la ciudad San Nicolás de Bari –festividad votada por el vecindario en 1478-, siguiendo las de San Julián de Requena (7de enero), San Antonio Abad (el de los ricos y el de los pobres), San Sebastián, San Blas, San José… en las que menudean las músicas y petardos, el pan bendito y las regocijantes parás.
Aparte de las ceremonias religiosas, en casi todas estas festividades llama la atención de propios y extraños el pintoresco cortejo del pan bendito: Grandes tortas coronadas de ramos y cintas que sobre las cabezas de esforzadas muchachas, son paseadas por las principales calles de la ciudad; para luego ser troceadas y distribuidas entre los fieles.
Y después viene la comida que se brinda a familiares y amigos, en donde triunfa el suculento arroz en cazuela y los meláos caseros.
Por la tarde, la típica pará, en la que se subastan los más diversos objetos que ofrecieron los devotos para sufragar los gastos de la fiesta. En estas subastas nunca faltan las sorpresas, tales como alguna cría de ratones disimulada en una caja encintada. Y todo ello en medio del jolgorio de la multitud, del bullicio del porrate y de los esclafíos de los petardos.
Y es que estas fiestecillas vienen cuando en el campo hay pocos quehaceres; cuando el difunto gorrino pende de un revoltón o permanece encarcelado en las orzas de la fritá; cuando los atrojes y las leñeras están bien colmados.
Si el año pintó bien, el optimismo y la cordialidad abren paso al rumbo. Y es entonces cuando las hogueras asoman sus lenguas de fuego sobre los tejados; los alocados cohetes escriben garabatos en las paredes y las mujeres entran y salen de los hornos con buena cosecha de empanáillas y amatecáos.
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¿Quién no recuerda aquellos solemnísimos novenarios en honor de San Nicolás el Magno?
El viejo templo rebosante de fieles, las dulces plegarias, los sermones interminables, el bronco son de las campanas; la salida rumorosa, entre vahos de cera y humanidad, entre comadreos y sonrisas juveniles. Y en el día del Santo Patrono, la fiesta mayor sufragada por la Muy Ilustre Corporación Municipal desde tiempos remotos; con aquellas orquestas y cantores que interpretaban invariablemente la misa cantarina de Prado, mientras la chiquillería ensayaba volteretas sobre la polvorienta estera, y las mujeres entraban y salían como Pedro por su casa, preocupadas más por los hervores del puchero que por los fervores del momento. Finalmente, la preciosa talla napolitana del Santo de Bari que regaló el caballero Juan de Ibarra, era paseada procesionalmente por las calles de la ciudad, avivando a su paso plegarias y recuerdos.
Triste destino el del viejo templo de San Nicolás. Como en ningún otro de la ciudad, se cebaron en él toda suerte de desgracias, fatalidades y olvidos; ya que perdió su gótica portada en un bombardeo; quedó arruinada buena parte de su planta y fue cerrado al culto sin una súplica, cuando bien pudo habilitarse una capilla detrás del pórtico…
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La hermandad de San Antonio Abad se fundó en el monasterio del Carmen en 1408 por los cabañeros o ganaderos, a los que se unieron más tarde los colmeneros y otros artesanos que inundaron de estampas y oraciones los establos y majadas.
A finales del siglo XVII se quebró la secular unidad de los cofrades; bien por el debilitamiento de la ganadería y el predominio de los colmeneros, bien por el cambio de advocaciones que se introdujeron en las capillas del Carmen.
Lo cierto fue que los preparadores de cáñamo y lino (estoperos) se mudaron en 1690 al templo de San Nicolás, los alpargateros se instalaron en el Salvador y los colmeneros quedaron a sus anchas en el Carmen, donde construyeron a sus expensas nuevo altar, precisamente en el sitio que hoy ocupa el camarín de Nuestra Señora de los Dolores.
Tras la exclaustración de los carmelitas, inicióse la fusión de los colmeneros y estoperos al convertirse el templo del Carmen en ayudantía de la parroquia de San Nicolás. Mientras tanto, los del Salvador reforzaban sus filas con gentes acomodadas, naciendo así la distinción de ricos y pobres que ostentan las dos hermandades requenenses consagradas al protector de los animales.
Estampas requenenses. XV Fiesta de la Vendimia, 1962.
