La literatura de nuestro Siglo de Oro es pródiga en pícaros, delincuentes, corchetes, alguaciles y servidores de la Santa Hermandad. Fueron el reflejo de una sociedad que tuvo que afrontar una vida difícil, muy alejada de los fastos, una sociedad en la que la superioridad de la justicia real cada vez se hacía más efectiva más allá de su idealización teatral.
Los castellanos del siglo XVI fueron personas urbanas en un sentido amplio, ya que su vida giró alrededor de un núcleo urbano dotado de términos más o menos amplios. Los campesinos, columna vertebral de aquella Castilla, permanecieron atentos al mercado de su villa o ciudad, a los movimientos de sus hombres de negocios y a sus ordenanzas municipales, que fijaban sus condiciones laborales y salariales en caso de servir como jornaleros o de contratarlos, los labradores más afortunados al menos.
Más allá de las grandes metrópolis de la Castilla de los Austrias mayores, como Sevilla o Valladolid, resulta interesante estudiar cómo se faltaba a las leyes en una localidad más modesta como Requena, enclavada en la frontera de Castilla con el reino de Valencia, lo que le dispensaba un gran tránsito de mercancías y de gentes. Este estudio se puede realizar a través del análisis de las penas de cámara aplicadas bajo el corregidor Aliaga, cuyo juicio de residencia se llevaría a cabo en 1568, en vísperas del estallido de la guerra morisca de Granada.
Tales penas eran las sanciones impuestas por la justicia real a todos los infractores de la baja jurisdicción no criminal. La infracción se solventaba con el pago de una sanción económica en proporción a su gravedad.
Se recaudaron por este concepto 37.423 maravedíes o 99 ducados y medio en el año anterior al juicio de residencia, una cantidad modesta en comparación con otras, pero no insignificante. En 1561 la obra del puente del Pajazo se valoró en 1.653 ducados y su presa en 120 en el 1566.
Se registraron 27 infracciones de gravedad variable, lo que no es demasiado para un vecindario que rondaría los mil vecinos o unidades familiares a efectos fiscales. Predominaron las penas inferiores a los 500 maravedíes. De todo este conjunto podemos destacar una serie de casos al respecto.
Juan García de Sigüenza pagó 5.229 maravedíes por venta ilegal de trigo. Al no favorecer al regidor que prendió Juan Picazo, Hernando Pérez fue sancionado con 3.000. La introducción ilegal de vino forastero en los términos de Requena se penalizó con 2.040. La denuncia del alguacil Mateo de Frías le costó 2.000 a Marco Pedrón. Martín Guerrero fue castigado con mil por una pedrada. Hernando de Peralta por una cuestión que tuvo con un guarda pagó 600, la misma cantidad con la que se sancionó otra pedrada. La venta de pesas falsas a la cámara se sancionó con 500, lo que no resulta tan severo si atendemos a la falta contra el concepto de autoridad. Juan García Abengamar solo tuvo que pagar 480 por introducir vino valenciano en el término. Ciertas palabras le costaron 150 a Juan Ruiz y 100 los problemas de un mesonero.
Una misma falta, en concepto, se sancionaba de manera variable según su gravedad. Los principales infractores fueron los prohombres locales que incumplieron las prohibiciones e inhibiciones del puerto y de la aduana real, además de los principios de la autosuficiencia municipal contenidos en las ordenanzas.
La justicia real no hizo la vista gorda con ellos, lo que condujo a testimonios contrarios al corregidor durante los juicios de residencia. La violencia verbal podía convertirse en física en forma de pedradas, que también indican un cierto grado de efectividad en el control de las armas blancas y de fuego. Desde este punto de vista, más allá de la mera persecución de los simples malhechores y de los bandoleros de toda laya, la justicia real trató de corregir los impulsos más autodestructivos de la república, la comunidad local estrictamente jerarquizada y celosa de su honor.
Fuentes.
ARCHIVO HISTÓRICO MUNICIPAL DE REQUENA. Juicio de residencia al corregidor Aliaga, 6146.
