A finales del siglo XIX, el imperio español se encontraba en una situación crítica. La insurrección en Cuba había cobrado renovados bríos y en Filipinas se habían producido los primeros levantamientos. Las soluciones autonomistas y negociadas no terminaron de cuajar. En plena época del imperialismo, Estados Unidos reclamaba una posición preeminente ante una España cuyos días de gloria pertenecían al pasado.
Los tristes días del Desastre del 98, los de los lamentos de literatos como Maeztu, han sido recientemente reevaluados. El malestar por la situación venía de años atrás, y la derrota no fue tan amarga como aparentemente se contempló. Victoriosos en las batallas navales de Cavite y Santiago de Cuba, con una armada capaz de inquietar las defensas españolas en Canarias, la Península y Baleares, los Estados Unidos se avinieron a pagar a la derrotada España veinte millones de dólares por Filipinas en el tratado de París (10 de diciembre de 1898). Los intereses de los grandes negocios españoles en Cuba y otros puntos se respetaron. El asesinato de Cánovas el 8 de agosto de 1897 había sido un duro golpe para un sistema político cuestionado como el de la Restauración, acusado de no defender convenientemente los intereses nacionales de España por republicanos y carlistas, al margen del turno pacífico. Sin embargo, sus políticos lograron capear el temporal, y Alfonso XIII pudo llegar a reinar. España no padeció la dura derrota de Francia en 1870 ni de Alemania en 1918-9, si a la vida de los Estados nos atenemos.
Cánovas llamó a verter hasta la última gota de sangre y a gastar hasta la última peseta en la defensa de las posiciones españolas en Ultramar. Consciente del declive de España desde el siglo XVII, consideró esencial la defensa del llamado honor nacional por razones de principio en un tiempo de exaltación patriótica. Se ha calculado que los gobiernos españoles del siglo XIX enviaron más soldados a sus territorios ultramarinos que cualquier otra potencia europea comparativamente, solo superados por los de los Estados Unidos durante las dos guerras mundiales. Las fuerzas españolas, nutridas con soldados quintados que no podían redimir su destino militar, padecieron temibles enfermedades, capaces de diezmar sus filas con mayor fuerza que las balas enemigas, según denunció Santiago Ramón y Cajal.
La guerra de los soldados, más allá de las pulsiones parlamentarias y los cálculos políticos, fue terrible. De las labores de alistamiento se encargaron los municipios desde comienzos del siglo XVIII, cuando Felipe V impuso las quintas con motivo de la guerra de Sucesión. El 12 de enero de 1898 el ayuntamiento de Requena procedió a alistar a todos los mozos del reemplazo anual, según el registro civil y el padrón de vecinos. Se estipuló que el cupo requenense se compusiera de 126 jóvenes.
Gran parte de los mismos procedían de los grupos sociales más modestos, compuestos por familias con fuertes dificultades de toda laya. La incorporación de un muchacho a filas podía provocar sensibles problemas económicos a padres ancianos, por lo que el 14 de enero se tuvo que convocar una sesión municipal extraordinaria para abordar el estado de indigencia de la clase jornalera. Desde hacía cuatro días se había desatado un espantoso temporal, capaz de arrojar edificios a tierra e inundar solares, y las lluvias impedían el trabajo. Al igual que en otros momentos críticos del siglo XIX, se debió proporcionar alimento a los menesterosos.
Se apeló entonces a la generosidad de los contribuyentes, a modo de anticipo. Los gobiernos municipales de la Restauración recurrieron bastante a ellos, al considerar a los principales propietarios elementos esenciales de la comunidad. La exaltación patriótica y la gravedad del invierno del 98 no evitaron que algunos como Francisco Sirvent exigieran garantías de reembolso.
Los contribuyentes no se mostraron conformes con el préstamo, y el alcalde los hizo salir para iniciar una sesión secreta en la que se acordó, tras deplorar la anterior actitud, abrir una suscripción abierta al óbolo de las clases medias (dando ejemplo el ayuntamiento), la ejecución en cuarenta y ocho horas de los morosos por el recaudador de los consumos, y el socorro inmediato de los jornaleros. El cobro de los aborrecidos consumos sobre los productos de primera necesidad, tan lesivos a los humildes, frustraba el alcance de tales medidas.
No se olvidó de encomendar a la comisión de policía urbana la inspección de los desperfectos. No obstante, los caminos del término se encontraban impedidos y los alcaldes pedáneos no podían de momento informar de los mismos. Dentro del sistema de administración territorial de la época, se telegrafió al gobernador civil de lo ocurrido.
Con un ayuntamiento casi sin fondos, incapaz de atender la reparación de la fachada del asilo de ancianos pobres de las Hermanitas de la Caridad, el esfuerzo de guerra de base, desde la España rural, fue terriblemente gravoso, hasta tal extremo que el mismo gobernador tuvo que donar 3.000 de las 5.000 pesetas que se consiguieron finalmente. La última peseta costó de arrancar, al igual que la movilización de los últimos hombres. En tierras de Cuba perdió la señora maestra a sus dos hijos, terrible sino el de un país con escasa despensa y escuela incapaz de poner doble cerrojo al sepulcro del Cid.
Fuentes.
ARCHIVO HISTÓRICO MUNICIPAL DE REQUENA.
Libro de actas municipales de 1898, nº 2795.