Bernabéu López, R. Leyendas y tradiciones requenenses, pp. 27-30, Ed. Fiesta de la Vendimia, 1995.
No lejos de la fuente de los Baldomeros, se halla la cueva de las Encantás, en el paraje denominado El Montecillo, donde empinábamos la “milopa” y donde los cofrades de san Crispín y san Crispiniano, patronos de los zapateros, se reunían anualmente “pa mencharse una ovecha”, como decía el tío Miní con su pintoresca jerga.
Alude a esta cueva un poema con aires de leyenda del requenense Cándido Monsalve, fallecido en Buenos Aires en 1960.
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La comarca nos ofrece un buen número de cuevas, en las que no faltan historias y leyendas para todos los gustos.
De los tiempos más remotos son la hoyas paleolíticas de Fuente Podrida, de las que nos habla Tramoyeres, en las que, sin duda, vendrían al mundo los primeros hijos de la tierra caprasiana; las diversas cavernas existentes junto al Oleana y al Cabriel, en las que moraron gentes prehistóricas, como la profunda cueva de la Soterraña o de “los Morciguillos”, junto al barranco de Salsipuedes… Y desparramadas por todo el término, las cuevas de la Pedriza (cuyas estalactitas fueron salvajemente destrozadas), la de Monederos, la de Portillo (cantada por N. Donato) y las del Gallego, Zapata, Parida, Chocla, Cabras, Mariluna (Maddi-luna), Cocinilla, de la Santa…, a las que añadiremos las recayentes al “río de los olivos” (Canaleja, Espartaco, Cinto, Alta, Guija, Castillejo, Ángeles, Blancas…).
La cueva de la santa nos recuerda a Apolonia Sánchez, piadosa mujer fallecida en 1621 en santa opinión, que residió algunos años en Villar de Salas. La de la Pedriza fue cantada por Agustín Severiano Fernández. La de los Monederos fue refugio del bandolero Julián Cifre (Cazoleto), muerto en Dos Aguas por Antonio Cárcel, de Hortunas, en 1870. La del Castillejo debió ser vigía de un complejo de cuevas y abrigos del Neolítico que se asomaban al río Magro.
Puntualizaremos que la situación de estas viviendas prehistóricas en puntos elevados, respondía a la insalubridad de las zonas bajas, encharcadas en buena parte.
Haremos mención de las cuevas que se prodigan en el primitivo recinto, como lo delatan tragaluces y respiraderos a ras de suelo que vemos en algunas calles del barrio de la Villa: espacios utilizados antaño como depósitos, bodegas, leñeras y “destrastáeros”. De estas oquedades se conservan espléndidos ejemplares, como Bodega Honda, con sus tinajones centenarios.
Últimamente se desescombraron los sótanos que tienen por techo la empedrada plaza de la Villa; sótanos que tuvieron importancia en otros tiempos, pues sirvieron para almacenar víveres y bastimentos.
Añadiremos que, de antiguo, hubo viviendas trogloditas en La Loma, en las Peñas y Debajo de las Ventanas de San Nicolás.
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Veamos un extracto de la leyenda titulada Las Cuevas Encantadas, del ingenioso Requenense Cándido Monsalve Gabaldón (El Baluarte, semanario local, 20 septiembre 1900).
Cuenta la tradición, amigos míos,
que imperando la raza mahometana
en esta tierra, bendición del cielo,
un suceso ocurrió que llega al alma.
Habitaba un palacio por la Villa,
un viejo moro de nobleza rancia,
con una hija preciosa de veinte años
más pura que la luz de la alborada.
Prendidos de su gracia y gentileza,
en vano se postraron a sus plantas
los donceles más ricos y gallardos
de toda la morisca aristocracia.
En vano le ofrecían sus amores
y a su reja llovían serenatas;
el corazón de la gentil Zulema
parecía de mármol de Alabanda.
Pero no era esa víscera preciosa
tan dura como la gente imaginaba,
que el amor de un cristiano caballero
se abrió como la flor de la mañana.
Cuando supo la nueva el viejo moro
llamó a la joven con enojo y rabia
y poniendo al profeta por testigo
juró matarla si su amor no ahogaba.
La prohibió salir de su aposento,
y temiendo por su honra amenazada,
mandó poner cerrojos en las puertas
y en las ojivas resistentes barras.
Mas todo inútil fue. Viendo el cristiano
que imposible era unirse a su amada,
ofreció a Lucifer su alma de fuego
si a Zulema en sus brazos arrojaba.
Casualidad o intervención maldita,
burlando la paterna vigilancia,
la noche de San Juan, mora y cristiano,
huían juntos, de su amor en alas.
Ya fuera que la noche estaba oscura,
ya que sin rumbo y al azar andaban,
a los vivos fulgores de un relámpago
se hallaron en las “Cuevas Encantadas”.
Y nadie supo más de los amantes,
sólo se dijo que, perdida el alma,
bajaron por la cueva a los infiernos
a celebrar su boda condenada.
