Es agradable comprobar que la publicación de un libro, al que se está unido sentimentalmente, se convierte en motivo para iniciar una serie de reflexiones sobre la desamortización, un hecho capital de la historia contemporánea de España.
Aún lo es más al observar, tras una detallada lectura, el acierto de las reflexiones que sobre este asunto hacen dos serios y respetados historiadores requenenses: Juan Carlos Pérez y Víctor Manuel Galán; a los que, además, les agradezco las cariñosas palabras con las que han acogido el libro que presentamos hace unos días.
Uno de los motivos que me anima a responder a sus comentarios es la naturaleza del tema. La desamortización es un tema tan rico y complejo que tras una respuesta surgen nuevas preguntas. Por lo demás, hay aspectos de la política local de este periodo que todavía se encuentran en tinieblas. Y la única manera de encontrar la luz es haciendo nuevas indagaciones y comprobar si se confirman algunas de las conclusiones que expongo en el libro.
I. Desamortización/enajenación.
Para comenzar (como dice Juan Carlos Pérez) es necesario diferenciar el concepto de desamortización del de enajenación, lo que no siempre es posible, pues, con frecuencia, utilizamos los dos términos como sinónimos. En el libro, cuando hablamos de enajenación, nos estamos refiriendo a la expropiación de bienes por parte del Estado, con indemnización o no, pero cuyo único fin es obtener dinero para aliviar la deuda pública o afrontar unas necesidades coyunturales de liquidez.
Los municipios también realizaron enajenaciones en este periodo. En el libro se exponen varios ejemplos. A finales del siglo XVIII, el Concejo vendió suertes de las dehesas para atender las exacciones de la corona y diez años después, durante la Guerra de la Independencia, las de los dos contendientes. La última que conocemos se produjo a mediados del siglo XIX, cuando se vendieron suertes de la Serratilla para construir unos puestos para el mercado e instalar la iluminación pública. Actualmente se continúan haciendo enajenaciones, pues se privatizan bienes, empresas y servicios, alegando la misma justificación que los liberales del siglo XIX: disminuir el déficit público y mejorar la eficiencia, supervalorado concepto que se ha convertido en el parámetro principal y único para justificar la venta, desamortización y enajenación de bienes públicos.
Si bien ambos conceptos (desamortización/enajenación) contienen ciertas semejanzas, hay un aspecto que claramente los diferencia: las desamortizaciones se produjeron como consecuencia de un cambio político y jurídico. Cambio que sólo puede originarse por medio de una revolución como en Francia o Inglaterra, donde (recordemos) se mata al rey y se desamortizan (se liberan) todas las tierras del clero.
Durante la segunda mitad del siglo XVIII, muchos ilustrados eran conscientes de que para modernizar el país y mejorar la productividad de la agricultura, era preciso realizar cambios en el sistema de propiedad, pero al mismo tiempo, comprobaron que no se podían llevar a cabo sin una revolución, pues el clero, parte de la nobleza y la corona no estaban dispuestos a realizar un cambio tan radical como era liberar voluntariamente los bienes de manos muertas, y menos todavía después de la experiencia revolucionaria en Francia.
Por lo tanto, antes de 1812, las ventas de bienes de manos muertas en España son enajenaciones, porque no hay voluntad política (revolucionaria) de cambiar el sistema jurídico del Antiguo Régimen. Esa es la razón, por la cual, el cambio del sistema de propiedad en España, sólo pudo hacerse cuando los liberales tomaron el poder e hicieron “su revolución”.
II. El carlismo.
Es sabido que la primera guerra carlista afectó en gran manera a nuestra comarca. Se debió al valor estratégico que tenía la plaza por su carácter fronterizo. Igual que en otros momentos de nuestra historia: Reconquista, Guerra de Sucesión y Guerra de la Independencia.
Juan Carlos García se pregunta por qué razón los campesinos de la comarca no aprovecharon la ocasión (la guerra) para abrazar el carlismo enfrentándose a los terratenientes y al patriciado local. La cuestión la resuelve con una teoría que en parte comparto, como puede verse en las conclusiones finales de mi libro.
Debemos recordar que la opinión generalizada de la historiografía local es que la población de Requena fue “enteramente” liberal. Ante un problema tan complejo como éste, en el que se mezclan ideologías políticas, mentalidades e intereses, nos cuesta creer que los habitantes del municipio, no digamos de la comarca, mantuvieran una actitud tan uniforme, pero los historiadores sabemos que hay mitos que conviene reforzar. El carlismo no sólo fue una ideología sino que la defensa de sus ideales condujo a una guerra civil, donde se desató el odio. Es lógico pues, que ciertos hechos sean cubiertos con el olvido.
No obstante y, con las reservas que acabo de explicar, Requena fue liberal. Una actitud que si se me permite la expresión, fue singular. Las circunstancias fueron semejantes a las que se dieron con la educación en el siglo XVIII, donde mantengo la hipótesis de que la tasa de alfabetización en el municipio debió ser superior a la media nacional y, sin duda, a la de la comarca, porque la mayoría de la población vivía en un núcleo urbano, ocupada en un porcentaje muy superior al de otros municipios en la manufactura y, en consecuencia, donde el porcentaje de burgueses y artesanos era mayor que el de otras localidades.
Por la misma razón que explico en el párrafo anterior, cuando el carlismo germina en España (1820-1834), Requena era un municipio urbano, donde la actividad principal era la manufactura de la seda, y el carlismo se desarrolló en aquellas zonas en las que una mayoría de la población se dedicaba a actividades agrícolas y el papel del clero como arrendador era muy destacado; al igual que en aquellos zonas en las que pervivían usos comunales de la tierra. Desde luego se desarrolló más en las zonas rurales que en las ciudades, donde tenía escasa fortaleza.
Otro aspecto importante en esta argumentación son las relaciones que se establecieron entre el patriciado(1) de la ciudad y la población. Desde mi punto de vista (y entiendo que también el de Víctor M. Galán) la razón por la que la mayoría de los habitantes de Requena tomaron partido por el liberalismo, fue una consecuencia de las relaciones clientelares que se establecieron entre industriales y comerciantes sederos, por una parte, y los artesanos y obreros que trabajaban en los telares, por otra. Creo que esto podría explicar la connivencia de dos grupos, tan dispares, en los movimientos revolucionarios de la primera mitad del siglo XIX y el porqué del escaso éxito que el carlismo tuvo en el municipio.
¿Quiere esto decir que no había carlistas en Requena? Por las noticias que conocemos de nuestros historiadores, “haberlos haylos”, pero la cuestión que planteamos es si su número y fuerza era suficiente para movilizar a la población en un sentido u otro y, al parecer, no la tenían. Cuando a mediados de siglo, se confirmó la crisis de la seda que acabó con los telares, el carlismo en España era una fuerza con escasa capacidad para movilizar a los descontentos.
Este planteamiento me permite unirlo a otra de las ideas que se encuentra en los comentarios de Juan Carlos Pérez y Víctor Manuel Galán, ¿qué hizo la población ante el empobrecimiento general del municipio y el expolio de los bienes comunales en la segunda mitad del siglo XIX? Buena pregunta, pero la respuesta se merece una mayor reflexión que la que puedo ofrecer en este breve artículo.
La explicación quizás se encuentre en los documentos de los archivos, (actas, correspondencia, prensa…) si bien lo que se manifiesta tras la lectura de los Libros de Acuerdos no permite hacerse una idea de lo que la población pensaba sobre este asunto. En las actas hay protestas, reclamaciones sobre denuncias que hacen los terratenientes por invasiones de sus propiedades (por cierto, ilegítimas), pero no trasciende que existiera un clima revolucionario. A no ser que se considere que las revueltas contra el impuesto de consumos tuvieron una finalidad política.
El empobrecimiento general, causado por el aumentó del paro debido a la crisis de la seda, dejó a buena parte de la población en manos de los caciques (liberales) que, gracias al dominio que ejercían del sistema político que habían creado, la utilizó como “fuerza revolucionaria” en momentos determinados. Otra parte de la población, integrada por arrendatarios, pequeños propietarios y artesanos, sobrevivió como pudo a los vaivenes de la economía y la política, pero con miedo a proletarizarse, e integrarse en el grupo de los jornaleros que conforme avanzaba el siglo iba aumentando en la comarca.
La inevitable proletarización de lo que llamaríamos «el pueblo”, fue consecuencia de la crisis de la seda y de cómo se realizó la desamortización, sólo hay que mirar quién adquirió los bienes en las subastas. Los arrendatarios, los jornaleros y los pequeños propietarios de tierra no compraron bienes, pero no porque la oferta fuera escasa (en las relaciones de venta se ofrecieron numerosas parcelas de huertas), sino porque el sistema de venta, basado en subastas públicas, sólo permitía a los acaudalados comprar las mejores suertes.
Una de las vías de escape a la pobreza fue la emigración a las aldeas, donde se estaba produciendo la colonización del término, y a Valencia; lo que posiblemente evitó algún que otro episodio revolucionario.
III. El papel del clero local.
La respuesta a este planteamiento que surge en los artículos de Juan Carlos Pérez y Víctor M. Galán da pie a explicar uno de los hechos más sugerentes de la desamortización en España y por ende en Requena.
Durante todo el siglo, el comportamiento de la Iglesia fue de oposición al sistema jurídico y político que implantó el Régimen Liberal, especialmente a la desamortización. Sin embargo, lo que se deduce del análisis de las relaciones de compras de bienes desamortizados, esta conducta no fue homogénea.
La Iglesia no se opuso siempre a la venta de sus bienes. Accedió a las enajenaciones de propiedades del clero que propuso Godoy a finales del siglo XVIII y que tenían como fin disminuir la deuda de la corona, por lo que fue indemnizada. Igualmente, consintió la desamortización del Trienio Liberal, hasta tal punto que numerosas propiedades del clero regular fueron compradas por miembros del clero secular. En Requena tenemos el ejemplo de dos ilustres compradores, ambos presbíteros: don Mariano Moral Herrero y don Andrés García Izquierdo (administrador y testaferro de don Andrés María Ferrer de Plegamans), pero en la provincia de Valencia, como nos indica el profesor Brines, fueron muchos más.
La oposición del clero (la más contundente vino de Roma) a la desamortización, se produjo cuando se pusieron en venta los bienes del clero secular durante la de Mendizábal, el año 1841, y, con más energía todavía, a la de Madoz (1854), donde se desamortizaron la totalidad de los bienes de manos muertas, incluidos los censos.
La Iglesia no se resignó al expolio de sus bienes y acusó a los liberales progresistas de romper los acuerdos firmados en el Concordato de 1851. Las presiones del Papa y la camarilla de palacio (uno de los más firmes opositores era el rey consorte), fortalecieron la posición obstruccionista de la reina (Isabel II) a la ley, lo que estuvo a punto de costarle el exilio, anticipándose al año 1868. La presión ante los gobiernos moderados tuvo más éxito, pues el año 1845 y 1855 se paralizó su ejecución. Sólo fue temporal. El liberalismo hizo su revolución y la desamortización de los bienes de manos muertas era un elemento capital para la consecución de sus objetivos.
A diferencia de otras instituciones (beneficencia, educación), la Iglesia no salió malparada: fue indemnizada y en la Restauración, con el apoyo de la burguesía conservadora, consiguió recuperar su papel director en la sociedad. Si bien el régimen que estableció el liberalismo conservador proclamaba en la Constitución de 1878 la libertad de culto, las leyes orgánicas que se desarrollaron posteriormente respetaron las prerrogativas que el Concordato de 1851 otorgaba a la Iglesia.(2)
Como explico en el libro, las leyes que suprimieron las órdenes religiosas fueron derogadas, se permitió la fundación de nuevos establecimientos religiosos, adquirir propiedades y rehacer buena parte de su patrimonio. Asimismo se les permitió fiscalizar la política educativa, limitar la libertad religiosa y controlar la moral de los españoles.
Valencia, 10 de febrero de 2015
(1) El poder político municipal estaba en manos del patriciado: burgueses enriquecidos con la manufactura y comercio de la seda, funcionarios, administradores, profesionales liberales, (abogados, notarios, médicos…) especuladores y labradores acomodados; muchos de ellos compradores de bienes desamortizados; en su mayoría liberales.
(2) “(…) Y por consiguiente, a tenor de lo prescrito en el Concordato de 1851, la enseñanza en las Universidades, en los Colegios y en todas las Escuelas públicas y privadas serán enteramente conformes a la doctrina de religión católica, y los prelados diocesanos podrán libremente vigilar la pureza de la fe y las costumbres, y la educación religiosa de la juventud, sin encontrar obstáculo alguno en el ejercicio de este santo deber”. Fernández Almagro, Melchor. Citado en “Política religiosa de la Restauración (1875-1931); MARTÍ GILABERT, F. Madrid, 1991.
