La enfermedad presenta a lo largo de la Historia un acusado componente social, pues no todos los grupos de la población han sido y son afectados de la misma manera. La experiencia del coronavirus lo vuelve a acreditar, cebándose especialmente en las personas de la tercera edad. De hecho, cuando se plantean las distintas estrategias para una desescalada del confinamiento, lo más ajustadas a las circunstancias, se comienzan a diferenciar grupos territoriales y de edad, con medidas como el permiso de breves salidas con condiciones de los menores de doce años.
En otras horas históricas, se han encontrado los menores entre los más afectados. La difteria, el terrible garrotillo, causó no pocas muertes infantiles en la Edad Moderna. Esta enfermedad infecciosa se transmite a través de las secreciones de los afectados y provoca quemazón en la garganta al ingerir alimentos, fiebre y problemas de respiración. Puede ser terriblemente mortal, especialmente en los menores de seis años y en los mayores de sesenta.
Entre 1583 y 1638 el garrotillo fue epidémico varias veces en España, castigando Requena entre 1626 y 1630. La mortalidad subió por aquellos años por las defunciones infantiles, alcanzándose unas cifras globales dignas de la misma peste. En la parroquia del Salvador, de la que conservamos datos al respecto, fallecieron en aquel lapso 193 niños y 95 niñas. Ciertamente, no sabemos las causas exactas de su defunción, pero la difteria tuvo un claro protagonismo. Entre los grupos de adultos, el mal también cobró su tributo. Murieron 121 varones y 125 mujeres, dándose aquí una mayor mortalidad en los grupos femeninos. Vemos claramente que los 288 menores superaron a los 246 adultos.
La crónica de la enfermedad es bastante clara a través de las cifras de difuntos. En 1626 fueron los 38 niños el grupo más numeroso de los 108 fallecidos, seguido del de los 26 varones, de las 25 niñas y las 19 mujeres adultas. Esta elevada mortalidad de los niños en relación a las niñas se afirmó con rotundidad en 1627, con 45 niños y 7 niñas de las 96 defunciones habidas. En 1628 descendieron a 73 las muertes, registrándose 28 de niños, 14 de niñas, 14 de varones adultos y 17 de mujeres adultas. Sin embargo, el mal repuntó con crueldad en 1629, con 153 defunciones, 44 de niños, 42 de mujeres adultas, 35 de niñas y 32 de varones adultos. Es muy probable que muchas madres se vieran más expuestas al contagio. En 1630 las muertes descendieron a 104, de las que 38 fueron de niños, 28 de mujeres adultas, 24 de varones adultos y 14 de niñas.
A pesar que afamados médicos españoles del siglo XVI como Francisco López de Villalobos y Luis Mercado describieron con inteligencia el mal y recomendaron remedios nutritivos razonables, la mentalidad de la época se inclinaba por considerar la enfermedad un castigo por los pecados humanos. El 20 de septiembre de 1629, en lo peor de la epidemia, se ofició una novena en el altar mayor de Santa María para recabar la ayuda de San Blas, protector contra las dolencias de garganta. La ceremonia fue costeada por el preocupado municipio requenense con la nada menospreciable suma de 110 reales. También se gastaron otros 120 reales por la consulta del 20 de octubre de aquel infausto año a los prestigiosos médicos de Alcalá de Henares, como Juan de Villarreal.
A Dios rogando y con el mazo dando. Era una buena opción para unas gentes desprovistas de una vacuna que no llegaría hasta 1923. En nuestro caso, llegará muchísimo antes, pero al igual que nuestros antepasados no podemos dejar de sobrecogernos ante la enfermedad.

Fuentes.
ARCHIVO HISTÓRICO MUNICIPAL.
Libro de índice de defunciones del Salvador, 1554-1800.