Heridas de guerra y fiebres tercianas.
La más antigua referencia al noble arte de la curación en la recién conquistada Tierra de Requena, la encontramos en lo que nuestros antepasados conocieron como Fuero de Requena, que no era sino la adaptación del Fuero de Cuenca concedido por Alfonso X en 1257. En él se hace mención a los honorarios del cirujano en función del tipo de heridas que curase. Eugenio Domingo Iranzo transcribe este artículo del Fuero de la siguiente manera: «El preçio del çuruiano que tome, es a saber: por la llaga que del golpe oviere hueso quebrado, tome veynte mencales, et non por otra; et por la llaga que pasare que oviere menester dos linos, diez mencales; et por otra qual quier llaga que non pasare nin oviere hueso quebrado, non tome el çiurujano más de çinco mencales». La cita nos traslada a una sociedad guerrera, en la que la regulación referente a la curación se hacía pensando en las posibles heridas en batalla, sobre las que la actuación del cirujano (aquel que suturaba heridas o recolocaba fracturas) era la más apropiada.
No muchos años después, las crónicas dejan constancia del primer «enfermo ilustre» que tuvo la villa. Ni más ni menos que el sabio rey don Alfonso de Castilla, el décimo de su nombre, que allá por el año 1281 «adoleció en Requena de tercianas…», dolencia que algún cronista calificó como «una enfermedad no ligera«. Y en verdad no debió de ser cosa trivial, pues su estancia se tuvo que prolongar varios días, acompañado -según nos cuenta Bernabéu- por las reinas de Castilla y de Aragón (su mujer y su suegra).
Las llamadas fiebres tercianas son realmente una manifestación de paludismo, enfermedad asociada a las zonas pantanosas o con aguas estancadas. Este problema, aparentemente ajeno a nuestra tierra, no lo debió ser tanto en tiempos pretéritos, cuando ciertas zonas de la Vega requenense pudieron estar encharcadas en determinadas épocas del año; sin olvidar tampoco el «charquizal» que dio nombre a Cantarranas, por donde discurría el camino que por el oeste bordeaba la villa. No es baladí el hecho de que a finales del siglo XVII el Concejo dedicara una sustanciosa cantidad de dinero para «socorrer a los pobres tercianados«; ni que a mediados del siglo XVIII se hiciera referencia en las actas municipales a la «epidemia de la Vega«, probablemente relacionada con las fiebres palúdicas.
Pese a todo, lo cierto es que nuestro benefactor rey Alfonso, salió con bien de este trance -no sabemos si con la ayuda de algún sabio sanador local-, aunque suponemos que con el ánimo ciertamente quebrado, pues durante su estancia en Requena le llegaron malas noticias sobre sus pretensiones al trono imperial germánico.
«La grande pestilencia».
El paludismo – fiebres tercianas- fue, sin duda, una de las enfermedades endémicas del medievo y de la Edad Moderna, pero junto a ella, el verdadero azote de las gentes de aquellas épocas fue la peste que, asociada al hambre y a la guerra, desgarró los reinos hispánicos durante el siglo XIV. Como es bien sabido, fue ante todo la llamada Peste Negra -«la primera et grande pestilencia, que es llamada mortandad grande«, según se narra en la Crónica de Alfonso XI- la que marcó el devenir del siglo. Tal brote pestilente entró a la península ibérica por los distintos puertos de la costa mediterránea. El mes de mayo de 1348 la muerte se había enseñoreado de la ciudad de Valencia; a finales de julio estaba ya diezmando la población de Teruel. Aunque no tenemos datos concretos, las líneas de expansión de la peste nos hacen pensar que su entrada en Requena pudo producirse a inicios del verano, abriendo por aquí el camino a su devastador avance por la Castilla oriental.
La Peste Negra de 1348-49 dejó su impronta en el subconsciente colectivo de las gentes de la época, pero pese a ser la más importante no fue la única que se sufrió en ese siglo. Con una periodicidad casi decenal, la peste volvía a aparecer de una forma más o menos generalizada. Así sucedió entre 1362-63 en la Corona de Aragón (1363-64 en la de Castilla); en 1373-74 las crónicas castellanas hablan de una «tercera mortandad«; entre 1381 y 1384 van surgiendo sucesivos brotes en las distintas tierras peninsulares; algo similar sucede en los últimos años del siglo XIV.
La primera mención documental a esta lacra en lo referente a Requena, se encuentra, según Bernabéu, en el Archivo Municipal (Leg. 12), y se refiere a una Real Provisión fechada en 1402, donde se establece que «averiguada la mortandad que ovo en esta villa, no se pague al rey con moneda». La cosa debió de ser seria cuando el rey perdonó a sus súbditos requenenses el oneroso pago de impuestos. La epidemia, al parecer, se desató en verano, y pudo dejar muy tocada la débil demografía local.
Entre 1412 y 1414 la peste se extiende de nuevo por Castilla. Unos años después, en 1417, funcionaba ya un «spital e ospedería» en el entorno del monasterio de frailes carmelitas, quizás vinculado en un principio a este convento. La caridad cristiana actuaba de esta manera ante el azote permanente de la enfermedad y la pobreza. La institución, cuya fecha de creación desconocemos, estaba llamada a convertirse en un pilar fundamental para la asistencia sanitaria y la beneficencia requenense durante los siglos posteriores.
El médico.
La presencia estable de un médico en lo que era una villa de tamaño medio para la Castilla de la época, nos parece indudable para el siglo XV, máxime sabiendo de la existencia de un hospital. Pero la primera referencia documental que hemos encontrado al respecto, nos lleva a la Ordenanzas reformadas de 1479 – citadas por Bernabéu -, donde se indicaba que «del arriendo de la hoja de las viñas se pague al médico«. La preocupación por garantizar el salario del médico a través de la reglamentación municipal, nos habla de la importancia que desde la autoridad concejil se daba al tema. Tampoco los aspectos terapéuticos se dejaban a la improvisación, pues en las casas de Mariluna -en las estribaciones del Pico del Tejo- se mandaron construir neveros. Desde allí ese «fruto del invierno» era trasladado al llamado pozo de la Nieve, en el paraje del Cerrito, junto al barrio de las Peñas, y conservado a buen recaudo para ser utilizado en su momento como remedio para combatir procesos febriles.
La necesidad de contar con un médico de forma permanente debemos relacionarla ante todo con el temor a los brotes epidémicos. A comienzos del siglo XVI la peste seguía haciendo estragos. Entre 1507 y 1508 -y quizás también en 1509- una virulenta epidemia de peste se extiende por todos los territorios peninsulares. Fue el brote más importante desde la «mortandad grande» de 1348, y no se repetirá algo semejante hasta la de 1596-1603. La peste debió de entrar por Cádiz (enero), y desde allí se extendió con rapidez por la Andalucía bética (llegó a Sevilla en febrero), pasando de allí al Reino de Granada (abril) y, desde éste al de Murcia (noviembre), pese a la medidas que se toman en sus principales poblaciones, como Lorca y la capital. De Murcia la enfermedad se extendió por las tierras oriolanas y el marquesado de Villena en dirección norte (comienzos de 1508), llegando, suponemos, por esta vía a la Tierra de Requena. Bernabéu menciona que en el Llibre de Antiquitats (crónica de la ciudad de Valencia desde el siglo XV al XVIII) se indica que, dados los estragos que la peste había causado en nuestra tierra, se tomaron en la ciudad de Valencia «severas medidas contra todo lo que procediese de esta comarca«.
Otras armas contra la enfermedad.
La peste era concebida por muchos como un castigo de Dios por los pecados de los hombres. Frente a ello no cabía sino congraciarse con lo divino y buscar la protección de los santos, y el protagonismo en esta materia lo solían tener San Sebastián y San Roque. De esta época parece datar la fiesta que la villa de Requena instituyó en honor a San Roque, cuya protección se imploraba «con las cruzes fechas en el ayre con la bandera de la cofradía».
Pero detrás de la enfermedad existían aspectos más terrenales. Su origen bacteriano (puede afectar tanto a animales como a humanos) y su carácter infectocontagioso, favorecían su rápida difusión, máxime en un entorno marcado por la falta de limpieza y por el hacinamiento humano y animal, dos características habituales en las poblaciones de la época. Podemos imaginarnos la villa de Requena a comienzos del siglo XVI, con una población comprimida en el exiguo espacio amurallado de la Villa y en algunas callejas del Arrabal y de las Peñas, en directa convivencia con los animales y con los residuos orgánicos acumulados por las calles o arrastrados por la acequia que cruzaba la villa de norte a sur, desaguando en el arbollón de San Nicolás. Frente a todo ello la única medida posible era la higiene, y aunque hubo quien fue consciente de ello, su consecución rozaba lo imposible.
El siglo XVI y sus médicos.
En este contexto, distintos brotes pestilentes se sucedieron con asidua periodicidad durante dicho siglo. Ante ello, la presencia médica en la villa se convierte en una necesidad perentoria, lo cual se confirma en una real provisión fechada en 1511 (Simancas: Cédulas Reales, 39-16) por la que se autoriza que se de salario a los «oficiales médico y comadre de parir». Los datos más antiguos aportados por las actas municipales en referencia a la presencia médica en la villa de Requena -facilitados por el archivero Ignacio Latorre- nos remontan al año 1531, cuando el Concejo acuerda pagar a un médico 120 ducados por tres años de trabajo, sueldo que quedaría complementado con lo que el facultativo ingresara por la iguala de «80 casas de ricos». Este dato refleja la preocupación de los munícipes por contar con un médico que atendiera al vecindario de forma permanente, por lo que intenta fidelizarlo mediante un contrato que le obligue a permanecer al menos tres años. Unos años después, en 1546, las actas vuelven a hacer mención al pago de 25 ducados anuales al médico durante un periodo de cuatro años. La cuantía baja respecto a 1531, lo cual quizás pueda explicarse por el distinto nivel de amenaza derivada de posibles epidemias.
El pago de estas cantidades suponía un esfuerzo considerable para las siempre exiguas arcas municipales, cuyos caudales procedían de los ingresos por propios y arbitrios. Precisamente durante estos años se intenta aumentar estos ingresos adehesando más tierras municipales. El alquiler de estas dehesas a los ganaderos era la fuente principal de entrada de dinero en el municipio, y aunque durante esta etapa aumentará, también es cierto que gran parte de esta mejora iría a parar a la Corona.
El doctor Reynaldos.
Uno de los médicos que ejerció su oficio en Requena durante esta época, el doctor Reinaldos, va a alcanzar un inusitado protagonismo durante las décadas centrales del siglo. Los pocos datos biográficos que de él poseemos nos hablan de un hombre singular, de uno de esos personajes que dejan honda huella en la memoria colectiva por su intenso compromiso social. Su figura nos interesa en este artículo en cuanto a su condición de médico, pero tampoco podemos olvidar otros hechos memorables en su, al parecer, intensa vida.
Quizás su padre fue también médico de la villa, pues en 1511 hay constancia de que un tal doctor Reinaldos pedía al Concejo que obligase vender en la «botica desta villa las medicinas que receptase» (Bernabeu, H. de R.). En su juventud, siendo aún bachiller, participó en el movimiento comunero que capitaneó el bravo Luis de la Cárcel, lo cual le costó el destierro durante un cierto tiempo. Algo que no debió afectar mucho a su ánimo inquieto, pues tiempo después tuvo que enfrentarse a la actuación de la Inquisición conquense (Bernabéu, Estampas Requenenses).
Pero su vida se centró fundamentalmente en su labor como médico, con la que su compromiso fue tan alto que le llevó a la muerte. En el año 1556, uno de tantos brotes pestilentes amenazó con llegar a Requena, esta vez desde Valencia. La amenaza, bajo las acertadas medidas tomadas por el Concejo, pudo ser conjurada. Y así también sucedió el año siguiente, cuando se detectaron casos en la venta del Pajazo. Pero en 1558 la guadaña de la peste entró de manera implacable en la población. Lo hizo por el Arrabal y las Peñas , las zonas con menores defensas -sin duda, de la potencia de las puertas y murallas no sólo dependía frenar al enemigo armado, sino también a las nefastas epidemias-. Pero una vez en la población, la Villa no tardaría en sucumbir. El doctor Reinaldos debió de convertirse en la única esperanza del pueblo llano. Como siempre sucedía, la gente más poderosa, aquellos que tenían casas en el campo o familias que les acogieran en otros lugares, huyeron. Pero la mayor parte de los habitantes de la villa tuvieron que quedarse, y pese a la encomiable labor del facultativo, murieron más de seiscientas personas, sobre todo niños y jóvenes. Reinaldos también pereció en su noble empeño, y el corregidor, desbordado por la situación, tuvo que recurrir al doctor valenciano Juan Soler, que acudió a Requena a cambio de la nada despreciable cantidad de dos ducados por día de trabajo. En febrero de 1559 la enfermedad empezó a dar un respiro, y el doctor Soler pudo volver a Valencia. (Bernabéu, H. de R.).
Los estrechos caminos hacia la curación.
La labor de los galenos en esas circunstancias debía de ser complicada, no sólo porque se jugaban la vida, sino porque su tarea preventiva y terapéutica no debía estar demasiado clara. En la España del siglo XVI varios médicos se preocuparon de escribir tratados en los que se planteaban soluciones para la enfermedad. Es lo que hizo el doctor Luis Lobera de Ávila en su libro «La pestilencia curativa», publicado a mediados del siglo XVI. En general, existieron dos corrientes explicativas al porqué de la extensión de la enfermedad. Por un lado el llamado «aerismo», que defendía que el mal se extendía por el aire, por lo que era fundamental evitar ambientes pestilentes para prevenir un posible contagio; por el otro el «contiaginismo», que establecía que el contagio se producía por contacto directo entre las personas.
Atendiendo a estas dos posibles formas de propagación los médicos actuaban, pero normalmente la medida profiláctica más recomendada por ellos era la huida al campo, algo que, como antes indicamos, no todos podían permitirse. El propio Luis Lobera exhortaba a «huir presto y lexos, bolver tarde y escoger aquel lugar que no aya estado inficcionado y esté sano en muchos días«. Pero esta recomendable fuga tenía otra consecuencia para las villas y ciudades afectadas por la pestilencia, y era que aquellos que ostentaban los cargos de gobierno – sin duda los más pudientes- eran en muchas ocasiones quienes huían «presto y lexos», por lo que las poblaciones quedaban en una situación de caos gubernativo. Domínguez de la Coba -y adelantamos acontecimientos- describe perfectamente esta circunstancia durante la gran pestilencia que diezmó a Requena en los tiempos en que fue ocupada por las tropas del archiduque Carlos.
El municipio.
Pero las autoridades que quedaban debían tomar medidas. La más importante -aunque de carácter marcadamente preventivo- era cerrar a cal y canto la población. Se vetaba el paso a los que viniesen de fuera y se nombraban guardas para vigilar puertas y portillos. Para los que permanecían dentro, y una vez la pestilencia se había instalado, no quedaba más que intentar evitar el contagio y rezar.
Si la asistencia médica a nivel particular constituyó un pilar fundamental en la lucha contra la enfermedad y la muerte en la Requena del siglo XVI, el otro pilar fue el Hospital, donde se aunaba la atención a los pobres de la villa y a los muchos transeúntes que pasaban por ella. De nuevo gracias a las actas municipales sabemos que el 20 de febrero de 1528 se autorizaba la corta de «150 maderas para el Hospital»; unos años después, en 1546, se pagaron 200 maravedíes a una persona que había trabajado en dicha institución. Nuestro conocimiento sobre el funcionamiento del Hospital durante el siglo XVI es hoy por hoy exiguo, pero estos datos nos confirman el interés que había desde el Concejo por su existencia. La referencia a las 150 maderas nos hace pensar en la construcción de un edificio, o, al menos, en una reforma de gran envergadura. Su ubicación suponemos que sería la misma que había tenido en el siglo XV y tendría en los siglos posteriores, es decir, en la calle del Carmen, arteria de paso de todos aquellos que transitaban entre Castilla y Valencia.
Sin duda la lucha contra la enfermedad y la muerte fue la mayor batalla que nuestros antepasados tuvieron que librar durante estos siglos que marcan el tránsito entre el medievo y la Edad Moderna. Los pocos datos que sobre esta etapa poseemos, nos permiten aproximarnos a ese combate que comandaron médicos y cirujanos con el apoyo de diversas instituciones locales y que poco a poco intentaremos ir sacando a la luz.
Fuentes:
Bernabéu, R., Historia crítica y documentada de la ciudad de Requena, 1982.
Bernabéu, R., Estampas requenenses, 1962.
ARCHIVO HISTÓRICO MUNICIPAL DE REQUENA. Datos facilitados por Víctor M. Galán e Ignacio Latorre.
Domingo Iranzo, E. El Fuero de Requena. Estudio crítico y transcripción, 2008.
Jiménez Alcázar, J. F., «La peste de 1507-1508 en Murcia y Lorca: contagio y muerte». Universidad de Murcia.
