A comienzos de la década de los setenta del pasado siglo se editaba una preciosa postal de Requena que, bajo el título «Vista parcial»[1], captaba para la posteridad ese momento indeterminado en el que se anuncia el esplendor de la primavera cuando el invierno todavía se deja sentir.

En primer plano un almendro, que ya había florecido y todavía conservaba en las ramas sus sencillas y fascinantes flores; en segundo término los ribazos, despojados de sus cenicientos colores invernales y revestidos de verde. Un poco más allá los esbeltos chopos todavía desnudos. A lo lejos, la siempre seductora línea del cielo de Requena con su principal vigía, el campanario del Salvador, la torre de Santa María y la cúpula de San Nicolás.
Puedo garantizar que esta postal recorrió muchos caminos porque cuando la vi por primera vez me impactó. Por entonces ya no residía habitualmente en Requena y me dediqué a enviársela a cuantas personas conocía e iba conociendo en mi nueva singladura, era un testimonio de la belleza y de la querencia que sentía por mi ciudad natal.
Muchas décadas después, leyendo una vieja revista de 1952, encontré un escrito: «Tal vez la luna de enero…», que contenía una poética descripción del tan recordado y maravilloso momento del florecer de los almendros en Requena. Su autor, un jovencísimo Andrés López García, por entonces colaborador de la revista Alberca, escribió sobre ese momento preciso, en el que gran parte del campo requenense se reviste de rosada y perfumada blonda.

Tal vez la luna de enero…
Sí. Yo creo que ha sido la luna de enero —flor de plata viajera— la que desde el Japón ha traído ese encaje de ensueño que ahora tienen los almendros. Y ellos, en su afán de fiesta, se han puesto sobre la tristeza rugosa de sus ramas la blonda blanquirrosa de su nuevo vestido.
—Tal vez la luna…
Todo el campo tiene frío. Es verdad que apenas hay hojas y el sol está lejos todavía. Por eso ellos, en su deseo de abrigar todo mandan sus florecillas con la brisa en un diluvio blanco y perfumado. Todo lo débil —pájaros, violetas— se arropa con ellas. Pero los almendros entonces, por quijotes, pasan frío.
—Acaso la luna…
Árboles impacientes, ligeros, frágiles. Dejáis en el aire, temblando, la esperanza verde de la verde primavera. Pero llenáis el paisaje de una melancolía sutil y dais a nuestras almas la inquietud que inspiran algunos niños delgaditos, pálidos —pétalos de almendro—, que en su mirar hondo nos hacen temer más la muerte…
—Quizá la luna de enero…
La tarde llega pensativa y callada. Por el pueblo lejano —; ¡av mi Requena morena!— yerran penachos de luz malva. Se oye el silencio… El almendro, transfigurado por la hora, da su esencia sin fin. El aire, que andaba quedo entre los pinos, se para… Armonía cándida de lo poético…
— Yo digo que la luna…
Sí. Yo creo que la luna, de enero, alta y redonda, les ha dejado unos penachos de luz que ellos lucen, virginales, con un cándido revuelo de palomas.
Andrés López[2].

Andrés López García, 13 de octubre de 1969. Foto del archivo de Marcial García Cañabate.
[1] «Requena. Vista parcial». Serie 80, núm. 13. Estampas y postales. Durá-Valencia. Kolor-Zerkowits, D.L. B-31442-XIII,
[2] López García, Andrés: «Tal vez la luna de enero», Alberca, año II, 5 (marzo abril de 1952), p. 6.