¿Cómo relatamos el pasado?
Recientemente en Crónicas históricas de Requena el historiador Juan Carlos Pérez García ha puesto su atención sobre las luchas de poder en nuestra comarca (los halcones y las palomas) y sobre la legitimidad ciudadana que brinda el discurso histórico para dar sentido a la comunidad en Los fogones de la memoria.
La historiografía de la segunda mitad del siglo XX ha estado muy influida por el materialismo histórico en sus diferentes interpretaciones y varias generaciones de investigadores se consagraron a dilucidar las condiciones infraestructurales de las sociedades antiguas, dejando al margen algunos fenómenos capitales de la vida estatal y cultural por considerarlos parte de una mera superestructura al servicio de los intereses de la clase dominante. Poco a poco la llamada historia de las mentalidades, no sin ciertas exageraciones, ha valorado más los fenómenos de la cultura en toda su extensión. También es importante considerar el poder blando de la persuasión para entender el pasado.
La crítica historiográfica reconoce en el fondo desde hace tiempo que todo documento y todo relato de hechos pasados responden a unas motivaciones, intereses y formas de pensar muy concretas, que es preciso desenredar si queremos conseguir agua clara. Los hechos acontecidos son susceptibles de distorsión, anulándose en la medida de lo posible todo lo que resulte incómodo. Los conquistadores romanos destruyeron a conciencia los archivos de su odiada Cartago.
En el siglo XIX muchos historiadores europeos se pusieron al servicio de la construcción de sus respectivas historias nacionales, en las que generalmente se acostumbró a exaltar a reyes guerreros, capitanes victoriosos y siglos de oro, vilipendiando a los mortales enemigos de turno, generalmente vecinos. Proliferaron por doquier los pueblos indómitos de una antigüedad que se remontaba a la noche de los tiempos. La cima se alcanzaba con alguna batalla digna de los ángeles contra los diablos. La nación se sentía así realizada.
Tal mentalidad patriotera acrecentada por el nacionalismo empapó desde el discurso del politicastro al estudio más metódico de su tiempo, extendiéndose desde la nación en su egregio conjunto al último de sus rincones, pues aquí tuvieron lugar episodios nacionales que demostraron el alto carácter patriótico de sus buenas gentes.
En la España del siglo XIX las realidades locales y la general interactuaron con enorme fuerza. Cada movimiento revolucionario avanzó a lomos de juntas locales y provinciales que nos descubren un panorama caleidoscópico. La historiografía local se alimentó del nacionalismo romántico de Modesto Lafuente.
En Requena Enrique Herrero y Moral fue al final el que escribió entre 1889 y 1890 su historia decimonónica, susceptible todavía de un estudio pormenorizado moderno. Hombre muy vinculado a sus recuerdos familiares, ofrendó su trabajo al ayuntamiento en 1891, cuando la imprenta de Manuel Alufre lo publicara en Valencia. Tras la muerte prematura de Alfonso XII el régimen de propietarios de la Restauración parecía asegurado bajo la regencia de su segunda esposa María Cristina, aunque en el horizonte ya se oteaban los primeros nubarrones de la crisis de fin de siglo, la del 98. Aquel fue un buen momento para hacer un balance histórico, más sobre el impacto de la revolución burguesa en las tierras requenenses que sobre la historia de Requena en sí.
¿Qué entendemos por revolución burguesa?
Durante demasiados años España era el país de los fracasos en materia historiográfica, pues en esta inhóspita tierra no había florecido el Renacimiento, la industrialización ni la revolución burguesa o desalojo del poder de las fuerzas dominantes del Antiguo Régimen por la dinámica burguesía abierta al liberalismo y al capitalismo, capaces de modernizar el país y abrir el camino histórico de la siguiente transformación socialista.
Con la guerra de la Independencia comenzó el desmantelamiento del Antiguo Régimen, aunque la alianza entre grupos progresivos y conservadores contra los napoleónicos impidiera acometerlo con mayor decisión. Tras los vaivenes políticos del reinado de Fernando VII, gran parte de la aristocracia se inclinaría por el liberalismo moderado bajo Isabel II, aplicándose una vía prusiana al capitalismo en nuestro país.
Aceptada esta premisa con matices por muchos historiadores, se puntualizó que las instituciones del Antiguo Régimen se desmantelaron a partir de 1833 y que el agrarismo era perfectamente compatible con el capitalismo emergente. La agitación popular en ciudades como Barcelona, teñida de radicalismo, no dejó de impulsar semejantes variaciones por acción o reacción.
Desde este punto de vista España sí que experimentó una revolución burguesa emprendida por una oligarquía con fuertes resabios del Antiguo Régimen, que anuló todo aquello que se opusiera a su poder. Quizá hubieran preferido una evolución paulatina, pero las difíciles circunstancias políticas de la España de 1808 a 1874 lo impidieron.
La burguesía requenense.
Antes de la guerra de Sucesión unos cuantos linajes caballerescos como los Carcajona dominaban su vida municipal, pero antes de la de la Independencia las cosas habían cambiado. La expansión agrícola, el auge de la sedería y del comercio auparon a nuevos ricos, que pretendieron disfrutar de parte del pastel. En principio aquellos negociantes no cuestionaron el orden material y moral del Antiguo Régimen. Buscaron afanosamente dignidades eclesiásticas para sus vástagos y matrimonios ventajosos capaces de enmarcarlos en la hidalguía, valiosa por su prestigio y sus exenciones fiscales. Los Herrero ejemplifican esta nueva oligarquía.
En 1793 consiguieron acceder al poder municipal tras la eliminación de las regidurías perpetuas y el establecimiento de la elección de dignidades por los regidores de los dos ejercicios anteriores.
Puede parecer atípico que en el año en el que se guillotinó a Luis XVI se realizaran semejantes acomodaciones en un rincón de la España de Carlos IV, pero si contemplamos la situación de manera panorámica ya no nos resulta tan extraña. En muchos rincones de Europa la nobleza se había abierto hacia los elementos más acaudalados de la burguesía (o patriciado urbano), aunque sólo en Inglaterra se trataba con mayor naturalidad a los recién llegados. Al fin y al cabo la nobleza napoleónica y de la Restauración en Francia tendría mucho de amalgama. Tal fue el origen de los notables, el equivalente francés de los poderosos españoles que dominaban la vida local, acostumbrados a realizar toda clase de negocios aceptando de facto algunas premisas del liberalismo económico.
Los poderosos requenenses trataron de sobrevivir a la invasión napoleónica y a las subsiguientes luchas políticas, si bien el segundo restablecimiento del absolutismo acarreó la anulación en la práctica del régimen municipal de 1793 al supervisar la chancillería de Granada la elección de los regidores anuales. Un absolutismo togado relegó a los poderosos, algunos sospechosos de poco afectos, del control local. Así pues, los años de 1831 y de 1832 transcurrieron anodinos en Requena. Se mantuvo la tutela de la chancillería, se afrontaron los repartimientos de las contribuciones y se cursaron los nombramientos de maestros, médicos y cirujanos. Todo parecía en orden, tranquilo, para el absolutismo crepuscular de Fernando VII.
Las cosas en 1833 siguieron en Requena un curso muy similar hasta llegar al verano, aunque ya se anunciaban grandes cambios en el horizonte español. El 4 de enero Fernando VII restableció la Pragmática Sanción, que permitía a Isabel reinar, a lo que se negó Carlos el 29 de abril, planteándose el conocido pleito dinástico que tanto trasfondo socio-política tendría. En agosto el corregidor de Requena Cristóbal Briz se enfrentó duramente con el ayuntamiento y el subdelegado de policía, el coronel Domingo Omlín.
El 9 de agosto ordenó el corregidor que se revisaran las actas municipales en busca de nombres de milicianos o de compradores de bienes nacionales que hubieran sido tachados. La tormenta se desató. El procurador síndico general Francisco Penén lo acusó de alevosía y el corregidor tildó al ayuntamiento de hechura del subdelegado de policía.
El regidor Juan Nicolás Moliní (alférez de caballería retirado de familia hidalga y ascendencia flamenca) llevó el peso del combate contra el corregidor, acusándolo de obstaculizar la tala de árboles en terrenos particulares, de dificultar la venta de madera en la plaza del Arrabal, de pretender nombrar a los alguaciles y de no pagar debidamente las contribuciones.
El 29 de septiembre murió Fernando VII y el 3 de octubre algunos absolutistas proclamaron a su hermano en Talavera de la Reina como Carlos V. El 1 de noviembre Omlín declaró sin ambages la fidelidad a Isabel II, adoptando medidas contra los carlistas, siendo secundado por la mayoría de los poderosos locales, deseosos de una relación con la corona más favorable a sus intereses.
En busca de un acontecimiento glorioso.
Desde el siglo XIII tal relación se había ido concretando en el privilegio o gracia del rey en premio de los servicios prestados por sus fieles vasallos.
Toda crónica local que se preciara tenía que consignar los brillantes hechos de armas que acreditaran fidelidad. El 25 de octubre de 1808, en medio de una animada polémica, la junta de Requena defendió su conducta en los momentos iniciales de la guerra contra Napoleón a través de un Manifiesto que quedó pendiente de publicación.
Se defendió el honor y la fidelidad, el valor y la lealtad de la antiquísima villa de Requena, prodigándole el cielo y sus soberanos singulares privilegios por ello. Con astucia los autores trazaron un paralelismo entre la defensa de la causa de Felipe V y la de Fernando VII, entre la batalla de Almansa y la del Pajazo, sin faltar el recuerdo a la lucha contra don Álvaro de Mendoza y a la aparición de San Julián.
Con retórica barroca se trajo a colación la imagen del rey David ante Saúl, al que acudieron los zifeos a Gabaa para que lo prendiera. Aquellos traidores e invasores extranjeros eran el reverso del español, el compendio del hombre de bien representado por todo requenense.
Entre los firmantes del Manifiesto figuró Francisco Antonio Herrero. Sin embargo, Enrique Herrero y Moral apenas dice nada de valor de lo sucedido durante la guerra de la Independencia en Requena. Su junta no había tenido éxito en vindicar su conducta. La batalla del Pajazo no pudo esgrimirse en los foros patrióticos como un Bailén local. Se requirió otro hecho glorioso capaz de legitimar el liberalismo moderado.
La resistencia contra los carlistas.
Y don Enrique lo encontró en la defensa de Requena frente a los carlistas en septiembre de 1836, que le granjeó que la reina gobernadora María Cristina le diera a escoger un escudo de armas que honrara el hecho de armas.
El conocido relato fue escrito en la atmósfera intelectual de la Restauración, en la que la arrogante figura de Juan Español encarnaba al pueblo indómito que dejó su vida en Zaragoza o Gerona, dignas émulas de Sagunto y Numancia.
Los historiadores de otras localidades también escribieron a lo largo del XIX narraciones de compensación patriótica en ausencia de gestas ante los napoleónicos. Así lo hizo en 1863 Nicasio Camilo Jover para Alicante, pintando con vivos colores la resistencia de su pueblo ante la armada francesa que la bombardeó en 1691, que en realidad provocó la huida de muchos aterrorizados por las bombas.
El hecho de armas tenía otra ventaja para estos autores, la de ocultar las diferencias sociales y políticas propias de toda transformación histórica. La unanimidad nacional ante el invasor formó parte del credo nacionalista español, italiano y alemán. En Requena la campana tocó a rebato contra el enemigo llegado de Utiel, introduciendo de paso un elemento localismo llamado a perdurar, el de la Requena liberal frente a la carlista Utiel, argumento muy esgrimido en las trifulcas políticas del primer tercio del siglo XX.
La amarga victoria.
El modelo de la fidelidad en la versión historiográfica conservadora de Herrero y Moral depuraba el recuerdo del cambio hacia el liberalismo de efusiones revolucionarias, lo que no evitó que el autor se doliera de la nueva sociedad requenense, introduciéndose elementos críticos a tener muy en cuenta.
Se quejó del nuevo blasón de Requena, el Hércules que sustituía al yugo del episodio del conde de Castrojeriz, ya que sus gentes no vivían encadenadas ni los combates contra los carlistas fueron tan fieros. Para él la decadencia de Requena comenzó sintomáticamente en 1836, iniciándose un período de luchas políticas, de declinar de la agricultura y de la industria, de ausencia de las grandes familias nobiliarias y de desprotección vecinal por la liquidación de los bienes del común y del pósito. Su veredicto es claro. La transformación que la historiografía ha llamado revolución burguesa fue perjudicial para Requena. Se anunciaba con rotundidad el malestar finisecular del 98.
¿A quiénes responsabiliza don Enrique de ello? A la dependencia provincial de Valencia abandonando Cuenca, lo que ocasionó el pago de excesivos tributos que arruinaron Requena. Sintomáticamente el propio Herrero y Moral no mencionó que en mayo de 1875 alegó ser vecino de Valencia desde abril de 1874 para no pagar el impuesto municipal de los consumos, como también hiciera don Antonio Ferrer de Plegamans a través de su apoderado. El documentado estudio de Alfonso García Rodríguez acerca de la desamortización indica que algunos de sus grandes beneficiarios fueron miembros de aquellas familias que tanta consideración le merecieron al autor, que ya antes realizaran desposesiones del patrimonio municipal. También silenció la expectativa fiscal que suscitó el pase provincial de Cuenca a Valencia.
Como muy bien ha apuntado Juan Carlos Pérez García la identidad albergó conflictos socio-económicos punzantes. La simplificación historiográfica evitaba incómodos preguntas de cuestiones no siempre bien resueltas.
Fuentes.
ARCHIVO MUNICIPAL DE REQUENA.
Libros de actas municipales de 1831-39 (nº. 2729), de 1850-53 (nº. 2780) y de 1875-76 (nº. 2771).
HERRERO Y MORAL, Enrique, Historia de la tres veces Muy Leal, dos veces Muy Noble y Fidelísima Ciudad Real de Requena que comprende desde la más remota antigüedad hasta nuestros días. Edición facsímil de París-Valencia de 2001.
