El pastor joven de Cuenca abrió su propia navaja, era gruesa y de muchos centímetros. A pesar del vino, la experiencia de su mano la puso con rapidez frente a mi Pastor. La hoguera, avivada por el aire, bramaba fuego despótica, alumbrando un rojo satánico como si quisiera participar en la pelea y reclamar un alma para llevarse con sus llamas. El reflejo del fuego en el filo del hierro manchego daba al joven pastor la imagen de la muerte con la guadaña. Durante el resto de mi vida, cuando por algún motivo, de sopetón, ha regresado a mi mente la figura de ese pastor y su navaja, siento el mismo escalofrío por todo mi cuerpo sentí en ese momento.
El resto de pastores veía el asunto ya demasiado grave. El pastor viejo de Cuenca sacó la tercera navaja, no tan grande como la de su hijo pero sobrada para sacar las entrañas a un mulo. Se encaró para buscar la derecha de mi Pastor. La Providencia, por suerte, guardó las escopetas alejadas donde los mulos o lo mejor el vino no les permitía recordar ni dónde se encontraban ellos, menos para saber dónde tirar mano de las armas.
—Pregúntale al cornudo de tu padre. Toda Ribatajada sabe que tu madre se subía la falda para que la prendiera el Sebastián.
Días después le pregunté a mi Pastor quién era el tal Sebastián, de nuevo, el chisme de siempre: Sebastián, un viudo con muchos reales ganados en una vida de trabajo y ahorro, pagaba buenos jornales, no por trabajo de tierras sino por asuntos de corrales, donde la mujer del pastor viejo de Cuenca se subía la falda.
—Vieja rata, hijo de mil padres, a madre ni mentarla. Ni mentarla con tu podrida boca. Ahora sí te rajo desde la tripa hasta los ojos, malnacido.
—A tu madre, la ha cogido menos tu padre todos los jornaleros de tu pueblo; trabajaron para tu padre pero todo lo ganaban con flor de la canela les servía tu madre. A saber de quién vendrás engendrado.
El mismo chisme condimentado con más especies de maldad, a la mujer se le acarreaba, también, fama de pagar los jornales de sus tierras de la misma forma cobraba al tal Sebastián.
El viejo pastor de Cuenca bastante tenía con aguantar en pie la curda que llevaba encima, vacilaba tirar tajo o no; cosa para pensarla dos veces, incluso con la borrachera dudaba: matar a un conocido de tantos años de trashumancia lo pondría posiblemente frente a una sentencia de muerte, empero las palabras de cornudo le había gritado mi Pastor eran muy graves. Decirle si a saber era el padre de su hijo… eso sí, incluso con la borrachera encima tenía en conocimiento tirar el navajazo siempre y cuando no fallara. De sobra conocíamos todos los presentes a mi Pastor: no era un hombre temeroso. Si fallabas el tajo, podrías acabar fácil con el hierro dentro del cuerpo. Como pensaba a cada momento, gracias a Dios la escopeta no la tenía a mano, de ser así, con la borrachera llevaba encima la contienda la hubiera acabado hace rato.
La riña seguía, como si no hubiera ido demasiado lejos. El pastor joven de Cuenca asió con fuerza el garrote y al intentar moverse se resbaló a causa del mucho vino en el cuerpo. Mi Pastor se echó atrás para ganarse más espacio, mirando a los dos enemigos esperando a ver de cuál vendría la primera cuchillada. Mi Pastor ya me había advertido lo reñidor se había vuelto conforme se hacía mayor; se decía a sí mismo tantas veces y en voz alta para lo escuchara, falto de familia y de personas que me quieran: «Nada tengo a perder».
—Ven aquí, te rajo. Viejo canalla, te rajo, viejo. —Con cara de odio gritaba el pastor joven de Cuenca, ya puesto en pie, de nuevo.
—¿Qué me rajas? Antes te mato yo a ti, ¡bastardo! —loco, aullaba mi Pastor.
Eran dos contra uno, muy mala cosa para mi amo. La furia de los gritos mezclada con la valentía propinada por el vino pintaba, ya seguro, alguno rajado. Mientras, el resto de pastores tiesos de miedo gritaba con exigencias de calma y vuelta a la cordura, pero a distancia prudente de los hierros, no fueran a llevarse ellos un viaje.
El joven tiró viaje con intención de pinchar a mi Pastor, suerte que la borrachera los llevó al suelo a los dos; con la fuerza echada la navajada si llega a tocar tripa de mi Pastor, lo atraviesa… ¡Ya era suficiente! Sin encomendarme ni a Dios ni al diablo, metí mano en el zurrón, puse la primera piedra palpada por los dedos en la honda. Quiso la fortuna ayudarme y me puso una bien gorda en mi mano y, en un visto y no visto, descalabré al pastor joven de Cuenca.
¡Pum!, cayó seco al suelo mientras trataba de levantarse de su último intento de tirar tajo; nadie había reconocido aún la situación el resto, cuando mi honda volteaba para disparar de nuevo. El silbido de otra piedra zumbó por el aire para impactar en el pecho del padre, y otra piedra más, en un pestañeo, le golpeó al viejo de Cuenca en el cuello para doblarlo de rodillas atontado por las dos pedradas.

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