Que nuestro campo está que arde salta a la vista. Lo hemos visto en las calles de Requena esta mañana de cinco de septiembre, donde los viticultores han manifestado su justo descontento por los precios que se les ofrece por la uva, irrisorios para tanto esfuerzo y dedicación empleados.
Alguien, quizá, puede pensar que tal cosa es pleito de unos pocos, de un colectivo particular que apenas interesa al resto. Craso error. Requena y su comarca no se entiende sin su viticultura, la que le permite ganarse honradamente el pan y demostrar su carácter. Ahogar a los viticultores, hacerlos pasar por las horcas caudinas, es acabar con Requena misma, como privar al País Vasco de su gastronomía o a Benidorm del turismo. Como los cavas comarcanos han acreditado su calidad, no cabe invocar ningún motivo de reconversión al modo de la minería del carbón o de la siderurgia de no hace tantos años.

Supongamos que al final, en contra de lo razonable, se impone una política de precios bajos y muchas personas van decidiendo, cada vez más, poner punto final a sus labores en las viñas. El éxodo hacia otros lugares terminaría aumentando, especialmente entre los más jóvenes, aquellos que gracias a la experiencia de los más veteranos y la formación de nuestra Escuela de Enología tan magníficas cosechas pueden brindar. Toda la educación, la tradición con mayúscula y las ilusiones que nos han hecho grandes se escurrirían por el precipicio de la nada, una nada que está dejando media España vacía, con esqueléticas aldeas y cadavéricas perspectivas para las que se reclama el recetario de la ayuda fiscal, de la subvención, de tantas cosas que nunca terminan de llegar.

Con lo fácil que es pagar el justo precio del trabajo. Al menos así debería ser. En la Tractorada de hoy han confluido distintas organizaciones y sensibilidades políticas. La unión hace la fuerza, al menos tal aserto nos han enseñado, y mejor es ponerla en práctica para ayudar a nuestro campo, que no arde precisamente por los calores de este comienzo de septiembre.