El siglo XVII estuvo marcado por distintas epidemias, pero también por la voluntad de combatirlas por diversos medios, más allá de los religiosos. Desde la Antigüedad, se había considerado el consumo de agua de nieve beneficiosa para la salud. De tal opinión fueron Hipócrates y Galeno, en contra del criterio de Aristóteles, y durante la Edad Media los médicos musulmanes también se mostraron firmes partidarios del remedio. De los andalusíes procedería la costumbre española de enfriar el vino con agua de nieve, que tanto llamó la atención a algunos viajeros extranjeros.
Bajo los Austrias, su consumo era muy apreciado y popular entre las gentes. Las autoridades municipales, también atentas a sus ingresos, tomaron cartas en el asunto para asegurar su suministro.
A comienzos del siglo XVII, Requena disponía de dos pozos de nieve, de gran utilidad sanitaria. Estaban en manos de particulares, que seguramente lograrían buenos provechos, y el 10 de diciembre de 1637 el municipio compró uno de aquéllos, en las Peñas de San Sebastián, a Antonio García Herrero por 2.100 reales. La suma se satisfaría en dos plazos por San Fernando (30 de mayo) y San Andrés (30 de noviembre) del siguiente año.
El dinero se pagó con retraso, pues el estado de cuentas del erario municipal era precario. Los rigores de la Pequeña Edad de Hielo, un complejo periodo que se extendió desde el siglo XIV a bien entrado el XIX, ayudaron a llenar los pozos de nieve de muchas localidades. El 17 de junio de 1687 se pudo abastecer el pozo de las Peñas con los hielos de la villa.
No siempre era sencillo lograrlo, pues durante aquella Edad también se dieron episodios más cálidos. Joaquín de Villalba, en su Epidemiología española de 1802, recogió la opinión de diversos médicos del XVII que atribuyeron la virulencia de las enfermedades al desorden de las estaciones, a veranos desabridos e inviernos benignos en exceso. Templar los ardores de la estación cálida principiada en abril no fue sencillo, pues, ni barato. Pedro Fernández invirtió 180 reales el 14 de febrero de 1686 para llenarlo previsoramente.
Al no disponerse siempre de la cantidad deseada de agua de nieve, se quiso acondicionar el pozo del pico del Tejo, cumpliendo los debidos requisitos para su recogida, conservación y despacho. Como en otras ocasiones, el municipio creó una comisión técnica para informar. El albañil Vicente Montoliu acompañó a Francisco Berlanga, que emitieron dictamen el 14 de enero de 1686. Toda la obra ascendería a la friolera de 5.500 reales o 500 ducados, casi una anualidad de los ingresos de los propios y arbitrios municipales, entonces en horas bajas y penalizados con la devaluación monetaria.
En vistas de las circunstancias, se tuvo que conformar el vecindario con el pozo de las Peñas. Consciente de la oportunidad y del negocio, el avispado Francisco Peralta Andaluz ofreció el 22 de mayo de 1686 unos 1.650 reales anuales por su arrendamiento. La cantidad era superior a la posteriormente ofrecida por otros postores del siglo siguiente. El arrendatario se comprometería a mantener el pozo en buenas condiciones y a pagar impuestos como el quinto real sobre los hielos. De su personal auxiliar nada se nos transmite.
Hasta que finalizara octubre, el punto final de la estación cálida extendida, Francisco tenía el permiso de vender cada libra a dos cuartos u ocho maravedíes, sin distingos de vecinos y forasteros. En décadas posteriores, se exigiría la mitad a los primeros. En 1686, se pensó que más de un forastero se acercaría a Requena a abastecerse. El municipio no solamente se preocupó por la salud del vecindario, sino también por el restablecimiento de su erario, aquejado por la dolencia de las deudas. Por desgracia, el agua de nieve pudo calmarla poco.
Bibliografía.
CAPEL, Horacio, “Una actividad desaparecida de las montañas mediterráneas: el comercio de la nieve”, Revista de geografía, 4, 1970, pp. 5-42.
GALÁN, Víctor Manuel, Requena bajo los Austrias, Requena, 2017.
