Gentes no tan bárbaras.
La caída del Imperio romano ha sido recreada con imágenes dramáticas. Los rubicundos salvajes del interior de Europa asesinando a los pobres romanos daban la medida del drama. Los bárbaros incineraban la civilización. Daba comienzo la tenebrosa Edad Media.
Hoy en día contemplamos las cosas con mayor serenidad que nuestros predecesores del Renacimiento. La Roma Oriental, la regida desde Constantinopla, sobrevivió con no pocos méritos. La Occidental cayó más por sus debilidades que por la acometida de los pueblos germánicos, que en el fondo sólo pretendieron integrarse en el orden romano.
Los visigodos que irrumpieron en la Ciudad Eterna bajo Alarico causaron una honda impresión en San Agustín, mas no negaron la romanidad. Adoptaron el prestigioso latín como lengua. Se convirtieron primero a la modalidad arriana del cristianismo, y más tarde a la católica.
En el fondo fueron continuadores de la civilización de la Roma Tardía, alejándose de manidos estereotipos. Bajo su égida se intentó preservar la idea imperial de la autoridad pública a la par que proseguía el proceso de privatización asociado con el feudalismo. Una contradicción que también atenazó a los francos y al Imperio de Carlomagno tiempo después.
La Hispania visigoda.
Alabada tradicionalmente como madre del Reino de España, la Hispania de los visigodos fue considerada como mera superestructura de modesta incidencia por la historiografía española de hace unas cuantas décadas. La invasión musulmana derribaría un cascarón vacío.
Poco a poco los historiadores anglosajones la revalorizaron, apreciando sus logros culturales y su organización. Hoy en día nos mostramos más ecuánimes acerca del Reino de Toledo, tan distante del mito como de la infravaloración.
Los visigodos llegaron a Hispania como aliados de la autoridad romana contra otras gentes germánicas, y consiguieron edificar tras su expulsión del Sur de las Galias un Estado respetable para la época, en el que brillaron a gran altura figuras de la relevancia de San Isidoro.
Los romanos de Hispania.
A finales del siglo V tuvieron lugar diferentes situaciones sociales en la Península Ibérica.
En las tierras septentrionales el declive de la autoridad romana auspició el auge del indigenismo, el de unos pueblos superficialmente romanizados que tomaron las riendas de su propio destino. El ejemplo de los vascones resulta paradigmático.
La aristocracia hispanorromana tomó el control en otras áreas, aceptando a veces la presencia de los visigodos en régimen de hospitalidad. A mediados del siglo VI los romanos orientales (los futuros bizantinos) desembarcaron en la costa mediterránea meridional y levantina. No se les contempló en muchos casos como unos invasores extranjeros.
Los visigodos evitan el destino ostrogodo.
Bajo el emperador Justiniano los romanos de Oriente conquistaron los dominios de los vándalos en el Norte de África y quebrantaron la Italia ostrogoda. La reunificación de las dos mitades mediterráneas parecía cercana.
Las dificultades del Imperio en el interior y ante los agresivos persas ayudaron a los visigodos, dirigidos entre el 569 y el 586 por uno de sus más destacados monarcas, Leovigildo.
General metódico y constante, emprendió victoriosas campañas contra los romanos orientales, los suevos, los hispanorromanos de la Oróspeda y los cántabros, extendiendo sus reales por gran parte de la Península.
Su idea de la realeza.
Leovigildo no se consideró a sí mismo un simple caudillo militar, que disfrutaba del beneplácito de sus séquitos de guerreros. La numismática y los emblemas de poder lo asimilan a una auténtica figura imperial, capaz de ganarse el respeto de sus súbditos.
La oposición católica no le ayudó, pero el camino hacia una autoridad hispánica fuerte ya estaba trazado. Su hijo Recaredo intentó fundamentar un régimen cesaropapista, pero al final los magnates eclesiásticos a través de los Concilios de Toledo dictaran en muchas ocasiones sus directrices a la realeza.
Una capital para un reino.
Los visigodos se apartaron decididamente del modelo merovingio de las sedes reales itinerantes. Tras apartarse de la más amenazada Tarragona, escogieron Toledo.
Leovigildo erigió un conjunto palaciego, el praetorium, dotado de capilla y de la basílica mayor consagrada a Santa María.
Las cinco hectáreas del Toledo coetáneo no han impedido la comparación con la mismísima Constantinopla, más por el concepto de capitalidad que por la monumentalidad de los resultados.
Recópolis.
Leovigildo fundó Recópolis en el 578. El cronista Juan de Biclaro anotó que tras la eliminación de los usurpadores e invasores el monarca celebró la paz con su pueblo alzando la ciudad con sus murallas y áreas suburbanas, dotándola de privilegios.
Muy atinadamente se ha vinculado esta fundación con la mentalidad de celebración triunfal de los emperadores de Roma. En la Europa Occidental del siglo VI su caso resultó muy singular.
Su nombre se ha puesto en relación al de Recaredo, el segundogénito de Leovigildo. Sin embargo, la lectura del topónimo como la ciudad de Recaredo ha sido impugnada por algunos helenistas como errónea.
La interpretación más conocida aboga por considerarla sede regia, la del heredero del trono visigodo, complementaria de Toledo por consiguiente. Se ha dicho que su fundación como sede de Recaredo determinaría al primogénito Hermenegildo a levantarse en armas contra su padre.
Tradicionalmente se ha ubicado Recópolis en el Cerro de la Oliva, en la alcarreña Zorita de los Canes. Desde aquí los visigodos controlarían la nueva Celtiberia.
De todos modos los vestigios arqueológicos no nos muestran por el momento una ciudad principesca de apreciables lujos. El gran edificio rectangular no sería un palacio, sino un horreum o depósito de granos según otras lecturas. Javier Arce la ha considerado una ciudad agrícola de colonización dotada de mercado, comparándola con la islámica Anjar, fundación califal del 709-10 en el actual Líbano.
En aval de este planteamiento se esgrime la irregularidad de los intervalos de separación entre las diferentes torres de la muralla, más representativa que militarmente efectiva según esta lectura. El citado Javier Arce ha etiquetado como ciudad fantasma a una Recópolis sobre la que todavía queda mucho que decir.
Las fronteras militares.
La posible función militar de Recópolis se ha relacionado con el establecimiento por Leovigildo de un sistema de defensa territorial de sus fronteras ante los romanos orientales, un limes.
García Moreno postuló la existencia en tal área de dos grandes líneas de protección concéntricas, nutridas por localidades fortificadas. Servirían de enlace entre ambas pequeños castillos. Las calzadas romanas ayudarían tanto a las comunicaciones como a fijar la línea de defensa. Los sucesores de Leovigildo se encargarían de ampliar este limes hasta la expulsión de los bizantinos de la Península hacia el 625.
Medina Sidonia, Guadix, Baza, Bigastro, Orihuela, Játiva o una enigmática Valencia han sido postuladas como ciudades fortaleza de la frontera.
Sobre el declive de la vida urbana.
A partir del siglo III las ciudades romanas acusaron los problemas imperiales. Los conflictos civiles, la irrupción de pueblos invasores y el aumento de las cargas fiscales perjudicaron seriamente la vida urbana. La munificencia de sus dirigentes (el evergetismo) declinó. Muchos de sus habitantes las abandonaron por otros entornos rurales. Tras la adopción del cristianismo como religión oficial, los obispos tomaron en no pocos casos las riendas de su administración.
Este cuadro tan general debe matizarse. La decadencia de algunas ciudades es anterior al siglo III, y se relaciona más con la promoción de otras rivales. Las dificultades no afectaron a todas las urbes por igual. El Estado romano hizo un esfuerzo considerable de promoción urbana en algunos casos, como acredita Constantinopla.
De hecho en la cuenca mediterránea de la Alta Edad Media, con independencia del Islam, las ciudades gozaron de una posición mucho más importante que sus hermanas de la Europa nordatlántica, el modelo hasta hace poco habitual de muchas explicaciones históricas generalistas.
En la Hispania visigoda encontramos una geografía urbana compleja. Los conquistadores musulmanes, secundados por parte de la aristocracia visigoda, se enfrentaron a veces con importantes urbes, como demuestran los ejemplos de la influyente Mérida y de la fortificada Huesca.
La Requena visigoda.
A este respecto el caso de Requena puede ser muy interesante. Las cruces entrelazadas, que dibujan rosetas, de un fuste reutilizado como imposta en el arranque izquierdo del arco escorzano de entrada a su fortaleza son significativas. Se relacionan con las decoraciones visigodas de la Meseta, como la de la ermita de la aldea soriana de Pedro.
Es posible que Requena formara parte del limes anteriormente descrito. Esta configuración militar del territorio quizá se mantuviera hasta el final del Reino de Toledo con variantes todavía por clarificar.
La presencia del nombre de Teodomiro en el yacimiento del Pla de Nadal de Ribarroja y la referencia ptolemaica a una Valencia contestana en el interior, junto a otras pruebas e indicios, han llevado a Francisco Piqueras Mas a una muy interesante conclusión. La Balantala/Balentula del famoso Tratado podría interpretarse como Valencia, pero no la litoral a orillas del Turia sino la del interior, correspondiente al Barrio de la Villa de Requena.
En suma, el capítulo de las ciudades regias e inspiradas por la política de los monarcas visigodos dista de estar clausurado. En las tierras requenenses mantiene toda su fascinación.
Bibliografía selecta.
ARCE, J., Esperando a los árabes. Los visigodos en Hispania (507-711), Madrid, 2011.
AA. VV., Recópolis y la ciudad en la época visigoda, Alcalá de Henares, 2008.
GARCÍA MORENO, L. A., Historia de España visigoda, Madrid, 1989.
LITTLE, L. K.-ROSENWEIN, B. H. (ed.), La Edad Media a debate, Madrid, 2003.
PIQUERAS, F., Aproximación a la historia preislámica e islámica de Requena. Obra inédita.
VIZCAÍNO, J., La presencia bizantina en Hispania (siglos VI-VII), Murcia, 2009.