Mucho ruido y pocas nueces.
El reinado de Isabel II fue pródigo en gobiernos de corta duración, que no transmiten a la posteridad ninguna imagen de responsabilidad, como decimos ahora. La frivolidad real a la hora de ejercer la autoridad, poco atenta a ningún espíritu constitucional, se combinó con las ambiciones de militares, políticos y financieros en aquella España que iba dejando atrás el Antiguo Régimen. Al general Leopoldo O´Donnell, de una estirpe de militares de origen irlandés, cupo el honor de presidir los gabinetes más estables de aquel reinado bajo el signo de la llamada Unión Liberal, una coalición de liberales progresistas y moderados que pareció cumplir el anhelo de conciliación política enunciada desde 1812 con escaso éxito.
Hombre perspicaz y consciente de las envidias que corroían la nutrida oficialidad española de la época, don Leopoldo patrocinó sonadas expediciones militares en puntos tan distantes como Cochinchina o México de la mano poco segura de la Francia de Napoleón III, el desvaído sobrino del gran Bonaparte. Esta política, especialmente la guerra contra el sultanato de Marruecos, gozó de popularidad entre los españoles de la época y hoy en día los historiadores la contemplan como un medio de nacionalización de la España isabelina. A 18 de agosto de 1860, de hecho, algunas personas acaudaladas donaron dinero con destino a los heridos y las familias de los caídos en Cochinchina. Para no quedarse atrás en semejante cuestación patriótica, el arruinado municipio de Requena arbitró medios para que los mayores contribuyentes, los de más de 6.000 reales de fortuna, pudieran demostrar su amor por España al modo del cónsul español en la portuguesa Macao, el requenense Nicasio Cañete y Moral, que destinó 200 de su donación de 400 pesos fuertes a tal efecto.
Lamentablemente el amor por los españoles más cercanos no se manifestó con idéntica pasión y la junta de beneficencia de Requena no dejó de tener problemas para mantener el hospital de la loma de San Francisco, pese a que la desamortización promovida por los progresistas dejó importantes fondos. Los unionistas intentaron un arreglo financiero, pero a medio plazo, muy medio, se dejaron sentir sus insuficiencias para disgusto de los gestores más conscientes y pesar de los enfermos más necesitados.
Las personas de la junta de beneficencia.
Por aquella época, la junta había progresado en organización y el 22 de febrero de 1860 se nombraron los miembros de las secciones de la misma.
Al frente de la de Gobierno se puso a Epifanio Moya y Pascual Ripollés; en la de Administración a José Trinidad Herrero, el sacerdote José de Castro Otáñez y Juan Francisco Pérez Arcas; y en la de Estadística (signo de los nuevos tiempos con ansias de ciencia) Enrique Zanón y Aniceto Pérez Arcas.
A su modo, esta combinación de hombres de negocios, profesionales y personas sacerdotales reflejaba el clima de entendimiento del momento, el de un liberalismo censitario aunque atento a la soberanía nacional. No es nada casual que bajo esta junta se elaborara el reglamento que sería la base de la organización hospitalaria hasta 1936, el del 9 de agosto de 1861.
El arreglo financiero de los unionistas.
El hospital de pobres de Requena se mantuvo especialmente entre su fundación en fecha incierta y bien entrado el siglo XVIII con las contribuciones de los legados piadosos consignados en los testamentos, generalmente unas rentas sobre un determinado bien inmueble, urbano o rústico. Las distintas transmisiones de los bienes de generación en generación ocasionaron a veces considerables interrupciones de fondos a la institución, como sucedió pasada la guerra de Sucesión, por lo que sus responsables trataron de diversificar sus fuentes de ingresos. Las labores artesanales, dentro del espíritu del fomento de la industria popular, no rindieron provechos significativos y la organización de celebraciones taurinas ocasionaba tantos gastos que prácticamente devoraban sus suculentos beneficios. A comienzos del siglo XIX, bajo la égida de los Enríquez de Navarra, se acentuó la adquisición de bienes agrarios e incluso se animó la venta de sus cosechas de cereal. Sin embargo, el acrecido patrimonio no rindió a medio plazo lo esperado por los impagos de sus arrendatarios y los problemas generales de la economía y la sociedad española de inicios del reinado de Isabel II.
El 1 de mayo de 1855 se declaró la desamortización civil y eclesiástica, conocida como la de Madoz, o venta de todos los inmuebles, censos y foros del Estado, clero, órdenes militares, propios y comunes de los municipios, beneficencia e instrucción pública, con la excepción de montes y bosques que el gobierno quisiera apartar y de ciertos terrenos de aprovechamiento comunal. Bajo los unionistas, el proceso desamortizador no se detuvo.
Conscientes que la venta de los bienes pertenecientes al hospital podía ocasionar un verdadero desastre en la asistencia, se propuso una solución financiera, que al principio se antojó razonable dada la trayectoria económica anterior de la institución, marcada por fuertes altibajos. En 1859 se realizó una estimación del valor de los mismos en 906.154 reales y 82 maravedíes por la junta de bienes nacionales. El Estado liberal se haría cargo de tales a cambio del pago de una asignación anual del 3% sobre el expresado valor, lo que depararía en cada ejercicio una suma de unos 27.184 reales. Al mismo tiempo, se reconoció a la institución la cantidad de 33.984 reales por atrasos de intereses anteriores.
Tanta alegría, no obstante, no dejó de ser pasajera y los gestores insistieron en el cobro de otros ingresos suplementarios. El 18 de marzo de 1861 se pidió al juez de primera instancia que obligara a los enfermos a pagar las estancias y el 17 de septiembre el contralor se mostró firme en que aquéllos presentaran las papeletas de hospitalización y asistencia. También se solicitó la limosna del indulto cuadragesimal al obispo de Cuenca. Algunos censos se continuaron cobrando, como el de 48 reales satisfecho a 2 de junio de 1863 por Alejo Jiménez por una casilla ruinosa en el castillo.
El empleo del dinero.
El acondicionamiento hospitalario del antiguo convento de San Francisco no fue barato y la justificación de los gastos pertinentes no estuvo exenta de polémica. El traslado de los enfermos ante la cercanía de la temida estación de los calores a 7 de abril de 1860 acrecentó los dispendios.
Hombres prácticos y de negocios hijos de su tiempo, el impetuoso siglo XIX, los integrantes de la junta de beneficencia procuraron que la asignación anual rindiera los máximos beneficios a través de su empleo financiero, una forma de actuar que todavía se encuentra bien vivo en nuestras instituciones públicas. El 10 de marzo de 1860 se pretendió la colocación de 40.000 pesetas o 160.000 reales por medio de los financieros Jordá y Díaz Flor por dos años al 6% de interés.
Otras operaciones se antojan más discutibles. El 21 de abril de 1860 se acordó conceder el préstamo de la citada cantidad a Juan Francisco Pérez Arcas, de la sección de administración. Le sirvieron de garantía los bienes nacionales que compró, como el majuelo (o viña nueva que ya daba fruto) de 3.000 vides en el secano del Derramador y otro de 200 en su regadío. Junto con su pariente Aniceto tenía otro majuelo de 20.000 vides en el barranco del Despeñadero. En vista de ello, el 24 de octubre de 1863 Miguel Pardo pidió tomar dinero de la institución hospitalaria.
El siglo XIX fue difícil para la historia financiera de Requena, pues la quiebra del pósito (el dispensador de créditos a los labradores en los siglos XVI al XVIII) dejó un vacío complicado de cubrir. Antes de la aparición de la Banca Jordá y del establecimiento de entidades bancarias de ámbito nacional a comienzos del siglo XX, las necesidades crediticias particulares se cubrieron con harta dificultad y desde este punto de vista el hospital de pobres, gestionado por la junta de beneficencia, podía convertirse en un candidato al respecto, máxime cuando el endeudado y comprometido ayuntamiento tenía que recurrir a los recargos sobre la contribución o a la exigencia de ayuda a los principales contribuyentes en caso de necesidad. En esta situación, la orientación bancaria del hospital era acertada en teoría. Otra cosa fueron los impagos de la propia autoridad estatal o determinados excesos.
Los reproches a la gestión.
El 22 de junio de 1861 Pedro Juan Alpuente denunció la actuación de los gestores. De su alegato no nos ha llegado la copia (calificada de irritante documento por los interpelados), pero sí de la réplica.
Los de la junta clamaron que los gastos del edificio de San Francisco se comían la, según ellos, mezquina asignación de 27.000 reales, y denunciaron las ideas progresistas de Alpuente, que impugnaba la presencia del párroco de San Nicolás en la junta por la maléfica influencia que ejercía el clero en otros tiempos con abusos y usurpaciones. Vemos que las polémicas políticas de la España coetánea entraron de lleno en la actuación de la junta de beneficencia. Los unionistas se mostraron partidarios de acatar la sentencia del Consejo de Castilla del 1 de julio de 1799, que facultaba al cura de San Nicolás para nombrar el mayordomo del hospital, cuya antigüedad exacta interesaba vivamente por motivos que iban mucho más allá de lo romántico o histórico.
La atención hospitalaria.
Hoy como ayer, la asistencia sanitara comporta una cantidad enorme de tareas, no siempre asequibles.
Como es obvio, las instalaciones no pueden dejarse de lado. El 17 de septiembre de 1860 se acordó el arreglo de los banquillos de hierro del hospital. A El 18 de marzo de 1861 tenemos constancia del almacenamiento de guano en San Francisco: la puerta de los claustros se trasladó al Norte, pese a no molestar. El riesgo de nublado obligó el 9 de agosto de 1861 a acordar la reparación del tejado del antiguo convento, que amenazaba hundimiento.
En un intento de combinar atención e ingresos, el 14 de junio de 1862 se quisieron construir cuatro baños para la temporada, susceptibles de arrendamiento. El 27 de septiembre de 1862 el producto de los baños rindió 296 reales.
Conscientes de la importancia de la organización, el reglamento médico se discutió en junta el 6 de marzo de 1861. Contenía puntos tan precisos como:
1. El no salir los facultativos del hospital sin el permiso oportuno.
2. La visita médica se practicaría de 7 a 8 de la mañana del 15 de abril al 15 de octubre y el resto del año de 8 a 9.
3. El contralor debería asistir a las visitas facultativas.
4. El ayudante de la hospitalera sería el encargado de ir a las boticas.
5. La entrega a los farmacéuticos se haría con receta.
6. Se extremaría el celo en situaciones extraordinarias.
Ciertamente, las distancias a veces eran un problema, más allá del puntual cumplimiento de los deberes profesionales. El 18 de febrero de 1863 se aumentó la dotación económica del cirujano por vivir distanciado del hospital.
Entre la tradición y la innovación.
A mediados del siglo XIX el saber médico carecía de los modernos medios de diagnóstico y de los actuales sistemas de vacunación. De hecho, todavía pervivían prácticas antiguas. El 8 de julio de 1862 el maestro sangrador no dejó de presentar su memorial a las autoridades médicas.
Sin embargo, poco a poco se fueron abriendo paso nuevas ideas, como las de la hidrología médica. En 1816 se había creado en España el cuerpo de médicos de baños y sus terapias cobraron auge en la Requena de mediados del XIX. El hospital intentó compatibilizar en los tratamientos hidrológicos beneficios para la salud y para sus fondos económicos.
En este ambiente a medio camino de dos mundos, la asistencia personal también fue algo clave. Además de tener en cuenta a médicos y cirujanos, queremos resaltar el papel de la hospitalera, de notable importancia en el funcionamiento diario del hospital. En los tiempos que nos ocupan asumió tal función doña Joaquina Pérez, mujer natural de la turolense Villel que se quedó a vivir entre las gentes de Requena.
Fuentes.
ARCHIVO HISTÓRICO DE LA FUNDACIÓN DEL HOSPITAL DE POBRES DE REQUENA.
Actas de la junta de beneficencia de 1838 a 1880.
ARCHIVO HISTÓRICO MUNICIPAL DE REQUENA.
Libro de actas municipales de 1858-61 (2777) y de 1862-64 (2776).
