La importancia de las buenas obras.
En el siglo XII la Europa cristiana cambió notablemente. Las ciudades se hicieron más grandes y numerosas. Escalaron posiciones y obtuvieron riqueza los mercaderes, no siempre bien aceptados en el seno de aquella sociedad en expansión. Como ya sucediera y sucedería más veces las ganancias no se distribuirían con equidad entre todos, y la pobreza y la marginalidad enseñaron su cara más amarga.
Los desheredados plantearon sensibles problemas de conciencia y de orden público. ¿Podía un acaudalado gozar de la gloria celestial cuando veía morir de hambre a un semejante? ¿Los airados marginados no le darían muerte algún día? Urgía poner en pie una forma de protección social para evitar lo peor. Los historiadores de las mentalidades han tratado con sagacidad la creación del Purgatorio, el espacio de espera de muchas almas antes de alcanzar la dicha divina. Las buenas obras en el mundo terrenal acortarían eficazmente la estancia.
Los más ricos pudieron comprar a partir de entonces su acceso a la Gloria, además de legitimar su fortuna con mayores timbres ante los demás. En vida concederían limosnas, pero ¿qué sucedería cuando murieran? Quizá sus familiares no se mostraran tan dispuestos a contribuir a su salvación eterna.
Los legados píos.
Lo mejor era reservar una parte de los bienes de libre disposición de la herencia a su favor. Los cada vez más influyentes notarios pusieron por escrito las últimas voluntades en testamentos garantizados por albaceas de confianza.
Más que asignar una cantidad fija, que con el tiempo se evaporaría, se prefirió finalmente destinar un bien inmueble capaz de producir una renta anual sustanciosa. A tal fin sirvieron casas, obradores, viñas y diversas parcelas de cultivo.
De semejantes donaciones se beneficiaron distintas instituciones religiosas en grado muy variable y diverso, como monasterios, conventos o templos de parroquias urbanas en construcción o ya de consolidación plena. A cambio los religiosos tenían el deber de orar por el alma del difunto en unas determinadas fechas en consonancia con lo aportado y lo dispuesto en el testamento. También tuvieron que condescender a veces con algunas pretensiones de la familia del difunto. No pocos capellanes que rezaron por el ánima del donante eran sus sobrinos, cuyo régimen de vida incluyó el honor social, la retribución y la holganza de los días de caza como se comprueba en los legados píos hechos a favor de la iglesia de Santa María de Alicante entre los siglos XIII y XIV.
La caridad hospitalaria.
De la asistencia a los pobres y a los enfermos también se ocupó la Iglesia en los siglos medievales. Las órdenes religiosas de dominicos, franciscanos o carmelitas no tuvieron la pretensión de aislarse del siglo o del mundo exterior en la medida de sus predecesoras de inclinación más eremítica, sino de cristianizar con mayor eficacia el universo urbano en ciernes.
Los hospitales coetáneos no se concibieron sólo como centros de tratamiento sanitario a la usanza actual, sino también como centros de acogida de personas en riesgo de exclusión social. La ayuda a los pobres acercaba a Jesucristo y a la piedad de Dios, siempre tan necesaria como buscada. Los legados píos, en suma, afluyeron hacia la edificación y mantenimiento de hospitales.
En Requena tenemos constancia del hospital y de la hospedería del arrabal a comienzos del siglo XV, cercanos al convento del Carmen. No conocemos todavía la fecha de su fundación, pero respondería a los problemas de asistencia a una localidad en crecimiento, ya con población marginal de heterogénea procedencia.
Los aires renacentistas.
En el siglo XVI la Cristiandad fue vigorosamente sacudida por Lutero, que ensalzaba la fe en Dios como medio de salvación privilegiado para el creyente. Se impugnó la validez de la economía del Purgatorio. Al mismo tiempo tanto en los países reformados como en los de obediencia romana se juzgaron las limosnas una forma de alimentar la vagancia. El protestantismo no ganó a las Españas, mas las ideas sobre la laboriosidad de los marginados sí se debatieron con pasión.
Entre nosotros no feneció la imagen de los pobres de Cristo. El 25 de enero de 1598 Jerónimo Navarro estableció un censo a favor del hospital de la villa de Requena con un capital de 10.472 maravedíes (308 reales) que rentaban anualmente 748 maravedíes (22 reales). Se ponía como garantía una casa de morada en la plaza del Castillo colindante con otra de María Navarro y de Cristóbal Jiménez de la Buena y con varias viñas, algunas de los carmelitas. Los bienes deberían estar en buenas condiciones, y los herederos tenían que aceptar las condiciones fijadas. A partir del 25 de enero de 1599 se pagarían los réditos, y Jerónimo perdería la casa si al cabo de dos años no se cumpliera lo estipulado.
En esta carta de venta e imposición de censo se hacía referencia al testamento anterior de Jerónimo de Carrión, del que no tenemos mayor noticia pero que prueba que el gesto de Jerónimo Navarro no fue un hecho aislado. Sabemos que al finalizar el siglo XVI el hospital era gestionado por un mayordomo, Francisco García Lázaro, encargado de cuadrar las cuentas anuales y de atender las distintas incidencias. No podemos precisar la parroquia a la que correspondía el patronato hospitalario en aquel tiempo.
La crisis del siglo XVII.
Los historiadores han venido caracterizando esta centuria con los tonos lúgubres del siglo de hierro. Los años de hambruna y de elevada mortalidad abundaron en una Europa azotada por las guerras de costosísimo mantenimiento. Los elevados tributos empobrecieron a grandes capas de la población, que terminaron por perder su resignación ante la autoridad. La rebelión incendió muchos reinos.
Requena no escapó precisamente de las exigencias del rey, y tuvo que ingeniar distintos medios para pagar los impuestos, cada vez más gravosos. En 1644 el pago de las sisas supuso una media de cuatro días laborales de un jornalero que a lo sumo ganaba 4 reales, en 1655 de siete y en 1660 de once.
El problema de la pobreza se hizo más que patente. En 1650, a instancias del obispo de Cuenca, el municipio nombró comisarios para el alivio de los pobres a don Alonso Pedrón Zapata y al doctor Miguel Mayoral. El mayordomo del hospital Atienza pidió que el mismo concejo pagara al médico para visitar a los más desfavorecidos, mientras se demandaron mayores limosnas del propio obispo. De esta época no se conservan libros de cuentas que nos puedan informar con el debido detalle del estado financiero del hospital, seguramente precario si atendemos a las informaciones apuntadas. Las imposiciones de censos acudieron paulatinamente en su ayuda.
La trayectoria de las imposiciones de censos.
El estudio de las cuentas de los propios y arbitrios y de los registros parroquiales demuestra que el momento más virulento de la crisis se vivió en la primera mitad del siglo XVII, cuando la mortalidad alcanzó cifras más elevadas y los ingresos fueron disminuyendo paulatinamente. Entre 1598 y 1652 sólo registramos cinco imposiciones de censos a favor del hospital, que también se condujo como una institución crediticia.
Las necesarias medidas de devaluación monetaria de la década de 1680 mermaron puntualmente las rentas individuales y municipales, pero ayudaron poderosamente a la recuperación económica, acompañada de una clara moderación de la mortalidad y de una nupcialidad reanimada. Sintomáticamente entre 1653 y 1700 se registraron veintiuna cartas censales.
El movimiento se afianzó entre 1701 y 1723 con treinta y ocho imposiciones. La ocupación austracista de 1706-07 espoleó la caridad de la postguerra.
Los donantes: sus nombres y su condición social.
Al interés coyuntural de las donaciones se añade el humano de los donantes, de los que conocemos sus nombres y apellidos en el alba del siglo XVIII.
En 1701 tenían contraídos censos a favor del Santo Hospital el boticario Bartolomé Argiles, Alonso Cañizares, Bartolomé de la Cárcel, Juan Ciberio, el licenciado José Domingo, el licenciado don Miguel Domínguez de la Coba (cura de San Nicolás), Juan García Chelva, Miguel García (hijo de de Bartolomé del Castillo), Diego García Zepeda, Matías Gómez, Francisco Gómez Vas, Francisco Hernández (hijo del Cojo), Francisco Jiménez Texero el Menor, Joaquín López, Pedro López Requena, Fernando de Llácer, Juan de Manzanares, el estafetero Alonso Martínez, Julián Martínez Bautista, Miguel Martínez Colilla, Pedro Martínez (el yerno de Pedro Domínguez que transfirió la obligación a Fernando Manuel), Juan de Masegoso, Bartolomé Navarro, Esteban Ortiz de la Morala, Laurencio Pardo el Menor, Miguel Pérez Boquica, Alonso Pérez Garrido, Martín Ponze, el molinero Nicolás Sánchez Monsalve y Matías de Zifuentes.
Los lazos familiares eran de gran importancia, y encontramos a las viudas Francisca Alcozer (de Juan Galán), Ana de la Cárcel (de Antón López), María de la Cárcel, María García y María Cefina (de Miguel Sáez), además de los matrimonios compuestos por Miguel Toledo y Josefa Picazo, José Martínez Cabrero y María de Moya, Domingo López y Juliana García, Miguel López y Nicola Mojica, Nicolás Martínez de la Crespa y María Sánchez, José Martínez Jorro y María Jiménez, Sebastián Ruiz y Esperanza Ferrer, y Domingo García y Gerónima Ramos, de los herederos de Juan García Ibáñez, de don Juan Londoño, de Mateo de Moya y de María Teresa de Oñate, y de los hermanos y familiares Pedro y Juan López, Miguel y Francisco Pardo, María y Pedro Zapata, Alonso Pérez Garrido y Diego Pérez, y Roque Ponce y Sebastián Morcillo.
Un total de cincuenta y dos imposiciones que alcanzaron a un poco más del cinco por ciento del vecindario de Requena, cuya condición mayoritaria sería la de gentes de fortuna moderada con ganas de aliviar a los demás. El capital medio satisfecho anualmente en los censos (31 reales o menos de 3 ducados) equivalió al del sustento mínimo anual de una familia de jornaleros al borde del hambre.
Un movimiento mesocrático.
Ciertamente la mayoría de los linajes caballerescos, como los Carcajona, Nuévalos, Ibarra o Enríquez de Navarra, dieron muestras de su proceder piadoso con las limosnas, pero no comprometieron censos para el hospital a diferencia con aquel grupo mesocrático y minoritario en la empobrecida sociedad requenense de la segunda mitad del XVII. Aquel grupo tampoco requirió su crédito.
El estudio de las contribuciones de los distintos impuestos nos permite establecer un 10% de pobres de solemnidad incapaces de pagar nada, un 8´6% de pobres a los que todavía se les arrancaba algún dinero, un 30´5% de gentes muy modestas que con serias dificultades se procuraban su pan diario, un 15´2% de pequeños campesinos que adquirían parte de su pan en el mercado, un 17% de personas de fortuna mediana en riesgo de perder su condición, un 13´5% de labradores y artesanos, un 3´5% de personas bienestantes, y un 1´5% de poderosos ricos.
La base social del movimiento fue minoritaria, pero su ideal resultó prestigioso en el tránsito de los siglos XVII al XVIII, una verdadera distinción en aquella sociedad honorable en la que las apariencias tanto contaron. Desde este punto de vista contribuir con censos al hospital tuvo la misma relevancia que formar parte de una cofradía de devotos de un oficio. A veces se pensó que la práctica de la piedad evitaría pagar ciertos tributos al rey, aunque Felipe IV lo disipó por completo en 1627 a propósito del hospital de San Antón de Cuenca: una decisión escrupulosamente comunicada a Requena.
El movimiento fue común a otras localidades de las Españas, y en la Tarragona de 1660 a 1682 encontramos idénticos móviles piadosos y prestigiosos a cargo de otra mesocracia de labradores, maestros artesanos, comerciantes, marineros y pescadores a propósito de la obra pía de les ponselles maridares o chicas de muy escasos recursos que carecían a priori de dote para casarse con un mozo honesto.
Las personas atendidas.
Aunque la redención de cautivos movió a la piedad en alguna ocasión puntual a principios del siglo XVIII, los mayores esfuerzos se destinaron a la atención de los considerados pobres, auxiliándolos con limosnas, alimentos, refugio temporal bajo techo, atenciones sanitarias y medicinas. Bien puede sostenerse que fue un embrión de la contemporánea seguridad social.
En la opinión de la época no todos los pobres merecieron la misma consideración. En todo momento se quiso evitar a los pícaros, aquellos que fingían necesidad para vivir en la holganza. Otra cosa muy distinta era la situación de los pobres de solemnidad u honestos padres de familia o respetables viudas que habían perdido su modesta fortuna por culpa de las circunstancias adversas, como la enfermedad. En ellos muchos donantes podían sentirse identificados, pues el empobrecimiento podía conducir a delitos y vicios que deshonraban.
Entre los de solemnidad merecieron especial atención los pobres enfermos, a los que se atendió con ayudas económicas, fármacos, atenciones del médico o jornadas de hospitalización. La enfermedad había flagelado Requena, como el resto de Europa, con dureza a lo largo del XVII, especialmente en los años 1601, 1607, 1617 y 1629-30. Muchos niños fallecieron. En la segunda mitad de la centuria la mortalidad no golpeó con la misma fuerza, descendiendo en la parroquia del Salvador en un 34%, si bien se dieron situaciones difíciles en 1664, 1673, 1675 y en 1684, año de tifus. Requena era un lugar de paso comercial, y los enfermos forasteros tuvieron que ser atendidos junto a los del lugar para evitar males mayores.
En consonancia con ello se afrontó el paso de pobres de Castilla, expresión empleada muy ocasionalmente quizá para resaltar los problemas sociales que conmovían a las tierras castellanas acatadoras de las mismas leyes generales. En el tránsito de pobres también se incluyó el de los soldados enfermos, gentes no siempre bien disciplinadas que cayeron bajo la vigilancia del capitán a guerra de la villa, el mismo corregidor. Durante la Guerra de Sucesión el problema fue especialmente agudo, particularmente en 1706.
Muchos eran los compromisos, y en marzo de aquel 1706 el corregidor expuso la urgente necesidad de un hospital para cuidar a los soldados heridos y alojados. Como en el arrabal, donde se emplazaba el Santo hospital de la villa, los calores estacionales podían resultar mortíferos, se propusieron como puntos de emplazamiento las áreas de las ermitas de San Sebastián y de las Peñas. A veces la conducción o traslado de pobres a Utiel fue la respuesta a una institución sobrecargada.
Los límites del movimiento.
Los pocos vecinos que colaboraron con la institución pudieron aportar a principios del XVIII la cantidad de 1.714 reales anuales, una cifra importante pero modesta en comparación con los casi 8.000 que podían ingresar los propios y arbitrios o las grandes sumas manejadas en el pósito, encargado de proporcionar granos en momentos de apuro, oscilando entre los 16.000 y los 64.000 reales según el año.
Al tratarse de ingresos censales, la cantidad permanecía inalterable ante cualquier aumento de los gastos o de la inflación, y sólo se podía acrecentar con nuevas donaciones, que dependían de la mentalidad y de los sentimientos personales, cada vez más utilitaristas y menos trascendentalistas a medida que vamos adentrándonos en el siglo XVIII. Pero el principal escollo provino de la carencia de compromiso de los herederos de los donantes, que en numerosas ocasiones dejaron de pagar las pensiones anuales por necesidad o mala voluntad.
Todos estos problemas, muy humanos, no restan un ápice de grandeza a todas aquellas personas que se preocuparon incluso desde el más allá por el bienestar de los demás, imprimiéndole a la caridad sus acentos más solidarios.
Fuentes.
ARCHIVO HISTÓRICO DE LA FUNDACIÓN DEL HOSPITAL DE POBRES DE REQUENA.
–Documentos, nº. 1. Carta de venta e imposición de censo.
-Libro de cuenta y razón de los censos (1701-1769). Primer libro de la serie.
ARCHIVO HISTÓRICO MUNICIPAL DE REQUENA,
–Documentos, nº. 6127.
-Libro de actas municipales de 1650-59 (2740) y 1706-22 (3265).
-Libro de cuentas de propios y arbitrios de 1594-1639 (2470) y de 1648-1724 (2904).
ARCHIVO HISTÓRICO PROVINCIAL DE TARRAGONA
–Qüaderns de capbreu de ponselles a maridar, 1660-82, 138 (2.1.1.)
Bibliografía.
CASEY, James, España en la Edad Moderna. Una historia social, Madrid, 2001.
DOMÍNGUEZ ORTIZ, Antonio, La sociedad española en el siglo XVII, Barcelona, 2006.
KAMEN, Henry, El Siglo de Hierro. Cambio social en Europa, 1550-1660, Madrid, 1977.
