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LOS FUNDAMENTOS DE LA SOCIEDAD CONTEMPORÁNEA (1714-1842)

  • Por Víctor Manuel Galán Tendero
  • 04/09/2018
  • Época Contemporánea

A mediados del XVIII la sedería sentó sus reales en Requena: sus oficios supusieron casi la cuarta parte del vecindario según el catastro de Ensenada. La sociedad no abdicó de su agrarismo estamental, pero dio la bienvenida a un elemento que en otros puntos de Europa alteraría profundamente la vida humana. Sobre el basamento de los oficios del lino, el cáñamo y la lana creció la sedería pasada la guerra de Sucesión. El maestro Juan Cros saltó del tinte lanero al sedero, sin desdeñar el negocio de la labranza. El declive de la pañería conquense y la revitalización de la sedería valenciana se citaron en una Requena donde el poco asfixiante gremialismo atrajo a comerciantes prestos a lucrarse con el tinte. El mercader no fabricante Pedro Montés dispuso en 1733 de una tintorería sin licencia de los maestros examinadores. Treinta telares de tejedores de lino, cáñamo y lanas reconocieron que tampoco la tenían. Los más emprendedores pudieron haber implantado un sistema social de producción fabril, mas el gremialismo ganó la pugna cuando impuso sus condiciones a través de los exámenes de oficios. Se cegó una fuente de acumulación de capital al encarecer costes productivos. No en vano hacia 1753 más del 90% de los vecinos dedicados al arte de la seda eran tejedores, cerca de la mitad de ellos carentes de bienes. Las autoridades sospecharon que demasiados abrazaron la dedicación para huir de las quintas del remozado ejército. Se creyó que tal situación sobrecargó a las gentes de la labranza, divididas en labradores (el 54´9% de los efectivos campesinos en 1753), hortelanos (el 6´3%) y jornaleros (el 38´6%). El declive de las dehesas fue paralelo al del aumento de las suertes cultivadas en una tierra que fue dispersando su población, acrecida notablemente. Los 831 vecinos de 1691 se convirtieron en los 2.398 de 1805. A los inevitables problemas de abastecimiento, con hondas repercusiones ecológicas, se añadieron los de promoción social desde el momento que el sagrado derecho de propiedad basado en el esfuerzo individual ganó en aprecio.

La prosperidad artesanal aupó a una serie de familias no vinculadas a los linajes tradicionalmente dominantes en la vida local: los Penén, Herrero, Moral, Zanón o Montés. Ninguno de estos candidatos a la hegemonía comunitaria pretendió destruir el añejo orden estamental, sino acomodarse al mismo de la mejor manera. Las dignidades eclesiásticas y las hidalgas distinciones les engatusaron, pues no olvidemos que la fascinación por lo nobiliario pervivió en Europa más allá de la Revolución. Se maridó con su deseo de escalar posiciones la insatisfacción de las autoridades borbónicas con el astuto proceder de los regidores perpetuos de solera para alterar el sistema de gobierno municipal en 1793, año fatídico para las testas coronadas. Anualmente los regidores se renovarían por votación de los de los dos ejercicios anteriores: don Francisco Herrero, aureolado ya con la hidalguía, pudo departir y tratar con los viejos amos del poder, cuyos orígenes se remontaban a la antigua caballería.

Quizá se podía haber dado una evolución gradualista y pacífica hacia el liberalismo como en Inglaterra, pero los conflictos del reinado de Carlos IV y la guerra de la Independencia la echaron por la borda. Se esquilmaron los recursos públicos y privados. La marginación social hizo mella hasta tal punto que 500 pobres se acogieron a las limosnas sólo en el invierno de 1804-05. El peso del mantenimiento de los ejércitos, extensible a las unidades guerrilleras que acecharon por las aldeas, abrumó a las gentes. Durante la lucha contra los napoleónicos se acentuaron las deserciones, que afectaron también a los italianos y alemanes de las fuerzas invasoras. La inseguridad atenazó a carreteros y arrieros, y brindó alas a los contrabandistas. La singladura de los grandes grupos sociales se vio notablemente afectada. 

Los nuevos padres de la patria lidiaron con un gran desafío, y no siempre convenientemente unidos. Desde 1793 a 1811 temieron que las exigencias de las distintas autoridades militares, agotadoras de los recursos del pósito, desencadenaran una fuerte protesta social. Se avinieron en 1812 a cooperar con los ocupantes como las elites de otros puntos del imperio napoleónico, aunque los requerimientos de 1813 los abocaron a un inevitable enfrentamiento, que sirvió para limpiar un tanto su imagen de patriotas. La llegada de las tropas de liberación no los libertó del pago de raciones, alojamientos y bagajes, y la primera restauración absolutista abusó del recurso al ejército hasta tal extremo que a partir de 1823 los principales debeladores de los prohombres fueron los clérigos exaltados. En el ocaso del reinado de Fernando VII importantes oligarcas fijaron su residencia principal en Valencia, y un absolutismo más togado representado por la Chancillería de Granada nombró munícipes a personas de escalafones un tanto más discretos, como los Peynado y los Ramos que iniciaron entonces su carrera pública. En 1833 los prohombres intentaron rehacer su alianza con la monarquía conservando su ámbito de poder, al igual que sus antecesores, cargando contra el carlismo y expresándose ahora en los términos del liberalismo moderado. 

El primer liberalismo no impugnó el catolicismo, pero sí los privilegios eclesiásticos. Ya en 1766 el concejo y el arcipreste disputaron por el dominio del reloj de la torre del Salvador, enfrentamiento digno del tiempo del regalismo borbónico presagiador de nuevas actitudes y decisiones. Acostumbrada a obtener provecho del patrimonio eclesiástico bajo varios conceptos, como las tercias reales, la monarquía bajo Godoy inició la desamortización, acelerada durante la guerra, que pasó lesiva factura a carmelitas y franciscanos. De todos modos, los napoleónicos permitieron el culto con cierta dignidad e intentaron congraciarse con los seculares para lograr su ayuda en el cobro de las contribuciones. Las pugnas políticas en una tierra arruinada tras la guerra espolearon al clero a defender con uñas y dientes sus privilegios de tributación y alojamiento de tropas, riñendo incluso con las autoridades absolutistas. Entre 1823 y 1825 los más exaltados clérigos animaron un clima de represión psicótica, digna del posterior nacional-catolicismo franquista, llegando a prohibir en la Semana Santa del 24 las procesiones con túnicas y capuces por miedo a la insurrección. Estos intentos estuvieron condenados al fracaso, y los cincuenta y ocho eclesiásticos de 1753 se redujeron en 1842 a diecisiete, algunos como Manuel Nuévalos y Francisco Herrero y Cárcel salvados por su procedencia de las grandes familias locales.

El Pueblo parece el gran protagonista en las proclamas de una época encendida, aunque su actuación pública fue verdaderamente más temida que efectiva en Requena, lejos de las grandes protestas de otros centros urbanos. En 1766, 1805, 1808 y 1816 se temió que la carestía combinada con el descontento público ocasionaran graves altercados, juzgándose perniciosa la influencia de los forasteros incontrolados, la población flotante que inquietó también a la Francia del verano de 1789. El quebranto del pósito desarmó la contención frumentaria, y los mecanismos represivos ganaron protagonismo. Sin embargo, los lazos de patronazgo mostraron su eficacia, anunciando los futuros clientelismos de la Restauración. Se agració a modestos particulares con pequeños oficios municipales como el de relojero, pesador de la harina o matrona. Los señores a veces salvaron a sus servidores y criados de ciertos tributos, y del servicio militar en determinadas circunstancias. El sentido del pundonor y el deseo de ascender de forma tradicional mantuvieron la vigencia de tales vínculos de subordinación. De este Pueblo emanaron el Público y la Nación. El primero ya se expresó con acentos vigorosos en las diversiones teatrales y en las concurridas (y a veces denostadas por las autoridades) corridas de toros, mereciendo el galanteo de los empresarios de la diversión. La Nación política intentó abrirse paso en las elecciones parroquiales y clamar con acentos más vigorosos a través de la Milicia.

Fuentes.

ARCHIVO MUNICIPAL DE REQUENA.  

    Actas municipales de 1722-23 (3270), 1731-34 (3263), 1763-64 (3258), 1765-67 (3257), 1792-94 (3334), 1803-07 (2734), 1808-12 (2733), 1813-16 (2732) y 1823-30 (2730).

    Libro de cuentas de propios y arbitrios, 1722-36 (2476), 1782-1800 (3532) y 1801-24 (2415).

 ARCHIVO HISTÓRICO NACIONAL.

    Consejo de Castilla, Consejos 27414, Expediente 8.

     Consejo de Estado, Diversos-colecciones, 91 (nº. 57), 107 (nº. 43 y 46), 108 (nº. 80), y 134 (nº. 20 y 74)

    Junta Central Suprema Gubernativa del Reino, Estado, 66 (B) y 81 (J).

    La villa de Requena a través de las Respuestas Generales del Catastro del Marqués de la Ensenada (1752). Estudio crítico y transcripción de D. Muñoz, Requena, 2009.

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