Los actuales supermercados ofrecen una amplia gama de productos llegados de puntos muy distintos e incluso distantes. El comprar se ha convertido casi en una actividad de carácter internacional, hasta tal punto que algunas voces reclaman la presencia de los productos de la tierra, arrumbados en numerosas ocasiones por otros más lejanos.
El consumo del 2021 es enormemente distinto al de hace cuatrocientos años por multitud de razones de oferta y demanda. El almotacén o encargado municipal del mercado cobraba impuestos a un número de productos mucho más restringido que el actual, claro está. Sin embargo, dentro de la economía del Antiguo Régimen sí se aprecia variedad, especialmente en punto a la alimentación, según los derechos de almotazanía consignados en las ordenanzas de 1622.
El trigo y la cebada ocupaban un lugar preferente, como en otros puntos de la Europa de la época, y fue tal la preocupación por su inseguro abastecimiento que el municipio ya había tomado cartas en el asunto para procurarlo por medio de su inestimable pósito en caso de necesidad. El pan, entre unas cosas y otras, era la base de la dieta de aquellas gentes, al que destinaba buena parte de sus menguados ingresos los más modestos.
Junto al vino y al aceite formaban la clásica trilogía mediterránea, de venerable tradición y antigüedad, pero también se podían comprar (sin olvidar el vinagre) en el mercado requenense melones, frutas verdes, higos, uvas, pasas y arroz, curiosamente incluido dentro de estos últimos productos. Todavía su gran momento estaba por llegar. Naranjas, limones, limas, pomelos y granadas también afluían con gusto aquí. Las castañas, avellanas, nueces, piñones por partir, almendras, aceitunas, garbanzos, lentejas, arvejas, habas, cominos, alcaraveas, cilantro, anís, alegría y cidras se citan con precisión. Nuestra cocina tradicional de potajes tiene hondas raíces. Como no podía ser de otra manera, cebollas y ajos no se echaron en olvido. El queso tampoco faltaba.
El edulcorante por antonomasia era la miel, elaborada desde tiempos remotos. Ni se cita en la documentación del almotacén el hoy omnipresente azúcar.
Las carnes, hoy en día tan celebradas en nuestra gastronomía, se reducían en este caso a la del macho y del carnero, dispensadas en las tablas municipales, dentro de las rentas de propios, además del tocino y el jamón, propios de tierras de cristianos viejos, según el sentir de aquel siglo. Por supuesto, la sal resultaba imprescindible para conservarlas, proponiéndose años después un impuesto sobre la misma que sustituyera las engorrosas rentas provinciales castellanas.
Con la Cuaresma de tiempos de la Contrarreforma con toda su ley y esplendor, el pescado resultaba imprescindible, fuera fresco o salado. Se singularizaron las populares sardinas, pero nada se dijo entonces del bacalao en concreto, que en el siglo XVIII llegaría de puertos como el de Alicante. Cuando se impuso el gravamen de los millones a fines del reinado de Felipe II, el pescado estuvo en el punto de mira fiscal, pero se desechó por el momento todo arbitrio por su escaso volumen en el mercado local.
No todos los alimentos pagaron derechos al almotacén en 1622, ya que no encontramos productos tan importantes como los pollos, las gallinas o los huevos, quizá reservados a las grandes solemnidades. De la carne de caza (de conejos, liebres o perdices), tampoco se dice nada, al no tributar.
Chocolate, patatas, calabazas (cuyo nombre castellano es anterior al conocimiento del fruto mesoamericano) o tomates, llegados del Nuevo Mundo y recibidos con todos los honores en el Viejo, todavía tenían que conquistar el gusto de las gentes de Requena. Del café y del tabaco tampoco se menciona nada.
Como no todo era comer y beber, también se mercaron alpargatas y zapatos (algunos elaborados aquí), cera (esencial en tantas solemnidades religiosas), lana, lienzos, paños, vetas, randas y otras “cosas menudas”. La seda y los tejidos sederos, que tanta importancia tuvieron en el XVIII requenense, no se citan. En aquel mundo del Barroco la madera fue esencial, como atestiguan las numerosas licencias municipales de talas y las constantes denuncias de deterioro de los bosques. Artesas, tinajas y piezas de vidrio formaron parte del paisaje cotidiano de muchas familias de Requena.
En la comercial Requena gozaron de especial consideración las tiendas de mercería, pescados y aceite, vendedoras de géneros forasteros.
De todos estos productos se deduce que los cambios de los productos de la Era de los Descubrimientos todavía estaban por llegar al mercado de Requena, sólidamente encabalgado entre Castilla la Nueva y Valencia. De su hormigueante actividad dependió la vida de muchas personas, resultando todo aviso cierto o incierto de epidemia tan preocupante como una mala cosecha. Sus productos, por otra, forman parte de nuestro patrimonio familiar y sentimental con todos los honores.
Fuentes.
COLECCIÓN HERRERO Y MORAL, I.
