Muchas localidades tienen distintos tipos de riqueza. Quizá las de más difícil ponderación sean la histórica y la humana, la de la calidad de sus gentes. Requena no cuenta con la renta per cápita de otras, más opulentos de dinero, pero no cede ante ninguna en cuanto a patrimonio artístico y buena condición de sus habitantes. Si el Archivo Histórico Municipal condensa la primera, la segunda la encarna el venturreño que recorre laborioso las horas de Requena, Ignacio Latorre Zacarés. Ahora nos regala una síntesis de ambas riquezas, Al pro e bien desta villa: actas del concejo de Requena 1520-1546 y ordenanzas de 1506, que por fin ve la luz.
Dedicarse a leer papeles viejos emborronados de garabatos que piadosamente llamamos caligrafías antiguas es oficio de extravagantes, ya que lo “normal” es dedicar el tiempo a menesteres más recreativos. También lo “normal” es hacer de la ley del mínimo esfuerzo nuestra primera norma constitucional, casi refrendada por Dios. En el verano del 2011 visité por vez primera el Archivo Histórico, que conocía a través de un meticuloso catálogo. Allí me encontré con un tipo laborioso y simpático que desmentía los lugares comunes de Larra, más pertinaces de lo que parece. Además, el buen hombre tenía inquietudes intelectuales, cosa infrecuente cuando la rutina nos devora, y no se circunscribía a despachar papelería varia. Entonces se dedicaba a leer y anotar en los ratos (supuestamente) perdidos las actas municipales del reinado de Carlos V, aquella egregia figura en proceso de desguace en nuestra magnífica enseñanza, como el Toro de Soberano en tierra hostil, antes que las teleseries lo sacaran del purgatorio para divertimento de amantes del bachillerato antiguo. Todo este trabajo lo hizo en circunstancias personales muy delicadas, que no inclinaban a leer la letra del diablo. Sin solicitar nada a cambio compartió su magnífica cosecha con todos los que se lo pedían, aunque después algunos no le dieran ni las gracias, pese a que los había liberado de la penosa obligación de la consulta documental. Era de justicia que su trabajo viera por fin la luz, más allá de los vericuetos del ordenador, impreso con los honores de la letra de molde y al alcance de todos los públicos. Es de justicia alegrarse de su publicación, porque don Ignacio Latorre nos brinda una extraordinaria faena, digna de los mejores diestros, de los que mandan en plaza.
Escribir historia es más difícil que llegar a las bodas de oro. A las complicaciones de lectura se añade el gusto por la abreviatura, cuya lógica entendía bien el bueno del escribano. Tras dejarse la vista se leen noticias escuetas y reiterativas de impagos, escasez y amenazas que nunca se cumplían. Un año tras otro, si se conserva y no salta de forma abrupta. Con paciencia y vida eremítica se compone una monografía de historia local que se lee menos que alguna novelita sobre las grandes jornadas de alcoba de la emperatriz Isabel y su bravo esposo.
En Al pro e bien desta villa (título que no deja de tener su ironía) la persona que guste de lo vivo tiene muchos motivos de celebración. Ignacio Latorre realiza una extraordinaria labor paleográfica, especialmente complicada en el desarrollo de las palabras abreviadas, que le permite ofrecer un resumen claro y suficiente de los distintos acuerdos municipales de 1520 a 1546. Aunque lo parezca, no se tratan de meras regestas, sino de verdaderas versiones en castellano actual de un texto de sabor añejo. A las actas adjunta Latorre la transcripción de las ordenanzas de 1506, cuya versión completa ha tenido la paciencia y el acierto de reconstruir acudiendo a documentos de nuestro Archivo y del General de Simancas.
El contenido de toda esta documentación es de una importancia más que notable, como muy bien sostiene Latorre en la introducción, ya que nos depara dos cuestiones que van más allá de la historia local, a veces muy maltratada por ensayistas que fabrican buñuelos de viento.
La primera atañe a la Historia de España. El imperio de Carlos V tuvo dimensiones globales y su complejidad fue notable. Sus guerras resultaron tan interminables que sus sucesores en las Españas y el Sacro Imperio las heredaron. Sus gastos fueron tan tremendos que impacientaron a muchos y agotaron a los castellanos. A veces se olvida que el poderoso emperador dispuso de monedas para contratar a sus mercenarios gracias a los impuestos arrancados a sus súbditos castellanos a través de la administración municipal, dominada por los poderosos locales. Carlos no fue al principio un monarca simpático en Castilla, que puso el grito en el cielo durante las Comunidades. El estudio de la Requena carolina entre 1520 y 1546 nos hace tocar tierra, desechar planteamientos y formular nuevos paradigmas. Insatisfechos con las ordenanzas de 1506, los poderosos intentaron avanzar posiciones sumándose al movimiento comunero, más complejo de lo que parece a primera vista. Fracasaron, pero con el paso del tiempo se hicieron con las regidurías perpetuas, aprovechándose de las angustias financieras de un imperio humillado en Argel. La verdadera Historia pasó por este cambio y el gran imperio no se explica sin el más modesto municipio, cuyas actas son ventanas abiertas a un tiempo pasado.
La documentación presentada no se agota en cuestiones pintorescas, propias de los amantes de la mera anécdota separada de la realidad histórica. En las actas, tan bien datadas, fluyen tiempos distintos. Ferdinand Braudel hace ya muchos años aplicó la teoría de la relatividad a la historia. A través de las actas discurre la realidad geográfica de base, la de las fluctuaciones económicas más o menos cíclicas y de las pavesas de los acontecimientos políticos y militares. A Braudel se le reprochó, con razón, que no estableciera bien las complejas relaciones entre los distintos niveles, pero en la documentación aportada se puede comprobar su heterogeneidad y enriquecer nuestra percepción del cambio histórico, pues aquella Requena fue diciendo adiós a formas de vida medievales, de las que no conservamos las actas, y dando la bienvenida a las novedades del siglo XVI.
En suma, estamos ante un gran libro, que esperamos que no sea el último que elabore Ignacio Latorre.
Víctor Manuel Galán Tendero.
