Navidad de 1951, la entrañable visión de A. G.
Los años cincuenta del pasado siglo fueron los de mi infancia y, en consecuencia, todo lo de aquellos años está revestido del glamur especial que le otorga la felicidad de un tiempo vivido con austeridad, la castellana de nuestro paisaje y la de una época en la que en pocas casas había espumillón, ni roscón de reyes, pero había otras muchas cosas, como una gran ilusión. Sinceramente, creo que el artículo que desempolvo de Alberca, de diciembre de 1951, refleja aquel ambiente.
El artículo está firmado por A. G. Posiblemente se trate de Angelina García, una colaboradora habitual de la revista requenense. En su entrañable descripción de nuestra blanca Navidad, aunque no siempre nevaba en Requena esos días, entra ese belén que todos los años queríamos engrandecer y para el que conseguíamos comprar alguna figurita de barro en la tienda de Pepe Corell. A mí todavía me quedan unas cuantas, con su precio marcado a lápiz y en pesetas; eso sí, muy desgastadas y paticojas. Y el río hecho con el papel que sacábamos de las chocolatinas.
La Navidad del año 2020 va a ser muy especial, muchas familias no podrán reunirse, otras estarán marcadas por el recuerdo de quien ya no está o con la vista pendiente del móvil que nos indicará el estado de quien ande por los hospitales. Va a haber poca algarabía y sí muchas oquedades de tristeza e inquietud. Ni siquiera tendremos misa de medianoche, la Misa del Gallo, pero habrá otra forma de celebrar el nacimiento de Jesús. Y la estrella navideña seguirá brillando para quienes sepan mirar más allá de las engañosas luces de neón, o como se llamen ahora.
El ilusionado mensaje de paz, de esperanza, de futuro, que lanzaba esta joven requenense hace casi siete décadas, sigue vigente para quienes creen en la NAVIDAD, en la de verdad, no en la de los regalos y los oropeles.
A. G. le dedica el texto a la profesora de Geografía e Historia del Instituto de Requena, doña Adela Gil Crespo.
A Adela Gil Crespo, con todo afecto cumpliendo mi promesa.
Cuando pasa el otoño con sus largos crepúsculos y sus paisajes amarillos y grises, nos sorprende el paisaje de invierno, lleno de líneas escuetas y desnudeces solitarias.
El invierno en Castilla se distingue por su honda soledad patética y descarnada. El cielo se nos torna de un color rojizo fuerte y grandes nubes plomizas presagian los vientos helados y broncos.
Y nos llega Navidad; Navidad igual que cuento blanco de alegrías nevadas y recuerdos infantiles junto al calor hogareño.
Yo creo que es esta la fecha en que la mayoría de los humanos estamos más cerca de Dios y añoramos con más intensidad nuestra pasada niñez.
Evocamos el Nacimiento lleno de incongruencias y nuestros apuros y aspiraciones en ser dueños de un Belén más o menos completo.
¿Tuvisteis alguna oveja coja? ¿Alguna figura deslucida por el tiempo, que vosotros procurabais disimular con trozos de musgo y corcho junto al río de plata de papel de estaño?
Navidad en un pueblo castellano se celebra con el mismo sabor de austeridad y tradicionalismo que marcan el carácter de Castilla misma.
La mayoría de las veces caerá una nieve menuda y frágil que pintará al pueblo de blanco igual que una estampa nórdica. Y en nuestro camino hacia la iglesia se nos acumulará sobre el cabello y abrigos, como si ella quisiera hacer acto de presencia en el Nacimiento de Dios, y hasta parecen decirnos pausadamente en su trayectoria: «Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad», que nos lo seguirá repitiendo una y otra vez en su mensaje nevado cuando nuestras pisadas les manchen de barro en el suelo y dejemos las huellas húmedas hasta el final de nuestro camino.
Si nosotros los humanos intentáramos evadirnos de nuestras inquietudes diarias y olvidar los problemas materiales en este día trascendental que celebra todo el mundo cristiano, y elevásemos nuestros ojos al cielo en el silencio de Nochebuena, quizá veríamos la estrella radiante que sirvió de guía a los Reyes Magos y que nos guiaría a nosotros igualmente en el camino de la vida. Esa estrella luminosa que a todos nos espera desde siglos, enviando sus destellos a la tierra solamente para que sepamos verla y poner en ella un deseo de paz y otro mundo más tolerable con nuestros buenos propósitos.
Nochebuena es la fecha indicada para que meditemos y comprendamos el significado de nuestra misión en el mundo; no gastemos este día en algarabías fugaces y oquedades de niebla.
Escuchad los villancicos… son los mismos de siempre; otras generaciones habrán llenado las columnas de la iglesia, y quizá en el mismo sitio donde estamos nosotros habrá existido otro ser que habrá sentido la misma emoción cuando haya escuchado la voz esparcida por el templo que nos llama flotando entre el incienso. Y otras generaciones, en la sucesión perenne e irremisible del tiempo, ocuparán nuestro puesto.
Únicamente la estrella nacida en Jerusalén hace siglos permanecerá perennemente en el cielo esperando que todas las miradas de los hombres, demasiado inclinadas a la tierra, se alcen cegadas por su brillo, y con la fe nuevamente recobrada brote otra vida espiritual en el vacío triste de las almas.
Y así, cuando las campanas lancen su júbilo en los aires con repiques de gloria y obtengan eco universal en todos los cielos, nosotros ofrendaremos a Dios en su nacimiento no aquella ilusión de niños con la construcción del Belén, sino nuestros propósitos recién florecidos de fe y esperanzas para un futuro mejor.
Que no sea estéril el mensaje nevado, escuchémosle; y si en toda la nueva generación universal el viento de Navidad dejase ese propósito eternamente arraigado en su alma, cuando finalizase la misa y regresáramos a nuestros hogares, a través de la escarcha que dormirá en los cristales de nuestros balcones veríamos en el cielo brillar más fuerte que nunca la estrella de Navidad, esperándonos estática, con un clamor eterno de paz e ilusiones para quienes creen en ella.
A. G.
