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ORDENAR LA HUERTA REQUENENSE.

  • Por Víctor Manuel Galán Tendero
  • 26/09/2021
  • Época Moderna
  • Agricultura, Huerta

El ordenamiento del riego siempre ha sido algo muy delicado, especialmente en los países de la cuenca mediterránea, castigados con fuertes carencias hídricas. Cuando los cristianos del Norte de la Península conquistaron Al-Ándalus, adoptaron la ordenación de las aguas de regadío precedente, que contenía elementos de tiempos distintos.

La huerta y la vega de Requena contaron con su propia ordenación, cuyo origen preciso no podemos fechar con seguridad. En las ordenanzas de 1622 se hacía referencia en este punto a la costumbre antigua.

El empleo de las tandas o turnos de riego, junto a los deberes de mantenimiento de las acequias, nos indican antecedentes de época islámica, del tiempo de los moros según la documentación del reino de Murcia de la época de Alfonso X el Sabio. Sin embargo, las infracciones de los particulares y los cambios acaecidos a lo largo del tiempo (derivados de la ampliación del área irrigada) sometieron al sistema requenense a distintas tensiones.

Se partió de la premisa, ya recogida en el Derecho Romano, del carácter común o público de las aguas, con independencia de su regulación por la autoridad. Todo regante, finalizada su tanda, debía dejar correr el líquido elemento para que volviera a la cabeza o a la madre común. Por ello, el acequiero solamente tenía encomendada su administración durante su ejercicio anual. Se recalcó que todo vecino podía regar sus panes, hilazas, hortalizas y barbecho sin ser privados del agua necesaria.

Tal derecho al agua común comportó unos deberes concretos para todos los regantes. Bajo pena de seiscientos maravedíes, los vecinos con hazas concurrirían a la limpieza de las acequias, sin excusa. Al acequiero correspondía supervisar las fronteras entre heredades. Los hacendados acaudalados pagaron trabajadores para cumplir tal cometido. Con todo, la autoridad municipal tuvo que ordenar la limpieza de la acequia próxima a la villa, saturada de fangos, en 1590.

Los paraísos hidrológicos, de existir, no dejan de ser fugaces, pues por muchas llamadas que se hicieran a la cooperación aparecía con frecuencia el interés particular. En el siglo XVI había progresado la labranza en Requena y aumentado la población, lo que incidió en el aprovechamiento de las aguas. En 1622 se insistió en la denuncia de las numerosas personas que quitaban el agua ajena. Algunos incluso dañaron a otros regantes por medio de servidores para eludir las penas, que se intentaron aplicar con mayor vigor y contundencia.

Se denunciaría bajo juramento, cayendo en perjurio el que lo hiciera en falso. El que no pudiera pagar la penalización, sería encarcelado durante diez días y a continuación desterrado dos meses de Requena.

De todos modos, también se estableció un margen de tolerancia, atendiendo a las debilidades de la condición humana. Si alguien cometiera la falta de descuidar en el riego de su tanda algunos pedazos de tierra, podía subsanarla la misma jornada.

El espacio de Rozaleme mereció tratamiento aparte, ya que su riego alimentó los molinos de abajo, incluyendo el del Concejo. Se extremaría la llegada conveniente de agua del domingo por la noche a la puesta del sol del viernes. Quienes recogieran durante el día agua en un azud más arriba serían multados con 2.000 maravedís, doblándose la pena por la noche. En los azudes de abajo se observaría lo dispuesto en la ordenanza antigua. Lo mismo se practicaría del Regajo Viejo al riego del Arenal, del Martinete a Reinas, y del Ruidero a la Fuente del Pino, precisándose testigos en esta última para denunciar.

La molinería, a golpe de las necesidades alimentarias del vecindario, había moldeado el área de Rozaleme, especialmente, y el acequiero tuvo que instar al molinero del Concejo a no moler desde el viernes por la noche al domingo a la puesta del sol. Además, bajo pena de seiscientos maravedíes, debía apretar bien la paleta para que la balsa quedara bien llena y se evitaran daños en las tandas del lunes. Al costar de llenar bastante aquélla, los que arrendaran en lo sucesivo el molino del Concejo se comprometerían a cumplirlo escrupulosamente. Repartir el agua para todas las personas interesadas y todos sus usos era un verdadero arte.

Fuentes.

COLECCIÓN HERRERO Y MORAL, I.

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