
(Plano de Requena de Casimiro Pino Lavara, AMRQ, detalle)
¿Recordáis, de vuestros años mozos, Un Yanqui en la Corte del Rey Arturo, la simpática novela de Mark Twain? ¿Que no? Pero hombre, si es un clásico. ¿Habréis visto al menos alguna de las versiones cinematográficas? ¿Tampoco? Nos es que haya ninguna excelente, pero la versión musical de Bing Crosby, de 1949, contiene al menos buenas canciones.
Otro clásico sobre el tema es La Máquina del Tiempo, de H.G. Wells. Siempre es mejor el libro, pero aquí si tenéis buenas y malas versiones cinematográficas donde escoger, con muchos efectos especiales.
¿Habréis leído a J.K. Rowling o al menos habréis visto las películas de Harry Potter? ¡Ah, os pillé! ¡Esas sí! ¡Lo sabía!
Pues andaba yo confinado en mi casa, pasillo arriba, pasillo abajo, seguido a corta distancia por mi perro Niki, extrañado de que no le tirase la pelota o le pusiera la correa para el paseo, cuando sonó el timbre. ¿Quién podría ser? Estamos en cuarentena, no se permiten visitas. Pues el repartidor con un paquete.
-No hemos pedido nada. Se habrá equivocado de dirección.
-¿Es usted Fulanito de Tal? –preguntó el susodicho.
-Pues sí, yo soy.
-Entonces no me he equivocado. Le dejo el paquete aquí, no hace falta que firme. Así no me acerco, que me he dejado la mascarilla en la furgo.
Dejé el paquete en la entrada, sin tocarlo, y decidí esperar unas horas, por si los virus. Todos en casa estábamos extrañados. Un paquete que no habíamos pedido. La impaciencia me mataba. Me puse los guantes y la mascarilla, cogí el cúter, abrí el paquete… y vi aquello brillar. Mi esposa, experta en el tema, me dijo enseguida lo que era.
-Es un giratiempo, como el de Hermione en Harry Potter y el Prisionero de Azkaban. Ya saben, como la máquina del tiempo de H.G. Wells, pero en versión portátil, para llevar colgado del cuello. Adelantos de la miniaturización.
En el paquete había también un sobre con pocos párrafos:
Obsequio de un admirador. Giratiempo de un solo uso para una sola persona. No admite acompañantes. Máxima distancia: cien años. Máximo tiempo: 24 horas. Que lo disfrute.
Aquello tenía todos los visos de ser una broma. Había leído el libro y visto la película. Te quedas quieto, das vueltas al aparatito y retrocedes en el tiempo en el lugar donde estás. No tenía nada que perder. Me colgué el artefacto, pensé una fecha y le di vueltas a la pieza giratoria con todas mis fuerzas. No pasó nada… al principio. A los pocos segundos sentí un mareo y me desmayé. Al despertar tenía un enorme dolor de cabeza y estaba tendido en un colchón que no era el mío.
Me levanté. Junto a la cama había una silla con varias prendas de ropa y a su lado, una preciosa jofaina en su armazón de madera, con espejo y todo. Al mirarme en él, por poco me reconozco. Mis modernas gafas eran ahora unos anteojos redondos, el bigote recortado era largo y enroscado y ¡llevaba camiseta de felpa y calzoncillos largos! Estaba claro que aquella no era mi casa. Me lavé la cara con agua de la palangana y utilicé el orinal de loza situado bajo la cama… no les daré más detalles. Me vestí y… tampoco aquella era mi ropa. Camisa gruesa con cuello almidonado, pantalones de pana y una chaqueta de ante un poco pesada. Todo era a mi medida. Los botines algo gastados y no muy limpios me apretaban un poco. No encontré el cinturón por ninguna parte, pero colgados de una percha cercana estaban los tirantes. Por último, en lo alto de la susodicha percha, un sombrero a juego con el gris de la chaqueta, de ala estrecha y factura elegante. Al abrir la puerta de la habitación me inundó un olor a café que invitaba a pedir.
Bajé las escaleras, de peldaños algo altos para mi memoria sensorial (no negaré dos o tres tropezones) y tras descender dos pisos me recibió un lugareño de mediana edad que me saludó con una sonrisa de oreja a oreja:
-Buenos días, señor García. ¿Ha dormido usted bien?
-Buenos días –contesté-, ¿dónde estoy? Si me permite la pregunta. Es que me he levantado algo mareado y con algo de despiste.
-No se preocupe, don Marcial. Llegó usted muy tarde ayer y es comprensible que esté cansado. Está en la Gran Casa de Viajeros “La Favorita”, la mejor hospedería de Requena. Soy Marcelino García, el dueño. No ha podido usted elegir mejor lugar ni mejor fecha. Estamos en el centro de la ciudad y en plena feria. ¿Quiere usted un café y algo de comer? Tenemos unos pasteles de la Confitería de Royo, aquí al lado, que le pondrán a tono.
Miré un almanaque colgado de la pared y el reloj que estaba justo encima. Eran las ocho de la mañana del domingo 19 de septiembre de 1920. El sábado había sido movidito para los requenenses y la fonda, aunque al completo, todavía estaba tranquila. La conversación fue útil y me sirvió para decidir en qué ocupar ese único día de viaje en el tiempo que se me había concedido. Marcelino y su esposa, Teresa, me contaron que estaba en una de las calles más comerciales de Requena. Antes la llamaban “de Olivas”, por un cura que allí vivió, pero hacía ocho años le habían cambiado el nombre por “Poeta Herrero”, en honor a un conocido poeta y político requenense, don José Joaquín Herrero, que había nacido en aquella misma calle, mucho más arriba, junto al Café Requenense de Florentín Pérez, el más grande de la ciudad.
En esa misma calle podía encontrar de todo. Estaba Picazo, el sastre, buen profesional aunque, si quería hacerme un buen traje, mejor visitar a Leopoldo García Cuevas, “Pincha”, quien además de coser bien, tocaba el violín de mil amores. No sabían ellos que yo, cien años más tarde, conocía bien la cara y el violín del gran Leopoldo.
Me preguntaron para qué había venido a Requena y tuve que improvisar. Les dije que era de Cuenca, por lo del mismo acento castellano, y que era tratante e intermediario en distintos productos. Tuve suerte de encontrar alojamiento, dijeron, pues la feria hacía que las varias fondas de la ciudad estuvieran llenas. Al parecer, un mozo de La Favorita esperaba viajeros en la estación y les ofrecía hospedaje allí mismo.
Seguía con mi dolor de cabeza, así que pregunté por un médico y, de paso, dónde podía comprar el periódico. A pesar de ser domingo, la feria hacía que todos los comercios abrieran y el centro estaría repleto de gente. Eso me asustó. Venía del confinamiento en casa y no estaba para virus. Recordé que la dichosa grippe era un peligro grave en aquellos años y el dolor de cabeza que llevaba encima me tenía algo asustado.
-Salga usted y baje la cuesta. A la derecha está la calle de Castelar, o del Peso, que de ambas formas la llamamos. En la plaza de Felipe V encontrará la librería de Corell y poco más adelante, en la calle del Carmen, tiene su consulta don Antonio García Romero, una eminencia médica con los adelantos más modernos.
Bien desayunado y algo gotoso, me palpé los bolsillos en busca de un moquero y no solo di con él, sino con otros varios objetos en los que no había reparado: un reloj de cadena, una pluma estilográfica… ¡y un fajo de billetes! Esta máquina del tiempo te preparaba bien para el viaje. Respiré profundamente y salí a la calle del Poeta Herrero, una calle que, como el resto de las que visitaría, había andado arriba y abajo cientos de veces… cien años más tarde.

Casi frente a frente con el hotel, estaba la consulta veterinaria de don José Viana, abuelo de mi buena amiga María José, a quien saludé mientras abría sus puertas a un hombre que le esperaba con su mula del ramal. A pocos metros, la Ferretería de Rogelia Pino Lavara, de las más grandes. Dª Rogelia era hermana de Casimiro y Francisco, industriales, músicos y compositores aficionados. Estaba casada con don Ramón Marí Soler y eran padres de don Ramón Marí Pino, artífice de la Fundación “Ciudad de Requena”.
En la misma acera de La Favorita se encontraba la tienda de ultramarinos de los Masiá y Martínez, uno de cuyos hermanos, Agustín, fabricaba en el número 19 el famoso Jabón de los Hermanos Masiá. Seguí hacia la calle del Peso (Castelar), pero antes de doblar, frente a frente, estaban la tienda de pañería, tejidos y novedades de Zanón y Soriano y La Pelota, gran fábrica de chocolates con maquinaria moderna, confitería y pastelería, de don José Royo hijo. El olfato me perdió y entré a por una onza del chocolate de la casa, negro y duro como una piedra; debo confesar que me perdió hace cien años y me pierde ahora. Dejo para más tarde la parte de arriba de la vía, donde la casa de los Herrero linda con la calle de Cánovas del Castillo (hoy Constitución y antes San Carlos), que no recorrí en este viaje por quedar algo alejada (es un decir) del centro.

Al llegar a la esquina dudé si girar a la derecha, hacia la plaza de Canalejas (Portal) o a la izquierda hacia Castelar (Peso), deteniéndome en la esquina donde la viuda de Antonio Bolós, madre del años más tarde conocidísimo Francisco Bolós, tenía su establecimiento de salazones, embutidos, ultramarinos y coloniales, que publicitaba en la prensa como La Virgen del Pilar, seguramente recordando los orígenes maños de la familia Bolós. No era la única Bolós que hacía negocios. Otro de sus hijos, Pedro Bolós, representaba en ese domicilio la magnífica Grasa Delta, ideal para ruedas de carro. Giré a la izquierda, dispuesto a visitar al médico, y me quedé asombrado. La calle del Peso se presentaba tan llena de comercios como en el siglo XXI. Solo cambiaban los dueños, las grandes puertas de madera y los artículos ofrecidos.
En esta calle, que Castelar guarde muchos años, primaban las telas y los ultramarinos, aunque debo decir que ya por entonces estos últimos ganaban por goleada en Requena. A Bolós se añadía la de Julio Gimilio, en el número 14, justo al lado de la antigua y conocidísima Farmacia de Salvador Serra Franco, que un año después pasaría a don Maximiliano Iranzo Gil. En la acera impar, destacaban los Jordá, puerta con puerta vendían tejidos Nicolás Jordá y Roda y Augusto Jordá García, y frente a ellos otra Paquetería, Mercería y Novedades en cuyos escaparates se ofrecían puntillas, cintas y bordados. En esa acera de los pares debemos añadir la pañería y tejidos de los Hijos de Felipe González y el moderno establecimiento de paquetería, mercería, quincalla y bisutería de Joaquín Cebrián: Casa Cebrián. Los comercios relacionados con telas, hilos y artículos para lo que las damas llamaban “sus labores”, competían en cantidad y calidad con el resto de productos, pues no había bajo que no tuviera su tienda. Al avanzar, en la acera de los pares, otra paquetería, regentada por Ricardo Rodrigo Morella, en el número 8. No cambié de hacer, puesto que caminando por los impares y dos puertas después de Bolós, en el número 13, surgió otra paquetería harto conocida por mí, la de Valeriana Huerta Ruiz, a la que no me resistí a entrar y saludar a su marido, Juan Ruiz Giménez, titular entonces del negocio, con la excusa de comprar unos tirantes nuevos para mis pantalones. Su esposa, que dejaría huella con su nombre en el recuerdo, despachaba a dos señoras que no acababan de decidirse por el modelo de corsé. Dos chiquillos, de entre siete y diez años, correteaban entre las cajas y Juan tuvo que llamarles la atención, así supe que se llamaban Miguel y Valeriana.
Y no terminaba ahí la cosa. Al final de la calle, sin solución de continuidad con la Plaza de Canalejas, otra tienda de tejidos y paquetería: Hernández y Sánchez. Sin duda, la línea formada por la Plaza de Canalejas (Portal), calle de Castelar (Peso), plaza de Felipe V (España) y la calle del Carmen, formaban el corredor comercial de Requena, donde uno podía encontrar de todo. Incluso hice parada frente a la esquina de Bolós, pues allí estaba la Alpargatería de Agustín López López, donde aproveché para comprar unas zapatillas de piel para estar por casa que pensaba traer de vuelta al siglo actual (qué iluso). Muy cerca, también en la acera par, me llegó el olor a carne fresca. Supe más tarde que se trataba de la carnicería de Antonio Carretero Cervera, hijo menor de la poetisa Luisa Cervera Royo y hermano del abogado y político Francisco Carretero Cervera, concejal del ayuntamiento.
Ver algunos comercios de aquella calle, como los de Valeriana, Jordá o la farmacia, que todavía estaban vivos en el siglo XXI, me causó una gran emoción, al poder comparar sus fachadas e interiores y descubrir que, en lo esencial, casi no habían cambiado.

Sin darme cuenta, mis pasos me habían llevado a la gran plaza de Felipe V (hoy España), que nada tenía que envidiar, en lo comercial, a la calle que dejaba atrás. El primer edificio, la Farmacia y Droguería de José Pí, sosteniendo el precioso edificio modernista que tan bien conocía y que entonces estaba como nuevo. Entré a conocer al dueño con la excusa de comprar las milagrosas aspirinas de Bayer, que ya por entonces eran mano de santo, pero ¡qué rabia!, el señor Pí estaba de visita en su pueblo natal, Ayora. Lamenté no llevar el móvil o una cámara fotográfica para poder plasmar el interior de aquel establecimiento en su época de mayor esplendor.
Frente a frente con la farmacia, más embutidos. El Escudo de Requena, propiedad de don Juan Ramón Guillén, sucesor de Guillén Hermanos, ofrecía un gran surtido en embutidos de todas clases, jamones, quesos, mantecas, azúcares, chocolates, cafés y “thés”. Estaba especializado en galletas finas (¿serían María?), licores, conservas alimenticias, aceites, garbanzos de Castilla y ¡mexicanos! e, incluso, pastas para sopa. Aquel edificio albergaría, con el tiempo, la central telefónica y en la actualidad, la tienda Varone. Muy cerca, a dos puertas, el famosísimo Círculo del Comercio, en el que ya sacaba sus mesas y sillas Manuel Lechuga Alarcón, bisabuelo de mi buen amigo Manolo, de quien aprecié, con detalle, que había heredado muchos de sus rasgos.
¡Dios mío!, si seguía por ahí volvía a dar con más ultramarinos y coloniales, en las tiendas de Juan José Correcher, José Mas Martínez y Luis Monsalve, quien también ofrecía los garbanzos mexicanos. Digo yo si serían los famosos frijoles que Pancho Villa engullía en las películas. ¡Cómo comían aquellos requenenses! Claro, no se había inventado todavía el colesterol. No podía haber menos privacidad. Cualquier comerciante que saliera a la plaza podía ver la cara a los clientes que entraban en la competencia. Rivalidad que también ofrecía la plaza en el sector del bricolaje, con dos ferreterías: la de Alejandro Díaz Tello y la de Lucio Martínez, que brindaba la oportunidad de adquirir baterías de cocina, quincalla, paquetería, material eléctrico, lámparas Osram, papelería y objetos de escritorio. Cualquiera de estas tiendas era, de por sí, un pequeño Corte Inglés, pues ninguna se limitaba a lo que indicaba el cartel y todas hacían competencia a todas.

Ya eran las diez de la mañana y el paseo, con sus paradas, me había hecho recordar que en mi siglo, a aquella hora, ya estaría almorzando con los amigos. Decidí tomar un tentempié en el Círculo Central, cercano a la esquina de la calle de la Botica (ya entonces de los Hermanos López), pero antes se me iban a ir unos felices minutos en la tienda contigua a la Farmacia de Pí, la Librería de Hilario Corell, representante de las más importantes editoriales españolas, con surtido de diccionarios, enciclopedias, obras de texto y cultura, novelas, revistas como La Esfera, Nuevo Mundo, Mundo Gráfico, Novela Corta y Novela Teatral, entre otras. El señor Corell sabía de su oficio y de la corta visita sacó provecho, pues me llevé algunos libros de novedad, uno de ellos de Zola y otro de Blasco Ibáñez, y también, no podía faltar, compré la prensa que los repartidores estaban dejando en ese momento. ¡Qué maravilla! Aquel 19 de septiembre de 1920 salió el nº 11 del Eco de Levante, periódico quincenal del que tuve la suerte de que ese domingo tocaba. Pero, sobre todo, adquirí dos ejemplares del nuevo periódico, La Voz de Requena, cuyo número 1 se imprimió ese día, en plena feria. Nadie que me viera allí, comprando la prensa, imaginaría que esos números los había repasado, en sus cuatro páginas, cientos de veces. Pero ahora era como si lo hiciera por primera vez. No olvidé comprar también un número del periódico Requena, edición mensual patrocinada por la Sociedad Recreativa “El Arte”, que cual Centro de Estudios Requenenses de la época, centralizaba todo lo que significara cultura y engrandecimiento de la ciudad, incluida la programación de feria, al alimón con el Ayuntamiento. Me dio coraje no haber llegado una semana antes y haber podido asistir a los Juegos Florales y escuchar a los Agut, Ferrer, Piqueras o a un joven de diecisiete años que ya destacaba en las letras: Rafael Bernabeu López.
Sentado en una mesa exterior del Círculo Central, atendido por su dueño, Nicolás Armero López, ojeé los periódicos recién comprados mientras veía como la plaza y las calles adyacentes iban cobrando vida con el paso de las horas. Me rasqué la cara y comprobé, horrorizado, que llevaba barba de varios días. Enseguida recordé que la gente, por entonces, se afeitaba en barberías y no lo hacía a diario sino más bien una vez a la semana. Pregunté a Nicolás y me indicó la Barbería de Hilario Pastor, en la calle del Carmen.

(la indicación en la tarjeta es errónea).
Allí dirigí mis pasos y visto que había poca cola, me senté a esperar mi turno y escuchar a los paisanos hablar de política local y de cómo se iba desarrollando la Feria, decantándose la conversación hacia la mayor o menor simpatía por los toreros que habían de lidiar, esa misma tarde, bravos toros de la ganadería de don Salvador García Lama: Vaquerito, Antonio Sánchez y Mariano Montés. Hilario, como buen barbero, hablaba por los codos. No tuve más remedio que inventar mentira tras mentira para salir de aquel interrogatorio barberil del que pude escapar, a duras penas, aduciendo que tenía cita allí cerca, con el doctor García Romero. Su consulta, en el número 18 de la calle del Carmen, estaba también abierta por las fiestas, aunque solo esa mañana ya que por la tarde sería uno de los cirujanos atentos a cualquier incidente en la Plaza de Toros. Sentí una inmensa emoción al conocer a don Antonio, abuelo de mi buen amigo José Antonio y hermano del admirado tenor José García Romero, cuyo extenso conocimiento vital por mi parte me sirvió para intimar enseguida con el doctor y su esposa, doña Concha Meri. Se asombraron de que supiera que, en aquellos días, José estaba próximo a debutar en el teatro San Fernando de Sevilla, con la compañía de zarzuelas y operetas de Jesús Navarro. Habríamos seguido allí toda la mañana, charlando y riendo, si no hubiera sido porque llegaron otros pacientes. Desde luego, fuera por la aspirina o por las emociones, ya se me había pasado el dolor de cabeza del viaje en el tiempo (hoy le llamaríamos jet lag). Ni corto ni perezoso, el doctor García Romero me invitó a comer en el Café Requenense, cercano al Hotel Favorita, a las dos de la tarde. Asombrado por mi conocimiento de las cosas de Requena, “siendo, como era, forastero”, me prometió buena compañía y buena comida.

(Archivo José Antonio Sánchez García).
Pensaba volver por mis pasos hacia la Fuente de los Patos, pero observé que mi reloj de bolsillo andaba atrasado y pregunté a doña Concha donde podrían revisármelo. Tuve que desviarme un poco de la ruta comercial prevista y subir por la calle de los Frailes (hoy Músico Sosa) hasta la plaza Consistorial, dejando a la derecha el edificio del Ayuntamiento y entrando en el taller de relojería y platería de Montenegro Hermanos que, muy profesionales, vieron que el problema del reloj era tan sólo un poco de polvo adherido a la rosca de dar cuerda. Alabaron la calidad del aparato e incluso me ofrecieron comprarlo a buen precio, pero yo (de nuevo iluso) pensaba conservarlo como recuerdo del viaje y no acepté. Al salir y antes de volver a la ruta por la calle de Las Cojas o, como se le acababa de denominar, Pérez Galdós, me acerqué al número 10 de la plaza, donde tenía su sede oficial La Voz de Requena. Fue inútil, con la edición del semanario ya en la calle, la redacción se habría ido a disfrutar de un merecido descanso.
Al principio de la citada calle, que va a dar tras un brusco giro a la plaza de Felipe V, entre en La Primitiva Requenense, donde la viuda de Luis García ofrecía “un inmenso surtido en perfumería nacional y extranjera”. Compré algunas cosas que llevar a mi esposa y decidí volver al hotel para dejarlas allí, junto a los periódicos. De regreso por la calle de Castelar advertí algún que otro establecimiento en el que antes no había reparado. Allí estaba el bajo de Nicolás Navarro, padre de mis buenos amigos Alfonso y Esperanza, Ordinario de Requena a Valencia y viceversa, y la Hojalatería y Lampistería de José Corell, especializada en bombas y canales, lámparas eléctricas de filamento metálico de las mejores marcas que se conocían y aparatos de acetileno de distintas clases. ¿Qué más se podía pedir a la calle del Peso? Pues otra carnicería, casi al final, llegando a la plaza, la de Nicolás Cárcel Ponce, en la que se podían apreciar buenas ristras de longanizas, morcillas y perro, recién preparados.

No volví al hotel. Al encarar la Plaza de Canalejas me quedé boquiabierto. Al fondo, pero más cerca de lo que recordaba, estaba la conocida Fuente de los Patos, pero detrás, sin embargo, ¡no estaba la Avenida! Mi mente del siglo XXI esperaba ver al fondo el gran paseo y lo que había era un enorme edificio. Actualicé mis pensamientos y recordé que, en aquel momento, la calle de Norberto Piñango era todavía recordada como la antigua calle de Las Monjas, ya que ese gran edificio era el Convento de San José, de las Reverendas Madres Agustínas Recoletas, donde, según el padrón de habitantes, moraban veintitrés monjas en 1920. Al ser domingo, la puerta de la iglesia se veía abierta y me propuse entrar para ver uno de los órganos de Requena que se perderían, inexorablemente, cuando se derribara el convento para acometer el ensanche, a principios de los cuarenta.
Ya en la plaza de Canalejas (Portal), pude ver la Hojalatería de Florentín Sánchez, la consulta de otro famoso veterinario, don Luis Verdú Diana, a quien se dedicaría una calle años después, la Abacería de Luis Guillén, donde podían encontrarse toda clase de legumbres, bacalaos, aceites… y de nuevo los embutidos, esta vez de Basilio Cañizares, quien ofrecía también salazones, ultramarinos, salchichón, chorizo de Candelario (directo desde la localidad salmantina), garbanzos de Castilla, quesos, arroces… A la vista de esto, bien pudieran haber inventado la Feria del Embutido nuestros bisabuelos, ya que por falta de material no iba a quedar. Estaban también los Vinos y Aguardientes de Luciano García Ramos y la Zapatería y Gorras de José Giménez. Y desde luego, tal como la recordaba antes de ser el solar que hoy ocupa, allí estaba la nueva Droguería de José María López “Corona”, a la que no me resistí a pasar para verle tan joven y comprar, aunque fuera poco, una crema para los zapatos. El olor de los productos, el brillo de la madera del mostrador, la loza de los tarros en los estantes, me llevaron cuarenta años en el futuro, hasta mi niñez.
Enfrente, donde ahora está el Banco de Bilbao y el bar que conserva el nombre, la Gran Casa de Comidas y Fonda “La Estrella”, con su magnífico servicio de restaurant, regida por Bernardino Landete Carpio, y más adelante, la Gran Casa de Comidas y Hospedería de Pedro Huerta Fons, que tan solo cinco años más tarde pasaría a Mariano Tena, quien la bautizaría como Gran Hospedería “El Porvenir”, cerca de lo que más tarde iba a ser Droguería de Victoriano Sáez.
No pude dejar de pensar que la oferta hotelera de Requena, en 1920, era mejor que la de 2020, pues aunque no pude visitarlas por falta de tiempo, unos días antes de mi llegada se había abierto al público el Hotel “Villa José-María”, junto a la Estación de Ferrocarril y frente a la Plaza de Toros, a lo que habría que añadir los paradores de la larga calle de Cánovas del Castillo (hoy Constitución), como los de Ramón Gay, al principio de la calle, y Vicente Agulló, con su Fonda “La Esperanza”, al final de la misma. Queda por citar el parador de Pascual Ortiz, en la calle del Carmen, reminiscencia de la hospedería que tuvieron los monjes carmelitas y seguramente algún otro que ahora no recuerdo.
Abstraído en aquella visión de una Requena perdida en el tiempo, casi me atropella un vehículo a motor. Su bocina me sacó del ensimismamiento en un segundo. No he citado que las calles estaban bastante transitadas ese día, pero ¡por carros y caballerías! Era el primer coche que veía. Nada menos que un Ford T nuevecito, seguramente vendido por Juan Martínez en su taller de la calle García Berlanga, donde además se podían ver (yo no lo hice) tractores Lanz, segadoras Osborne, trullos Torpedo, arados Rud-Sach y toda clase de maquinaria agrícola moderna. Ese Ford T, por lo nuevo y brillante, podría ser uno de los primeros que ese mismo año 1920 habían comenzado a salir de la fábrica que Ford acababa de abrir en Cádiz. Almussafes quedaba todavía muy lejos.

Entré en la iglesia del convento pasada la una de la tarde, no hacía mucho que había comenzado la misa. El órgano sonaba, aunque pronto lo interrumpió la voz del sacerdote, por lo que me limité a observar, desde lejos, el teclado y los tubos, echando de menos, una vez más, la cámara fotográfica. Cómo me habría gustado acercarme a la Estación Enológica y hablar con don Fernando Morencos para pedirle que no dibujara sólo el órgano de Santa María para su colección de láminas, sino también todos los demás.

Quedaba apenas media hora para la comida convenida y al salir del templo crucé la acera hasta las puertas de la droguería de Corona, para subir por Norberto Piñango y parar un momento en la puerta de la casa donde nací, en el número 6, que salvo por la puerta de entrada, seguía siendo como la recordaba de niño. En el bajo donde luego estaría la barbería de Esteban y Manolo, tenía su sede el Ordinario Garcés, también de Requena a Valencia y en combinación con todos los ordinarios del reino de Valencia y la Valle de Ayora. Allí se vendía también la famosa agua de Camarena. Subí la calle para girar hacia el Río Grande, que todavía tendría que esperar cuatro años a denominarse Serrano Clavero y de ahí al Café Requenense. Por entonces la calle no era tan comercial como. Antes de girar me quedé mirando las grandes puertas que luego serían del Hotel Favorita y que entonces albergaban la Serrería y Taller de Carros de Víctor Clemente Diana, cuñado del compositor Mariano Pérez Sánchez, quien seguía empadronado en la casa limítrofe, donde muchos años después tendrían su zapatería Milagritos y Alfonso. No pude saludar a mi admirado músico, pues ya llevaba dos años en Valencia,aunque supe que se le esperaba para la feria.
El doctor García Romero me había prometido buena compañía y no pudo ser mejor. Al entrar en el café reconocí de inmediato la figura delgada y enjuta del hermano del maestro, Florentín Pérez Sánchez. Al fondo, en una de aquellas mesas de hierro y mármol, el médico me llamaba por señas para presentarme a quienes nos iban a acompañar. Nada menos con don Nicolás Agut y Sastre, flamante periodista y director de La Voz de Requena y su segundo, el jovencísimo abogado Luis Sánchez Sánchez, también periodista y aspirante a político, de quien yo sabía bien que moriría muy pocos años después.
¡Qué más se podía esperar de aquel viaje en el tiempo! Ver una Requena más comercial, si cabe, que la que había dejado. Visitar tiendas, casinos, cafés, iglesias, que tan sólo conocía por la prensa. Comer con aquellos prohombres que tanto significaban para mí, mientras me contaban cómo iban las cosas por la ciudad, sus proyectos, la importante inversión en maquinaria de imprenta que acababan de hacer para no depender de las empresas locales o foráneas.
Yo sabía de todo aquello por los documentos, pero oírles en persona, ver cómo eran saludados por todos los que entraban en el local, felicitándoles por el nuevo periódico. Dimos cuenta de una buena paella que García Romero, como buen oriundo del Grao, había encargado por teléfono y que estuvo a cargo de la esposa de Florentín, Tomasa García, avezada cocinera.
Al terminar la comida, me emplazaron para ir al teatro aquella noche. La oferta de los dos coliseos requenenses era dramática y no lírica. En el Romea, la compañía del Sr. Martí, con la primera actriz Carmen Collado. En el Teatro Circo había debutado, la noche anterior, la compañía de la gran actriz Carlota Plá, una de las más destacadas intérpretes dramáticas españolas de su tiempo. Me incliné por el Circo, donde la noche anterior habían ofrecido El Adversario, comedia de Alfred Capus y ese domingo anunciaban Los Caciques, de Carlos Arniches, comedia novísima, estrenada en Madrid en febrero anterior.
Eran muchas emociones para un solo día y necesitaba descansar. Saludé a Marcelino, le conté brevemente mi agitada mañana y subí a la habitación a descansar un rato, antes de acometer la visita al barrio antiguo de la Villa. Releí los periódicos del día. El Eco de Levante traía, en primera pagina completa y parte de la segunda, un extenso artículo firmado por Venancio Serrano Clavero desde Argentina, con fotografía del poeta incluida, titulado “Recuerdos de un desterrado”, en el que hablaba de su niñez y de las travesuras en la escuela de don Telesforo López Burgos, su querido maestro. A continuación, uno de sus más famosos poemas: Otoño de almas. Recordé a mi buen amigo, Nacho Latorre, al leer un artículo referido a Venta del Moro, sobre las vicisitudes y controversias municipales en torno al proyecto de construcción del Ferrocarril Económico Manchego, o lo que es lo mismo, la línea Utiel-Baeza, a cuyo paso por el término venturreño parecía oponerse el actual alcalde. Tan extensos artículos, más la página de publicidad, acaparaban las cuatro páginas del periódico. La Voz de Requena, por su parte, comenzaba con una editorial en que expresaban sus propósitos periodísticos y un extenso artículo sobre la figura genérica del Cacique, dado que el periódico se definía como “semanario anticaciquista”. Varias colaboraciones, una extensa crónica de la última sesión ordinaria del Ayuntamiento, del cual era concejal el señor Agut. A título informativo, otro artículo anónimo sobre El gas o anhídrido sulfuroso, de corte educativo y destinado a los viticultores. Un avance de lo que serían los toros de feria en Utiel, una breve crónica local, acompañada de otra columna de noticias nacionales. Se veía enseguida que la profesionalidad de este nuevo semanario estaba muy por encima de los otros dos periódicos locales.
Un café cargado y de nuevo a la calle, esta vez como verdadero turista. La Villa, tan conocida para los requenenses, me resultó algo decepcionante por el lamentable estado de las calles y el descuido de las fachadas singulares. No obstante, me consolaba el hecho de saber que con el tiempo aquello mejoraría y seríamos conscientes de la importancia histórica y turística de aquel enclave. Subí por la cuesta del Castillo, recorriendo plazas y calles hasta bajar por la del Cristo para volver a subir por la cuesta del ángel y llegar a San Nicolás, regresando por Santa María y saliendo a la plaza para admirar el pórtico del Salvador. La tarde de fiesta no era como la mañana, todo estaba ya cerrado y me encaminé a la cuesta de las Carnicerías, parando un momento en la reja de San Julián, donde de pequeño había ejercido como monaguillo con alguno de los hermanos Llopis. La calle de la Botica, ya entonces Hermanos López, me llevó de nuevo a la plaza de Felipe V y a tomar un refresco de zarzaparrilla en el Café del Comercio, donde entablé breve conversación con Manuel Lechuga, preguntando por la salud de su esposa, María Ángela García Cuevas, pues en La Voz de Requena se citaba algún tipo de accidente que la mantenía en cama. El señor Lechuga agradeció el interés mientras yo escuchaba, en el interior del café, el agradable sonido de un violín del que supe, por mi interlocutor, que estaba en las hábiles manos de su hijo, Manolo Lechuga García, futuro gran intérprete de la Rondalla y Coros de Requena.
Todos los caminos llevan a Roma y yo decidí volver al hotel por uno más directo. Encaré la calle de Marquillo (antigua calle del Diezmo), pasando junto a la casa de don Emeterio Víllora, donde tan sólo un año más tarde abriría nueva farmacia su hijo Rafael. Un giro a la izquierda y todo recto por la calle de Miguel Marco, llegué a mi alojamiento dispuesto a arreglarme para cenar e ir al teatro. No pudo ser. Un sueño extraño me invadió, me senté en una cómoda mecedora junto a la cama y, sin darme cuenta, me quedé dormido. Al despertar, un pequeño yorkshire me miraba con ojos de “estoy esperando mi paseo”. ¡Había vuelto! El giratiempo cumplió su ciclo y estaba de nuevo en casa, a las ocho de la tarde.
Cuando pregunté por el aparatito y expliqué cómo había llegado aquella mañana por correo, mi esposa y mis hijos me miraron con cara de estar viendo a un extraño. ¿Fue un sueño? ¡Qué sé yo! Algunos días más tarde, entre los pliegues del sofá donde suelo aparcar para ver la tele, apareció una tarjeta, tan bien conservada como si me la hubieran dado el día anterior.

Dedicatoria:A mi buen amigo, José Antonio Sánchez García,en recuerdo de su abuelo, el doctorDon Antonio García Romero.
ACTUALIZACIÓN DE CALLES (1920 / 2020):
Plaza de Canalejas = Plaza del Portal
Calle de Cánovas del Castillo (antes San Carlos) = Calle de la Constitución
Calle de Castelar = Calle del Peso
Plaza de Felipe V = Plaza de España
FOTOGRAFÍAS
POSTALES ANTIGUAS, en Archivo Municipal de Requena.
HEMEROGRAFÍA
PRENSA HISTÓRICA REQUENENSE, en Archivo Municipal de Requena.