POR MANDADO DE REQUENA ESTANDO EN SU CABILDO O LA ESENCIA DE UN GOBIERNO MUNICIPAL DEL SIGLO XVII.
Tiempos recios, tiempos de esperanzas.
Cuando Felipe IV subió al trono el 31 de marzo de 1621, Castilla adolecía de un delicado estado de salud. Hoy en día, la historiografía se muestra más indulgente con los arbitristas y sus planteamientos, considerando que la reforma de Castilla y de la Monarquía hispánica era posible.
Con el nuevo rey, los seguidores del duque de Uceda, el hijo del denostado duque de Lerma, fueron apartados por un grupo de gente decidida a emprender tal reforma, sin perder la reputación exterior, encabezado por don Baltasar de Zúñiga, un experimentado diplomático que pretendió fortalecer el poder español. Al fallecer el 7 de octubre de 1622, su sobrino don Gaspar de Guzmán, el conde-duque de Olivares, recogería el testigo y ejercería el poder hasta el 23 de enero de 1643, en unos años tan intensos como trascendentes.
Esta actitud reformista no se circunscribió a la nueva corte y a sus círculos dirigentes, sino que también fue compartida por las fuerzas vivas de las distintas localidades castellanas, en grado variable. La imposición del servicio de los millones desde 1590 había levantado una oleada de reticencias, quejas e inconvenientes. Las Cortes de Castilla, sin llegar a alcanzar las posibilidades de control de las aragonesas, ganaron una nueva importancia, y los escritos de los arbitristas tuvieron una amplia circulación en los días de don Quijote, pues bajo Felipe III la cultura castellana vivió un momento espléndido, reconociendo algunos autores un espíritu menos puntilloso en punto a expresión que el del reinado de Felipe II.
Los requenenses no fueron una excepción, y aunque no tuvieron voz y voto en las Cortes castellanas (ejerciéndolo la ciudad de Cuenca en nombre de toda su provincia), desearon mejorar su situación haciendo uso de sus atribuciones municipales.
Se habían aprobado el 17 de julio de 1613 unas nuevas ordenanzas municipales, pero el 5 de julio de 1622 se aprobaron otras, que se consideraron más atentas a solucionar los problemas y a encauzar a la sociedad requenense por unos caminos más éticos, cuando la Contrarreforma rendía sus frutos culturales más caracterizados, menos adocenados. Un 12 de marzo de 1622 fue canonizada Santa Teresa, y el valor moral de las personas se resaltó especialmente en el discurso oficial. Hasta 1626, Requena no recuperaría su corregimiento, pero sus ordenanzas de 1622 expresaron sus anhelos de no quedarse atrás, sepultados por las dificultades.
La naturaleza de las normas legales.
Las ordenanzas contuvieron una filosofía política que se remontaba a la Baja Edad Media, muy influida por el pensamiento de las órdenes mendicantes.
La tradición era una verdadera piedra angular del mismo, la de la costumbre inmemorial (en temas como la elección anual de oficios). Sin embargo, el cabildo la aprobaba y la ratificaba con su poder para modificar. El tradicionalismo tenía, pues, sus límites, y en ocasiones se utilizó para introducir novedades.
La tradición legal se encontraba al servicio de Dios, el origen último de la justicia, y del bien de la cosa pública, la república o sociedad ordenada. Al respecto, se recordó que el escribano desempeñaba su función a pro del común de la villa, además del bien y utilidad de la misma república. Los bienes de propios servían a sus cosas útiles y necesarias al bien público.
Este espíritu público singularizó legalmente a Requena como verdadero sujeto de derecho. El pensamiento religioso, con cofradías como la Vera Cruz, y la historiografía terminarían de configurarla en términos barrocos.
El conocimiento público de las ordenanzas.
El principio de publicidad y conocimiento de las leyes por las gentes no fue ajeno a su pensamiento, aunque con una amplitud menor que en época liberal. El pregón, como el del arrendamiento de las rentas el primer domingo de septiembre, sirvió como medio para ello.
El carácter del cabildo.
El corazón del veterano gobierno municipal residió en su cabildo y sus ayuntamientos, cuando se juntaban la justicia y el regimiento, con funciones para determinar, librar y proveer sobre los negocios y cosas tocantes a la villa. En el mismo tenía asiento el procurador síndico general, con responsabilidad para bien y utilidad de la villa, sus vecinos y los pobres, en una época de graves dificultades materiales.
Cada año se procedía a la elección de los oficios concejiles, dependientes del mismo, distintos de los regidores perpetuos. Sus integrantes, incluyendo el escribano, tenían el deber de asistir a todos los cabildos, siempre que estuviesen en la villa, con la excepción de los impedidos o enfermos bajo pena de doscientos maravedíes, a beneficio de la justicia mayor. Se encareció que se extremara la observancia puntual de la asistencia, pues algunos se ocuparon más de sus posesiones y negocios en el extenso territorio requenense que de tales cuestiones.
Las elecciones de oficios.
La elección de oficios se confirmaba en sesión municipal, y no en otro tipo de reunión aparte. Tomaron parte, al menos, todos los que estuviesen entonces en la villa, sin ningún impedimento. Cada uno de los regidores nombraba de por sí y todos en general al que más, dándose cita la responsabilidad individual con el carácter corporativo de la institución.
En caso de no concordarse los votos, se inclinaba la elección por el que lograba un mayor número, sin que se interpusiera dificultad o pleito. Se huía, en teoría, de toda bandería o parcialidad, tan pertinaces en la vida pública de muchas localidades castellanas. En el pasado, Requena las padeció con intensidad.
Se destacó especialmente que ninguna causa impediría las elecciones, y lo que no se ajustara a ello sería declarado nulo y de ningún valor.
La constancia documental.
Es sintomático que en la llamada España de la picaresca las normas municipales y de otro tipo insistieran en el rigor documental, algo que a distado de cumplirse demasiadas veces a lo largo de nuestra larga Historia.
Para asegurarlo, la figura del escribano municipal resultaba esencial. De ejercicio teórico anual, era escogido el mismo día que los oficios, alargándose su responsabilidad el tiempo que estimara oportuno el cabildo.
Asimismo, todo gasto de los propios debía justificarse debidamente, acordándose y decretándose en la sala de las casas del cabildo, y no en cualquier otro lugar. El escribano expedía el documento de libranza, en el que debía figurar por mandado de Requena estando en su cabildo. Sin tal fórmula, el mayordomo no pagaría nada, pues de hacerlo, correría con la suma él mismo. Por otra parte, de no atenerse a la misma el escribano, pagaría seiscientos maravedíes de pena. Todo arrendatario de rentas que no lo cumpliera en sus documentos también pagaría el daño.
Los requisitos para ejercer las responsabilidades municipales.
En la Castilla de la honra y del honor, se hizo hincapié en las cualidades de las personas para ejercer una responsabilidad, así como como en su condición. Se resaltó particularmente la figura del procurador síndico general, que debía ser una persona honrada o principal de la villa. Se escogía a suertes entre tres personas beneméritas propuestas.
El escribano tenía que reunir las cualidades de habilidad, conocimiento legal y carácter de confianza, practicándose su elección entre los escribanos del número de la villa. La mayordomía de propios y rentas recaía en una persona abonada, con el deber inexcusable de ofrecer fianzas. También se elegía a suertes entre tres candidatos propuestos.
Todo arrendatario de rentas municipales, por supuesto, debía de dar las fianzas convenientes.
El tiempo más destacado.
El ordenamiento del tiempo resultaba crucial para ganar efectividad, y la justicia y el regimiento se juntaban el jueves de cada semana en la sala del cabildo a hora de misa mayor, excepto en Cuaresma y vigilia de fiestas.
Se sustanció la elección de oficios del concejo cada segundo domingo después de San Miguel.
El primer domingo de septiembre se pregonaban las rentas a arrendar y a correr en almonedas ante el escribano. El domingo anterior a San Miguel, se presentaban todas las posturas u ofrecimientos, según costumbre, en la plaza del Arrabal. Finalmente, en la festividad de San Miguel se realizaba el remate definitivo de los arrendamientos.
El pilar material.
El mayordomo disponía de los maravedíes de la villa, en gráfica expresión, con las obligaciones de cobrar los emolumentos de los propios y dar buena cuenta de los pagos cargados. Con los fondos de los propios se pagó el salario del escribano.
De lo pintado a lo vivo.
Lo expuesto fue, ciertamente, un ideal, y en las actas municipales de los años que siguieron a 1622 encontramos quejas por absentismo y mal manejo de los recursos. Sin embargo, las rutinas expuestas se observaron fielmente, y algunas de sus ideas sobre el bien público prepararon el ambiente del liberalismo decimonónico, gustoso de ensalzar el bien común, declarado legalista y amante de la patria chica.
Las exigencias de una monarquía en guerra, con sus onerosos tributos, hicieron zozobrar el deseo de asegurar el bienestar vecinal, y a este respecto la política de reputación dañó considerablemente la de reforma contenida en aquellas ordenanzas de 1622.
Fuentes.
COLECCIÓN HERRERO Y MORAL, I.
