La España del siglo XVII, del Siglo de Oro de Quevedo y otros muchos, ha pasado a la Historia como la de la mala vida, la de la picaresca, capaz de jugársela al mismo Pedro Botero. Ante las dificultades materiales, no pocos reaccionaron tomando el camino contrario a la ley.
Los problemas de robos y hurtos de toda clase fueron a más, al menos así lo dan a entender las ordenanzas municipales requenenses de 1622, en las que se marcaron con nitidez dos grupos bien caracterizados: el de las víctimas y el de los delincuentes.
En el primero se encontraban los padres, los amos y los señores de mozos y esclavos. Según las ideas sociales de su tiempo, representaban los valores de responsabilidad, control y riqueza tan bienquistos por entonces. Por el contrario, en el otro bando figuraban los sonsacadores y sus encubridores, que no dejarían de formar tramas delictivas.
Se denunció que muchas personas en Requena (aseveración ciertamente grave y subida de tono) sonsacaban a mozos de servicio y esclavos, persuadiéndoles para que hurtaran a sus amos y les dieran a ellos el producto de sus robos. La trama, pues, se diversificaba, aprovechándose de las malas relaciones entre señores y servidores, ya destapadas en La Celestina.
Como se consideró que las cosas podían ir a peor (el pesimismo del Barroco encontró justificación en la delicada situación económica), se quiso prevenir el problema. Ninguna persona, de cualquier estado o condición, podía comprar lo hurtado, ni hacerlo a través de sus hijos. La trama fue ampliándose a los compradores.
De nada serviría pretextar que se guardaba algo en un domicilio particular, pues en todo caso el infractor sería penalizado con seiscientos maravedíes, destierro anual y pago de lo robado a los legítimos dueños. Ser encubridor costaría caro.
El negocio del hurto, como se puede ver, se encontraba muy extendido, participando en el mismo de modestos a poderosos. Se quiso acentuar el orden jerárquico para ir cortándolo. Los criados, mozos o esclavos debían estar a cargo de personas de buen trato. Ante cualquier fuga o forzamiento de casa, todo vecino o morador de Requena debía dar noticia de lo sucedido a su amo o señor para ser retornados al buen servicio. De lo contrario, pagarían seiscientos maravedíes y serían desterrados por un año.
La economía moral del Antiguo Régimen también insistía, a su modo, en prevenir algunas de las causas de los robos, empleando la caridad y el control de ciertos recursos. Los pobres de la cárcel y del hospital debían ser convenientemente alimentados con pan. También se hizo hincapié, según la ordenanza antigua, que los revendedores o regatones no podían vender ni dentro ni fuera del término las piezas de caza, pues se alteraban los precios, y se perdería riqueza faunística, estimado todavía como más grave. La mitad de la pena pecuniaria se la quedaría el caballero de sierra demandante y la otra mitad el juez.
Ciertos negocios, a pesar de los pesares, gozaron de excelente salud, y las ordenanzas municipales intentaron poner puertas al campo con mejor intención que resultado.
Fuentes.
COLECCIÓN HERRERO Y MORAL, I.
